Manuel Ossorio y Bernard
Manuel Ossorio y Bernard (Algeciras, Cádiz 6 de diciembre de 1839 - Madrid 14 de septiembre de 1904) fue un periodista polifacético y escritor español. Una de sus obras más conocidas es el Viaje Crítico alrededor de la Puerta del Sol publicada en diversas entregas a partir de 1874. Fue padre de los periodistas Ángel Ossorio, Carlos Ossorio y María de Atocha Ossorio.
Manuel Ossorio y Bernard nace en una familia de militares. Su abuelo fue Francisco de Paula Ossorio y Vargas, héroe del Sitio de Tolón (1793) contra las tropas francesas y de la batalla naval del Cabo de San Vicente y ministro de la Marina. El padre, Manuel Ossorio y Mallén fue un oficial de artillería que abandonó la carrera militar para ocuparse de ser administrador de Rentas Públicas. En uno de los destinos del padre, Algeciras, nació Manuel. Su infancia itineró a través de los viajes que realiza la familia en la España de mediados del siglo XIX. A la edad de doce años se establece en Madrid y poco después quedó huérfano a causa de la cólera (una epidemia que azotó Madrid en 1855). Un amigo lejano del padre le proporciona un trabajo de escribiente en el Tribunal de Cuentas. Desarrolla esta labor desde los 17 hasta los 26 años. Al poco de ingresar en este puesto se casa con Manuela Gallardo y tiene en su matrimonio tres hijos, Ángel, Carlos y María de Atocha, todos ellos vinculados posteriormente al mundo de la literatura y la política.
Manuel alternaba el trabajo de funcionario con el de escritor y periodista. Con 21 años escribía artículos en La Idea, que dirigió desde 1859; también dirigió El Teatro (1864), El Noticiero de España (1868), La Independencia Española (1868), La Gaceta Popular (1873), El Cronista (1885), Diario Oficial de Avisos, La Corresponddance d'Espagne, La Edad Dichosa, La Ilustración Católica y la Agencia Fabra, y formaba parte de la tertulia literaria de «La guardilla de los genios», a la que pertenecía también Nilo Fabra. Producía artículos de costumbres, comedias, críticas de arte, ensayo. Su trabajo como crítico le atrajo la enemistad de algunos de sus contemporáneos. En cuarenta años no hubo periódico madrileño que no publicara un artículo suyo; fue redactor de El Constitucional (1860), El Contemporáneo (1864), El Español (1865), La Ley (1867), Don Quijote (1869), Las Novedades (1870-1871), El Eco del Progreso (1872), El Cascabel, La Gaceta de Madrid, El Gobierno, El Día, La Correspondencia de España y Gente Vieja. Como bibliógrafo se le debe un importante Ensayo de un catálogo de periodistas españoles del siglo XIX (Madrid, 1904), de donde se han sacado parte de estas noticias, y como biógrafo una Galería biográfica de artistas españoles del siglo XIX en dos volúmenes. Fue también redactor de la Gaceta de Madrid, secretario del Conservatorio de Artes e individuo de las Sociedades Económicas y Literarias de Cádiz, Málaga, Lérida, Jerez de la Frontera etcétera.
Fundó y dirigió dos periódicos infantiles: La Niñez (1880-84) y El Mundo de los Niños (1886-88).
Obras
Fue un autor prolífico que abordó diversas ramas del periodismo, el ensayo y la escritura para niños y jóvenes. Sus obras fueron reunidas a veces en distintas colecciones póstumas:
Obras escogidas de D. Manuel Ossorio y Bernard , Madrid: Juan Pueyo, 1928.
Obras biobibliográficas
Ensayo de un catálogo de periodistas españoles del siglo XIX (Madrid, 1904).
Galería biográfica de artistas españoles del siglo XIX, 1883.
Trabajos sobre la vida literaria, 1928.
Con Carlos Frontaura y Vázquez, Diccionario biográfico internacional de escritores y artistas del siglo XIX..., M. Guijarro, 1890
Narrativa
Cuentos y sucedidos 1884
Novelas inéditas, Editorial Ibero-americana, s. a.
Cuentos, fábulas y leyendas en verso, 1884.
Teatro
Cubiertos a cuatro reales (1866)
¡Aventuras! (1873)
¡Cinco mil duros! (1876)
Juan Tumbón (1886).
Con Francisco Muñoz Ruiz, Abd-el-Rhaman III: drama histórico en tres actos y en verso, 1869.
Costumbrismo
Viaje Crítico alrededor de la Puerta del Sol en el que describe la historia de la Puerta del Sol en entregas a partir del 30 de abril de 1874.
Romancero de Nuestra Señora de Atocha, publicado en 1863
Libro de Madrid y advertencia de forasteros, 1892.
La república de las letras: cuadros de costumbres literarias copiados Establicimiento tipográfico de E. Cuesta, 1877.
Caracteres contemporáneos 1891
Poesía
Ensayos poéticos'
Odas y Baladas' publicado en 1866
Romancero de Nuestra Señora de Atocha, publicado en 1863
Romances de ciego
Curiosidades
Novísimo diccionario de la lengua publicado en redondillas y cuartetas
Progresos y extravagancias apuntes para un libro, 1887.
Poemas infantiles
Manuel Ossorio y Bernard
Auto-biografía
En un rincón de España,
si mi partida bautismal no engaña,
vi de la luz el resplandor primero,
de la vida dispuesto ya al combate,
naciendo como el hijo de un magnate,
de un monarca, un bribón o un pordiosero.
Patria del contrabando y las mentiras,
ciudad incomparable de Algeciras,
ni tú culpa has tenido
de que yo en tu recinto haya nacido,
ni hoy hacia ti mi corazón se escapa,
pues sólo te conozco por el mapa.
Crecí en Extremadura, Andalucía,
Madrid, Vizcaya... allá donde quería
la credencial, el título, el traslado,
o el cese de mi padre infortunado;
hasta que ya en Madrid por el cincuenta,
teniendo doce años,
-ya de mi edad podéis sacar la cuenta-
vine a vivir para mayores daños.
Y ¡cuánto entonces me causó deleite
aquel Madrid, que en Julio era una fragua,
con su alumbrado de mezquino aceite
su polvoriento piso y falta de agua!
¡Las calles hechas siempre un basurero,
la Iberia y Pombo como gran derroche,
y el tren de Sabatini por la noche
recordando al señor Carlos tercero!
¡Cursé latinidad y otras materias
tan útiles y serias 30
como el idioma que se habló en el Lacio:
traté a Virgilio, Cicerón y Horacio;
cinco años de moral me eché al coleto
(lo que, con el respeto [7]
que merecen los manes de Moyano,
era mucha moral para un cristiano),
y si no fui filósofo profundo,
débese solamente
a haber quedado, siendo adolescente,
solo, huérfano y pobre en este mundo!
¡Qué vida la de entonces,
digna por cierto de esculpirse en bronces,
siempre que el bronce luego
se pudiera fundir dentro del fuego!
El estómago haciendo reflexiones
y quejas dando, acaso inútilmente;
escribiendo renglones y renglones;
durmiendo de prestado o al relente
y alternando con célebres histriones.
La indiferencia en mí fue ya un sistema,
y entre dudas y errores siempre envuelto,
cada comida o cena era un problema
pocas veces con éxito resuelto.
¡La amistad cuidadosa
me causó sumo bien en tal fatiga,
tanto como el cariño de una esposa!
Fueron mi salvación... ¡Dios les bendiga!
A luchar... dije al fin; y como escucha
y premia Dios las nobles intenciones,
ya desde entonces me apoyó en la lucha
y fui subiendo, dando tropezones,
hasta lograr honrada medianía
y el pan nuestro ganar de cada día.
Siendo español, paréceme excusado
añadir que al servicio del Estado
mi actividad más de una vez he puesto
que veinte años cené del Presupuesto
ya que para comer, y eso es barato,
nunca he dejado el literario trato.
No de la inspiración sujeta al yugo
contuve a la ardorosa fantasía:
de las letras fui víctima y verdugo
y produje en el día y para el día.
La gloria... ¡qué más gloria
que un capón preparado en pepitoria!
Así, pane lucrando,
donde hoy me encuentro entré de contrabando,
atrayendo en tal viaje
de veinte a treinta tomos de equipaje.
Teatro, novela, cuentos, poesía,
crítica, economía,
enseñanza infantil... cuanto comprende
el comercio librero,
cuanto se compra y vende,
otro tanto saqué de mi tintero,
y a citar muchos títulos renuncio...
no diga el editor que hago un anuncio.
Mucho, mucho en las letras he pecado;
mucho por mí las prensas han gemido
y gemirán, si me hallo destinado
a seguir esta senda que he emprendido
por la necesidad sólo guiado.
Ni el éxito jamás cegarme pudo,
ni tengo por corona [9]
lo que a lo sumo me sirvió de escudo;
y si aún algo ambiciona
el disculpable afán de quien persigue
el conseguir un nombre algo notorio,
es que oyendo decir: ¿Quién es Ossorio?
Contestar puedan todos lo que sigue:
«Un humilde escritor, que consagrado
al género infantil, ha publicado
periódicos y libros a docenas,
para esas criaturas
de animado mirar, largas melenas,
maliciosa intención y risas puras:
es, ya que estriba en eso su jactancia,
el autor predilecto de la infancia.»
La sonrisa del muerto
A mi distinguido amigo D. Manuel María de Santa Ana,
fundador de los Asilos de la Noelie.
I
Anúnciase ya el día;
pero sin el encanto y alegría
del pasado verano,
que transcurrió tan rápido y riente.
Madrid descansa aún, menos la gente
que se acuesta temprano,
porque le son inútiles por cierto
el teatro, las tertulias o el concierto.
Ya la vegetación no tiene hechizo,
ya los troncos desnudos
dibújanse en un cielo tan plomizo,
que del invierno son testigos mudos.
Las aves que su nido allí tuvieron
pasaron a otros climas, o cayeron
al disparo certero y despiadado
de la ruda escopeta,
que al morador parlero y descuidado
de los alegres campos no respeta.
Todo es silencio y soledad y frío;
nubes densas que al sol sirven de valla...
Y éste es el fondo tétrico y sombrío
en que empieza a moverse el héroe mío
al dar comienzo a su postrer batalla.
II
En un banco del Prado,
si no cómodo lecho, ventilado,
cuyo alquiler no entraña
sacrificio por cierto ni derroche,
viendo la claridad que al campo baña
el término anunciando de la noche,
Pepín cambia un instante de postura,
más tarde se espereza,
y algo entre dientes sin parar murmura,
que no se sabe si maldice o reza.
Sólo en el mundo, sin hogar ni abrigo,
sin contar un amigo,
para él los hombres todos son extraños,
y a lo sumo Pepín cuenta diez años.
A su padre jamás ha conocido;
a su madre hace un año que a la puerta
dejó de un hospital, y no ha sabido 40
si ha salido del mismo o si está muerta.
Duerme en el campo o dentro de las obras;
el rancho del cuartel le da sus sobras,
y es Pepín, falto del humano apoyo,
uno de tantos hijos del arroyo.
III
Un día, al acercarse a un caballero
que paseaba tranquilo.
Le oyó:- ¡Qué pesadez de pordiosero!
-¡Que no he comido aún...
-¡Vete a un asilo!
Y Pepín fue a un asilo. Pidió entrada,
y supo con acerbo desencanto
que allí la estancia estaba limitada.
¡Hay tanto pordiosero, tanto, tanto!...
La oficial caridad, por otra parte,
si sus dones reparte,
necesita saber mil pormenores
del que a su puerta llama:
vida, progenitores,
edad, naturaleza, buena fama...
Y nuestro buen Pepín sólo sabía,
cuando a la caridad llamó resuelto,
que la madre amorosa que tenía
y le cuidara un día,
se marchó a un hospital y que no ha vuelto.
IV
Desde entonces el niño vaga errante;
por otro porvenir no muestra empeño;
con la limosna come lo bastante
y hace su cama donde le entra el sueño.
Y así la primavera y el estío
vio transcurrir; y así, llegado el frío,
sigue Pepín tan libre como el ave;
pero el niño no sabe
que la cruda estación al ver encima
el ave, más que el hombre libre y fuerte,
busca su salvación en otro clima
evitando en el nuestro aciaga muerte.
V
¡Y qué frío está el día
en que esta historia de dolor empieza!
Y la gente también está muy fría
en sentir del mendigo la pobreza.
Con la temperatura bajo cero,
¿quién se para a escuchar al pordiosero,
ni a buscar en el bolso, aun siendo rico,
para el pobre importuno un perro chico?
El choubersky en su casa les aguarda,
y ya el instante tarda
de combatir del exterior el hielo
tras del amplio portier de terciopelo.
Justo es que el rico corra
anhelando y teniendo aquel abrigo;
en lo que hace al mendigo,
lo que él le dijo ya: «¡Dios le socorra!»
VI
Anocheció bien pronto. Parecía
que aquel obscuro día,
ya que tan malo fue, quiso ser breve,
y se ahuyentó, lanzando,
para hacer su recuerdo más nefando,
menudos copos de ligera nieve.
Un refugio Pepín busca en poblado
y al fin con él acierta,
que en callejón obscuro y retirado,
lecho le brinda el quicio de una puerta.
Acurrúcase en él medio doblado,
por el frío aterido,
evitando que puedan ver su sombra,
y mirando cuajar la blanca alfombra,
tiritando se queda al fin dormido.
¡Qué feliz es Pepín en tal instante!
Sueña que está distante, muy distante
de la mísera calle en que se abriga;
vaga su mente por el ancho espacio,
y piensa que penetra en un palacio
y que en él le saluda, voz amiga...
La voz que desde niño le ha arrullado,
la voz que siempre fuera su delicia,
que le llama, le busca, le acaricia
y se queja al decir: «¡Cuánto has tardado!
Pero ya estas aquí... No te separes,
que el calor de mi pecho necesitas:
ya han terminado todos tus pesares,
bendita la bondad de Dios, ¡bendita!
ven hacia mí: te esperan mil regalos,
dicha eterna y sin par, grato consuelo...
Mira, Pepín, los hombres son muy malos...
¿Preguntas dónde estás?... ¡Éste es el cielo!
Y mientras el nevar sigue incesante,
a la luz de un farol harto indecisa,
se dibuja de Pepe en el semblante
una celeste y plácida sonrisa.
VII
Dos serenos, un juez, un escribano,
un doctor, alguaciles, vigilantes,
hállanse al otro día muy temprano
en coloquios sin duda interesantes,
donde el pobre Pepín pasó la noche.
No muy lejos se ve parado un coche.
El juez, que es un señor rígido y serio:
-¡Vaya! -exclama- llevadle al cementerio,
el médico, a su vez, añade: -El frío,
la falta de alimento,
un organismo pobre... Amigo mío,
nada es posible hacer, aunque lo siento.
Y observe, amigo juez, observe un punto
lo que son las conquistas de la ciencia
y cómo las comprueba este difunto.
Dicen la observación y la experiencia
que quien pierde la vida congelado,
no queda al espirar desencajado,
ni ostenta otras señales
que por necesidad son las mortales.
Mire usted, mire usted a este pilluelo
cuánto la afirmación marca y precisa:
diríase que duerme como un lelo
y hasta en sus labios vaga una sonrisa.
Escribiré un folleto sobre el caso
que este chiquillo ofrece,
porque seguramente lo merece...
-¡Eh, cochero, al juzgado, y a buen paso!
VIII
Y es fácil que el doctor de nuestra historia
escriba sobre el caso una Memoria
que le produzca prez, honra y respeto...
Cuando aquella sonrisa es un secreto
que conoce dos almas en la gloria.
La caja de soldados
Recuerdos íntimos
Al Ilustre estadista y literato, excelentísimo
Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo.
I
Allá en mi infancia -larga va la fecha-
mis ansias infantiles,
mi aspiración no siempre satisfecha
de teatritos y altares y fusiles,
-entiéndase de juego,
pues nunca me han gustado,
cuando son de verdad, armas de fuego-
tropezaba cual todo afán tropieza
en la mísera vida,
con una callejuela sin salida,
de mi casa la crónica pobreza.
Mi padre, militar, luego empleado,
más tarde profesor, nunca intrigante,
contar pudo, al vivir siempre agitado,
para un mes con destino, tres cesante;
y como consecuencia
de tal distribución de la existencia,
pude ver en mi casa,
siendo una criatura,
sin tasa la aflicción y la amargura,
y el pan y el bienestar siempre con tasa.
II
En el escaparate
de un tirolés, recuerdo que vi un día
un ejército entero, y parecía
que iba a entrar en combate.
Unos causaban mi infantil asombro
por su actitud inquieta
armando con afán la bayoneta;
otros, fusil al hombro,
marcando el paso impávidos, serenos
otros, eran los menos,
con la espada desnuda y centelleante,
que decir parecían
a todos los soldados que seguían
de ellos en pos: ¡Muchachos, adelante!
Zapadores, cornetas, artilleros,
hasta un abanderado,
un médico, unos cuantos camilleros
y un gran cañón dorado
vomitando metralla
y carácter prestando a la batalla.
-Mamá, dije a la mía,
cómprame esos soldados.
Y ella evitar queriendo mi porfía,
y con los ojos del dolor nublados,
se limitó a decirme: -Sí... otro día...
III
Muchas veces pasé junto a la tienda,
y siempre en ella la marcial contienda
excitaba de nuevo mis antojos;
mas de mi madre al contemplar los ojos
el paso apresuraba,
y tal vez meditaba
que si el juguete aquel era un encanto,
mucho más vale de una madre el llanto.
Refrenaba con esto mi deseo,
continuaba en silencio mi paseo,
y, aunque muy niño, ya meditabundo,
tal vez con vaguedad iba pensando
que hay también niños ricos en el mundo.
IV
Llegó un momento en que la adversa suerte
a ruda prueba sometió implacable
mi corazón: el ángel de la muerte,
en pos de una epidemia que implacable
las calles de la Corte recorría,
entró en mi hogar, y con constancia fiera
hizo presa en mis padres en un día;
no quiso en mí su víctima tercera,
y ahogando entonces mi dolor profundo,
de lágrimas cobré la triste herencia
y en las corrientes del revuelto mundo 70
pude ver arrastrada mi existencia.
V
Entre la edad de la niñez dichosa
y la edad juvenil de sueños llena
vagué errante; luché con afanosa
y ruda obstinación y faz serena;
sequé el llanto que el vulgo no veía;
los lamentos ahogué que nadie escucha;
de la necesidad hice osadía,
y ésta, fuerzas me dio para la lucha.
Trabajé, gané el pan; por vez primera
unas cuantas monedas tuvo a mano,
la cantidad que fuera
citar en mis recuerdos es en vano;
mas con aquel dinero «que era mío»,
con mi sudor ganado honradamente,
un Creso me juzgué de poderío;
pude mirar al mundo frente a frente;
seguro de vencer en la jornada,
y sin temor a nadie ni por nada,
quise gastar los duros que guardados
llevaba en el chaleco con cariño,
y me compré... la caja de soldados
que vanamente ambicioné de niño.
Llegué a casa agitado y presuroso,
temblé a mis compañeros de hospedaje,
y me encerré en mi cuarto receloso,
temiendo a mis recuerdos un ultraje.
El dolor es acaso un contrabando
del que suele mofarse la canalla,
y por eso, sus burlas evitando, 100
mi ansiada compra contemplé... llorando...
Y formé «mis soldados» en batalla.
La corona del huérfano
A la noble y virtuosa dama, que ha hecho ilustre
en el mundo literario el seudónimo de «María de la Peña.»
I
Era Juan un muchacho
simpático, atrevido, vivaracho,
de clara y natural inteligencia,
de gustos espontáneos y sencillos,
y dotado de tal independencia,
que le era muy frecuente «hacer novillos».
Ya en el campo, sin freno ni más guía
que su temeridad, libre seguía
el vuelo de las raudas mariposas,
del arroyo la límpida corriente;
o dormía al arrullo de una fuente
entre el perfume de silvestres rosas.
Su buen padre fruncía el torvo ceño
y le privaba a veces de la cena;
mas antes de entregarse Juan al sueño,
su madre, débil y en exceso buena,
a escondidas del padre le llevaba
la ración con que el hambre contentaba.
Y Juan, entre propósitos de enmienda
y abrazos de su madre se dormía,
¡que era tan dulce aquella reprimenda
como el manjar que a un tiempo le servía!
II
Una tarde Juanito el novillero,
en su casa al entrar, quedó aterrado
con algo doloroso y lastimero:
sobre el lecho postrado
su padre respiraba débilmente;
junto a él, puesta de hinojos
su madre alzaba la angustiada frente
y daba curso al llanto de sus ojos:
¡qué extrañas emociones sufrió el niño
de espanto, de ansiedad y de cariño!
-Temí morir sin verte
el enfermo exclamó: (Juan no se daba
bien cuenta de la vida y de la muerte,
mientras al moribundo se acercaba.)
Mandé por ti a la escuela
y no estabas allí... Dios ha venido...
Y, pues que logro verte, me revela
que mi anhelo postrer está atendido.
En la pobreza que viví me muero,
sólo puedo legarte honrado nombre,
pero en este momento postrimero
jura que has de enmendarte, hacerte hombre
y que por ti no verterá más llanto
la pobre madre que te quiere tanto.
Y mientras que con pulso mal seguro
el padre acariciaba la cabeza
de Juan, éste exclamó con entereza
y su emoción ahogando: -¡Te lo juro!
III
Al inmediato día
sagrada tierra el cuerpo recibía
del que ser le dio a Juan; y grave y serio
éste fue con su madre de la mano,
de la muerte advirtiendo ya el arcano,
hasta el humilde y pobre cementerio.
Un responso rezado por el cura,
tierra no más por toda sepultura
y encima, sujetándose entre el lodo,
sin inscripción siquiera,
mezquina crucecilla de madera
sobre el yerto cadáver. He aquí todo.
Y la madre de Juan, la triste viuda
a su dolor de nuevo se abandona,
y rompe su aflicción hasta allí muda,
gimiendo: ¡Ni siquiera una corona!
IV
El tenaz novillero
cambió de modo tal desde aquel día,
que el maestro de la escuela, don Severo,
aunque la aplicación de Juan veía,
ni acertaba a explicarse tal mudanza,
ni le inspiraba entera confianza.
-Dios ha tocado el corazón, sin duda,
del hijo de la viuda-
solía repetir frecuentemente,
y era verdad completa y evidente.
-Madre mía: hoy es fiesta
escolar; habrá música de orquesta,
discurso del alcalde, gallardetes,
disparo de cohetes
y reparto de premios mucho antes
a todos los mejores estudiantes.
Acompáñame tú.
-Sí que lo haría;
pero en tales escenas de alegría
no siento bien, llevando de atributo
esta toca sombría
que del alma pregona el negro luto.
Pero el niño mostró tal insistencia,
que rindiéndose al ruego
de Juan, contribuyó con su presencia
a la fiesta infantil que empezó luego.
Y sola en el rincón más retirado
y queriendo pasar inadvertida,
vio al maestro y al alcalde en el estrado,
y escuchó al magistrado
recitar su oración bien aprendida.
Pero ¿qué es lo que escucha? ¿Se equivoca?
«Primer premio a Juan Gómez». No, no hay duda,
que una corona de laurel coloca
la autoridad al hijo de la viuda.
Y en tanto que la gente
rompe en aplausos y al muchacho aclama,
la madre del rapaz que tanto le ama
nota que el llanto ardiente
baña su rostro... Llora de ventura
la que tanto llorara de amargura.
V
Al salir de la fiesta: -Madre mía,
-le dice Juan con aire de misterio-
no vayamos a casa todavía.
-Pues, ¿dónde quieres ir?
-Al cementerio.
Todo el mundo al que es pobre le abandona;
ya que le hice sufrir a padre tanto
voy a dejar, mojada con mi llanto
en su olvidada tumba, esta corona.
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