Carlos Araújo Carretero
Carlos Araújo Carretero, (Sevilla, 1856 - Bilbao, 4 de octubre de 1925), poeta, pedagogo, periodista y pastor protestante español.
Nacido en Sevilla, se licenció en Ciencias y conoció el Evangelio a través de las primeras predicaciones del obispo Juan Bautista Cabrera; fue maestro de primera enseñanza en las Escuelas Evangélicas de Sevilla, Puerto de Santa María, Málaga y Santander. Desde 1880 fue Pastor de la Iglesia Evangélica Española en Zaragoza (donde fue ordenado en 1885) e ingresó en la Masonería, logia Constancia N°. 238 de Zaragoza con el nombre de Gustavo Adolfo; alcanzó los grados de Orador en 1914, Primer Vigilante en 1915 y Venerable Maestro en 1916. Desde 1918 predicó en Bilbao hasta el día de su muerte. Colaboró en una nueva traducción del Nuevo Testamento desde el original griego (1912-1916). Se casó y tuvo 13 hijos.
Publicó muchas poesías en revistas de España y América Latina y dejó tres libros de versos: La misión de Fray Martín 1885 (poema sobre Lutero); Versos para niños, 1909 (dedicado a las escuelas), y Poesías escogidas. Como pastor publicó Sermones Breves, 1899 (primer libro de esta índole publicado por un protestante español) y varios textos escolares sobre Ciencias (publicados por la casa Bastinos, de Barcelona), además de otros títulos como Historias bíblicas (1910), Lecturas selectas (1910) y Las siete palabras de Cristo en la cruz (1916), editados por la representación española de la Religious Tract Society. Como periodista dirigió Esfuerzo Cristiano, órgano español de la Convención Nacional de Esfuerzo Cristiano, organización juvenil fundada por el doctor Francis E. Clark, y colaboró en El liberal de Bilbao, dirigido por un antiguo alumno de los Colegios evangélicos, Indalecio Prieto.
Los valdenses, al sembrar la Palabra de Dios y regarla con su sangre, llevaron la fe y la esperanza a nobles y plebeyos. De unos pocos, conocemos sus nombres; muchos otros, permanecen en el anonimato; y de algunos, existe división de opiniones. Uno de estos últimos casos, nos lleva a la madre del Emperador Carlos I de España y V de Alemania, más conocida como "Doña Juana la Loca". Carlos Araujo Carretero, rimó así su historia espiritual.
DOÑA JUANA LA LOCA
En pobre y oscura celda
Junto a un corredor estrecho,
Con miradores al río
Que ella contempla en silencio,
Pasa su angustiosa vida
La que es señora de su reino.
Juana la Loca la llaman,
Mas nadie supo de cierto
La clase de su locura,
Que es para muchos misterio,
Cual demente procedía
Cuando acompañaba al féretro
Que de su augusto marido
Guardaba los fríos restos,
Esperando que un prodigio
Devuelva la vida al muerto,
Porque lo ha profetizado
Un fraile hipócrita o necio.
Demente, sí, pero a causa
De un amor profundo, intenso,
Que la subyuga y exalta,
Perturbando su cerebro;
Amor que no merecía
Quien fue de ese amor objeto
Y murió dejando un alma
Devorada por los celos.
Mas el trastorno que nace
De contrariados afectos,
De crueles desengaños
Y de injustos tratamientos,
no oscurece el buen sentido,
ni quita el juicio recto,
que la reina desgraciada
conserva en su cautiverio.
Víctima de las torpezas
Y criminales manejos
Que fraguan arteramente
Su padre sagaz y pérfido
Y los nobles que le apoyan
En sus planes y proyectos,
Vióse la augusta señora
Privada de sus derechos.
Sábese que es enemiga
De ese Tribunal sangriento,
En mal hora introducido
De sus padres por decreto;
Aborrece la violencia
Usada como elemento
Para convertir las almas
Que cambiaron de sendero;
Y por sus nobles ideas
Pierde el maternal afecto,
Porque su madre, ante todo,
Apoya el brutal imperio
De la Inquisición, que oprime,
La conciencia de los pueblos.
Quieren privarla del trono,
Aunque empleando los medios
Que reprueban de consuno
La razón y el Evangelio,
Para evitar que la dama,
Una vez dueña del reino,
Deshaga lo que sus padres
Con tan mal juicio hicieron.
Y a la Inquisición despoje
De sus ilícitos fueros;
Porque Isabel la Católica
Quiere con tenaz empeño
Que la Inquisición domine
Sobre el oprimido pueblo,
Para que todas las almas
Lleven, por gusto o por miedo,
El yugo que impone Roma
Sobre grandes y pequeños.
Allí sufre la señora,
Bajo duro cautiverio,
Los calores del estío,
Los rigores del invierno,
Privada de todo auxilio,
Falta de todo consuelo,
A no ser el que recibe
Del Padre que está en los cielos
Y de su Santa Palabra,
Que infunde gozo y aliento.
Con esa fe salvadora
De firme arraigo en su pecho,
No acepta las ceremonias
Ni ritos que son impuestos;
No quiere asistir a misa,
Pensando con buen criterio
Que implica graves errores
El sacrificio incruento.
La confesión le repugna,
y tiene razón en ello,
porque el perdón, Dios tan solo
es quien puede concederlo.
Mas ¡ay! Que sus convicciones
Le acarrean sufrimientos;
Tiene espías y verdugos
Que, sin respetar su sexo,
Su edad ni su jerarquía,
¡La someten al tormento!
Y no lo ignora su hijo,
El gran rey Carlos Primero,
Que recibe las noticias
Del guardián de aquel encierro;
Sabe que el Conde de Lerma
Hace, cual otros, esfuerzos
Por conseguir que la Reina
Se muestre obediente al clero
Mas no logran conseguirlo
Por ningún procedimiento.
Así, la noble señora
Alcanza el honor excelso
De ser una de las mártires
Que por su fe padecieron;
Su prisión y su martirio
Duran prolongado tiempo;
Sus sesenta y cuatro años,
Sus dolores de alma y cuerpo,
No imponen a los esbirros
Ni compasión ni respeto;
Mas murió como cristiana,
Dice un testigo de crédito,
Que presenció de su muerte
El conmovedor suceso.
“Salvador crucificado,
Ayúdame”, tales fueron
Las palabras pronunciadas
En sus últimos momentos
Por la Reina cuya muerte
Para Cristo es un trofeo,
Mas es Roma para siempre
una nota de descrédito.
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