Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

martes, 16 de abril de 2013

1595.- AGUSTÍN DE TEJADA PÁEZ





Agustín de Tejada Páez (1567-1635) fue Doctor en Teología, y es la síntesis perfecta de la Escuela Antequerano-Granadina. En primer lugar porque era un antequerano de nacimiento que ejerció su ministerio (sacerdotal) en Granada.
En segundo lugar porque ocupa su pluma en asuntos referidos tanto a una y como a otra ciudad.
Y, en fin, porque lo que nos ha llegado de su obra lírica (que no es mucho) muestra la vertiente exuberante del grupo (la clasicista se la podemos adjudicar a Luis Martín de la Plaza).
Poeta brillante y arriesgado, su registro es inconfundible; los despliegues y cierres de sus largos períodos métricos son un desafío y un deleite para cualquier amante de la poesía.

Agustín de Tejada, natural de Antequera (Andalucía), Doctor en Teología y Racionero en el Sacro Colegio de la Santa Iglesia (Catedral) de Granada, era celebrado en su tiempo por sus estudios sagrados y profanos. Se sabe que editó una obra de exiguo volumen, que aun no hemos visto, a saber:
Historia de Antequera. Sus cualidades en el arte de la poesía, en el que destacó, aparece muy especialmente en un volumen al que su compilador llamó Flores de Poetas Ilustres. Murió el día 5 de septiembre de 1635, a la edad de 67 años”.


Agustín de Tejada Páez, Obras poéticas, ed. de José Lara Garrido y  María Dolores Martos, Fundación José Manuel Lara, Sevilla 2011.









Agustín de Tejada Páez

Poesías completas
Edición de Jesús M. Morata 
Grupo de Estudios Literarios del Siglo de Oro (G.E.L.S.O.)







[POEMA DE LA PEÑA DE LOS ENAMORADOS]

[INVOCACIÓN A APOLO]

Y pues alcanzas hoy la grave cumbre 
a quien aspiran pensamientos varios, 
muestra los rayos de tu viva lumbre 
en medio de temores tan contrarios,
por que, excediendo a la mortal costumbre,
venza los hados duros y adversarios, 
dando a tantos amantes tanta fama 
cuanta fue rara su amorosa llama.
Y si de amor de Dafne preso fuiste, 
y con paso veloz no la alcanzaste
cuando a tus ojos convertir la viste 
en árbol que a tus triunfos dedicaste; 
y si así aquellos ramos prometiste
con que tu grande amor manifestaste,
rodea con sus hojas estas sienes,
pues canto historia con que tú despenes.
Deja ya de hollar la Cintia Cirra 
y este bicornio y célebre Parnaso;
deja la algalia, encienso, concha y mirra,
despojos de las aguas del Pegaso;
deja a Pandonio, Delfos, Delo, Esmirra, 
y escucha el amoroso y triste caso, 
por que mi pluma, ya tornada trompa, 
tal confusión con claro aliento rompa.





CANTO PRIMERO

En la ciudad, honor de nuestra Iberia,
con gran magnificencia edificada
por la hija de Hispán, dicha Iliberia, 
en todo el mundo ínclita y nombrada, 
donde el rey agareno dio materia
a que triunfase la valiente espada
del católico rey, y adonde Dauro 
promete a tantas sienes verde lauro,
resplandeció en un tiempo un caballero
de nación mora y de virtud loable,
en guerras invencible, bravo y fiero,
y en la paz discretísimo y afable.
En hermosura siempre fue el primero, 
y con todos modesto y conversable, 
y, al fin, en él cifró Naturaleza
valor excelso y sin igual belleza.
En este propio tiempo, en Archidona
resplandeció la rara hermosura 
de la más bella mora que pregona 
discreta pluma o sin igual pintura;
llamábase la bella, Tagazona,
donde cifró la pródiga Natura,
en toda junta y en cualquiera parte,
cuanta gracia entre todas hoy reparte.
Si alguna vez al campo se salía,
abrasaba en amor las propias flores,
dándoles lustre más su bizarría
que ellas esparcen por el mayo olores; 
al cielo en vivas llamas encendía 
y aun al agua abrasaba en sus amores,
alegrando la tierra, cielo y viento,
que a tanta hermosura estaba atento.
Las aves en su vuelo se suspenden
al resplandor de aquellos ojos graves.
Los ríos, de su amor, no se defienden,
ni los aires delgados y süaves.
Los faunos y los sátiros se encienden.
Árbores, plantas, ríos, aires y aves,
en viéndola, perdían su sosiego, 
y aun en su Esfera se quemaba el Fuego.
El sol, de envidia de la negra sombra,
con sus rayos la dora, tapa y cubre, 
y su beldad la blanca luna asombra, 
que, de corrida, el bello rostro encubre.
Cualquier tristeza, por do pasa, escombra
cuando la nieve y púrpura descubre,
aficionando cosas insensibles
y enamorando más a las sensibles.
Colgaban del cabello mil despojos, 
enlazando en sus lazos muchas almas,
atrayendo los pechos y los ojos
de los que le rendían lauro y palmas.
¡Qué de penas, tormentos, qué de enojos 
causaba, alborotando mansas calmas 
de libres pensamientos que rendía,
con que su fama más se engrandecía!
A Hamet Alhasad llegó la fama
(que éste era el nombre del famoso moro);
ya ceba entre sus venas cruda llama 
en solo oír su celestial decoro;
ya con ansia amorosa a voces llama
a Tagazona, honor del sacro coro, 
herido, en solo oír, de aquella flecha 
contra quien duro acero no aprovecha.
A Venus, gloria del Tercero Cielo,
que también Tagazona ya se abrasa, 
ya tiene de su amante algún recelo,
oyendo que en valor a todos pasa.
¿Qué traza, industria, fábrica y modelo
se oyó cual el amor aquí compasa?:
que muere ella por él, como él por ella,
atizando la Fama la centella.
Ya de Hamet el pecho se inquïeta;
no tiene algún sosiego, de inquïeto;
y también Tagazona está inquïeta
y alborotado el pecho, antes quïeto;
muy poco le aprovecha ser discreta
y a él de poco le sirve ser discreto,
porque, aunque de encubrir sus penas tratan,
sus intentos al fin se desbaratan.
Cuando pasea en enlutado coche
del transparente cielo el ancho espacio 
la obscura, la lasciva y triste Noche,
no hallan a su mal algún solacio,
y cuando el manto lleno de áureo broche
de la Aurora gentil borda de espacio
las rojas nubes del purpúreo Oriente,
de sus pechos no mengua el fuego ardiente.
Volvía el rostro Hamet al horizonte 
que mira al suelo donde está Archidona,
adorando la falda de aquel monte
por ver que estaba allí su Tagazona.
Desea venga un viento que trasmonte 
allá desde Granada a su persona,
porque, aunque halla el triste cuerpo absente,
la tiene siempre en su ánimo presente.
Alza los ojos bellos y arcos de oro 
ella, desde Archidona, serenando
todo el elemental rico tesoro,
y con más luz los cielos esmaltando.
Mira a Granada, donde está el mejoro
que está en su pensamiento mejorando, 
enviándole suspiros por los ojos,
absentes de quien causa sus enojos.
Suspira él en Granada, ella suspira, 
quéjase él del amor, quéjase ella;
él de ver tanta pena en sí se admira,
ella se espanta más de tal querella;
siempre a Archidona el triste amante mira, 
y ella a Granada, donde está su estrella, 
y los suspiros tristes que enviaban
en medio del camino se encontraban.

Al fin Hamete de Granada parte
por ir a ver la que en su alma mora 
abrasando en su pecho cualquier parte,
donde repite el nombre de la mora.
Llega a una clara fuente que reparte
el agua con que aquel distrito honora, 
manando golpe de ella de una peña 
que por entre otras peñas se despeña.
Hacíase allí junto cierta alberca
de un caño de agua transparente y pura, 
sembrada alrededor toda la cerca 
de flores con diversa hermosura. 
La verde yerba aquella orilla cerca
con esmalte y labor de gran frescura;
las toscas peñas llenas van de yedra
que entre ellas nace, se enmaraña y medra.
De árboles hojas nunca el agua afean, 
que estaban del alberca desvïados
sin que sus sombras en el agua vean,
aunque altísimos eran y encumbrados. 
Varias yerbas sus troncos hermosean, 
que son despojos con que están ornados: 
cualquier solapa, hundimiento y sótano
se enreda con parriza, yedra, abrótano.
Pirámide gentil, muy largo y liso, 
está aquel árbol lóbrego y funesto 
que el nombre conservó de Cipariso, 
y el abete oreadísimo y dispuesto,
y la querida del pastor de Anfriso,
que es árbol honorífico y enhiesto 
que honra las sienes sabias y discretas 
de heroicos capitanes y poetas;
el plátano sombroso, alto y silvestre,
y el álamo en las nubes elevado;
el lento sauz selvático y campestre, 
con el pino oloroso y acopado;
también el loto acuático y maestre 
en ser crüel a Ulises maltratado,
y otros que hienden con su cumbre el viento,
arraigando en la tierra su cimiento.
No toca allí del sol ardiente rayo 
porque las verdes ramas se lo impiden, 
aunque, para más bien del fresco ensayo,
tal vez, para que él entre, se comiden.
Allí la gentil Flora alegre mayo 
muestra con bellas flores, que dividen 
la trabazón de varios juncos tiernos, 
en su verdura prósperos y eternos.
Viendo el lugar Hamet fresco y ameno,
la yegua en que venía a un árbol ata 
para gozar del aire que, sereno,
por todo aquel espacio se dilata. 
Llega al estanque de deleite lleno,
do el agua dulce, de color de plata,
jugaba con guijuelas varïadas,
blancas, azules, verdes y encarnadas.
Por ser tal aquel bosque, pronto y ato
para seguir la perseguida caza,
usaba Tagazona aqueste trato,
armando redes con industria y traza: 
en liga prende al pajarillo grato 
y perdices domésticas enlaza,
armando entre las yerbas de aquel suelo
reclamo, percha, red, puerto y orzuelo.
Tal vez con los sabuesos desenvueltos, 
colgando al lado la robusta aljaba, 
los jabalíes ásperos y sueltos
por los riscos y peñas acosaba; 
a los pardos feroces y revueltos
en espesuras ásperas mataba,
y los conejos tímidos ofende,
y las monteses cabras también prende.
No le aprovecha al ciervo presta planta,
ni que en trabadas espesuras corra
con tal soltura y ligereza tanta
que apenas con el pie la arena borra, 
porque más su saeta se adelanta,
y, antes que en partes cóncavas se acorra,
le alcanza el golpe fiero en alta loma,
que lo ensangrienta, hiere y lo desloma.
El venado, que el débil cuello alarga, 
la frente alzando llena de garranchos, 
cuya armazón trabándose se embarga
entre ramas de árboles y ganchos,
lo enclava con saeta triste, amarga,
bañando en sangre los espacios anchos: 
muriendo todos estos muy ufanos 
por venir a morir a tales manos.
Acaso Tagazona había salido
a cazar, cual solía, en la floresta, 
y de cansancio, por haber corrido, 
venía al estanque por pasar la siesta.
Belisa, que con ella había venido,
y Florisia y Belania, la dispuesta, 
iban siguiendo un ciervo en su carrera, 
y así venía sola con Alvera.
Traía vestida púrpura focaica, 
perfilada con la otra, tinta en Tiro,
bordada toda la labor mosaica
con más de una esmeralda y un zafiro;
un borceguí de fábrica hebraica, 
de la propia color que es el porfiro; 
la aljaba cuelga al hombro por arreo,
asida, por hebilla, a un camafeo.

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http://www.antequerano-granadinos.com/

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