Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

lunes, 22 de abril de 2013

1641.- PEDRO JOSÉ FRANCO PADILLA




Pedro José Franco Padilla nace en Sevilla el 18 de junio de 1980.
Poeta y escritor, ha publicado una Antología poética y escribe relatos cortos.






Calma

SOBREVIVIR es ver perecer.

Ver pasar esos ojos
arrastrados por la corriente.

Como estrellas fugaces,
como lágrimas guillotinadas.

Esos ojos,  desorbitados,
reflectantes,
esos ojos que imploraban
aún en el conocimiento de la imposibilidad.

Aferrarse al vacío,
oprimir los párpados
y asistir esa noche
al velatorio de un héroe.

Sobrevivir
es la culpabilidad
de seguir en vida.

Despertar cada mañana,
viéndolos alejarse
como un ejército de ausencias,
silenciosos,
sin reproches.

Sobrevivir
es encomendarse
ciegamente
al tiempo.







EL DAGUERROTIPO DE LAS HERMANAS GUTIÉRREZ VIDAL

                   In memoriam Ana Agüera Guerrero


Siempre habían vivido las hermanas Vidal, como toda su estirpe, en la calle principal de aquel vetusto municipio. Siempre tres casas más allá del antiguo mercado de abastos, en el llamado caserón de las Vidal. No tenía pérdida. Fachosa y pomposa casona destacada sobre todas las demás, vivienda que antes que a ellas había pertenecido a su difunta madre: una de esas señoras presentables a cualquier hora del día, cúspide visible de un régimen matriarcal que, desde el fondo de las casas, ostentó la administración de su familia y la del pueblo, y de la que, por mucho que se bracee en la extensa tradición oral de su plaza, todo un compendio de dimes y diretes, es imposible extraer –aún con indirectas alusiones- cualquier atisbo de cuchicheo que se aproxime ni por asomo a ella, sus antepasados o su prole. La relación de las Vidal con el caserón parece perderse más allá de lo abarcable por la memoria colectiva del lugar. Ahora bien, permanece activo en el recuerdo la vivienda como hogar de la abuela de éstas, toda una señorona de la que aún subsisten reductos imborrables en el ambiente municipal, aún cuando es sujeto de multitud de refranes de índole local, todos referidos al buen estar y el bien saber, y de la que pese a que su espíritu se halla en la argamasa de entre los frágiles adobes, se rememora como una efigie difusa, siempre relacionada con la imagen de la matriarca en activo de su familia, puesto que, tras su longevo matrimonio, nunca se oyó materialmente su voz fuera de su honroso hogar, ello pese a que dirigiera los hilos de cuantos alcaldes, bandos y órdenes se sucedieron a lo largo de su interminable matriarcado. De las anteriores féminas de tan ilustre linaje se tiene una percepción latente, como la que se tiene de cuantos edificios se mantienen en pie anteriores a la guerra: una general convicción de que están ahí desde siempre, fijos e inamovibles, testigos mudos de cuanto acontece entre los dos carteles de bienvenida que a cada lado del pueblo, años tras años, se mantienen. Radicalmente diferente a la apreciación que se tiene de las mujeres en el pueblo, los varones parece que nunca han existido, como si las inmensas proles que correteaban por la calle del mercado, se engendraran en lo más profundo de la célebre vivienda familiar, unilateralmente por parte de la hembra o bien por la propia casa. En ese tiempo de recogimiento y de paces con Dios, las señoras no profanaban el pavimento de la calle, engendraban, parían y criaban en la laberíntica penumbra de la morada, con lo que sólo se sabía que un nuevo vástago formaba parte del álbum de retratos familiar, cuando un chiquillo desconocido pedía una pieza de tocino blanco o añejo, unos garbanzos o un poco de gallina para el puchero, en cualquier puesto del mercado para que se lo fiaran a la más palmaria de entre las familias que allí se aviaban. Quizá al desconocimiento del cómputo de los hijos, potenciaba la vida penumbrosa que el marido de la matriarca correspondiente acarreaba, foráneos de la segunda vida que llevaba la inmensa mayoría de los hombres de la comarca y en la que soltaban la lengua todo lo que no podían entre las paredes de sus casas: honrado padre de familia hasta la hora en que regresaba de exprimir los yermos campos, hora en la que como buen parroquiano de la vieja taberna de suelo de albero, colillas y gargajos, engullía cuantos cuartillos de vino le permitían las monedas que le escondía a su señora, como medio analgésico de las miserias que cada noche retornaban a una cama fría, en exceso tranquila, o en el mejor de los casos como precalentamiento a los avatares que rara vez por semana le anudaban a una cama y a un hogar cada vez más ajenos. No, los distintos varones de la Gran Familia –como algunos los conocían- regresaban puntualmente del pertinente oficio a las acogedoras tinieblas del hogar, sólo antes de salir a la jornada, se permitían en el desayuno un culito de aguardiente o en ocasiones de las fiestas, que como en todos los pueblos el calendario religioso-familiar fija, abandonaban el núcleo familiar para saludar a los viejos amigos de soltería, besar los rosáceos labios del vino de la provincia o tirar de la palanca de una tragaperras con la convicción de quien tira de la cisterna de un retrete, quién sabe, si con la quebrada ilusión de desaparecer para siempre. A pesar del olvido colectivo al que han sido castigados cuantos miembros masculinos han constado en el plantel familiar, si se revisan los polvorientos libros municipales y demás documentos públicos, además de la memoria eclesiástica, se observan que constan entre sus líneas alcaldes, jueces, párrocos, tenderos, latifundistas y demás motores municipales con la misma sangre por las venas que las notorias damas. De todo este simposio de hombres subsumidos por el olvido, con huellas materiales presentes, y mujeres que apenas abandonaron el fondo de una casa, de las que se conserva, en la memoria colectiva del pueblo, cada uno de sus andares, son legítimas herederas las hermanas Gutiérrez Vidal. Tres eran las hermanas Gutiérrez Vidal. Tres figuras femeninas, cosidas por el brazo, como aparecían en aquel daguerrotipo de tan sólo unos meses después de la liberación del luto que, tan estrictamente, se guardó por la defunción del marido de Úrsula, la pequeña. Aún hoy se recuerda aquel enlace de la última generación de las Vidal que ofició el propio obispo. Un convite que se prolongó durante cuatro días, como bien era merecido ante el relevo matriarcal en la estirpe, puesto que, antiquísimas leyes no escritas de la familia y por extensión del pueblo, dejaban bien claro el modus operandi del relevo en el seno familiar. Generación tras generación, como efectivo medio de postergación del régimen en el tiempo, la sucesora del báculo matriarcal resultaba de aquella hija que antes consiguiera alumbrar. Carecía de importancia el sexo del recién nacido, ya que no resultaba excesivamente difícil amoldar el carácter congénito de un chiquillo a la educación e idiosincrasia de tan tradicional alcurnia. La elección de éste, con el consiguiente consentimiento de la ascendencia, de entre las muchachas del pueblo, a la siguiente matriarca, era tan sólo uno de tantos resultados de tan ardua preparación. Aún así, no todo era coser y cantar, o mejor dicho, educar y recolectar. El Señor deviene, a veces, antojadizo y ni la más dura penitencia en Semana Santa ni la donación más suntuosa logran persuadirlo de la obstinación que pueden llegar a sufrir sus más fieles devotos. ¿Cuántas veces en los corrillos más deslenguados no ha sobrevolado, como moscones que acuden a la cola del caballo, el tan impronunciable y lorquiano calificativo? Menos mal que el tiempo, que casi todo lo remedia, y las oraciones a San Fausto Labrador, para que interceda ante el Altísimo, han permitido la visión acallando los insidiosos rumores de la madre con el retoño en brazos, haciendo sus avíos, casualmente, a la hora de más concurrencia en el mercado. La Gran Familia no iba a escapar, tan fácilmente, a los caprichos de la matriarca naturaleza. Las dos hijas mayores –Lorenza y Dolores- no casaban. Parece ser que era preferible la liviandad de unos bolsillos vacíos que la rigidez de tan acaudalada e influyente familia. Por más que las dos muchachas hacían malabares y filigranas con el abanico en las procesiones a San Sebastián, rotando, como satélites desbocados, a su ermita, los resultados eran infructíferos. La familia comenzaba a considerarlas como un par de solteronas y a perder la esperanza de un futuro casamiento, mientras que ellas, conscientes de que el remediador tiempo desesperaba y las potestades se alejaban, se insinuaban a cualquier ser que se mantuviese a dos piernas y fuese capaz de encintarlas. Pronto iba a tener ganadora tan descabellada competición. Úrsula, la hermana pequeña, la menos favorecida, encontró quien la pretendiera. Sorprendió el hecho gratamente a la familia, incluso a las dos hermanas, huérfanas del inquisitivo torneo, que ahora se dedicarían a descansar y a purgar sus arriesgadas estrategias, quién sabe si dando con sus huesos en el Convento de Santa Ángela. Ahora bien, si sorprendió no fue tanto por la novia, ya que descendiente de quien era, si los tiempos fueran los de antes, habríamos sido testigos de duelos de sangre antes de hallar al futuro cónyuge, sino por la precipitada forma en que se produjo la promesa de matrimonio. Denostada en favor de las hermanas casaderas, recibió el encargo de ayudar a las sirvientas en el día a día, y aunque no fue instruida en las artes que una mujer debe lucir para llamar la atención de los machos, la turgencia de sus caderas provocó a más de un avispado mozo, curiosidad por las llanuras que los mojados vestidos insinuaban. Así, de pronto, el Octavio, el de tiramulos, uno de los más reconocidos puteros de la comarca, nunca se supo si por el ansia del cogollo que acarreaba día tras día las infinitas pirámides de trapos a lavar o en busca de una aparente jubilación anticipada, se presentó, acicalado hasta el tuétano con su traje menos remendado, el de los domingos, en la vieja casa de los padres de la niña para hacer petición formal de matrimonio. Al principio, entre la sorpresa y la afrenta familiar por la diferencia de clases, un rotundo no se asomó débil a los labios de la madre, pero, vista la situación, no estaba la partida como para ir de farol. Seis meses después un retrato de Úrsula Gutiérrez Vidal y el Octavio, el de tiramulos, hacía apertura de su gobierno desde la chimenea, a la vez que las campanas de la ermita de San Sebastián tañían como pocas veces se recuerda, no se sabe si de felicidad o realmente de alivio. A la sazón llegaron las prisas. La pequeña Úrsula no era más que una niña, virgen del conocimiento de cuantos turbios entresijos rodean a un matrimonio, que tomó la déspota obligación de casar, con quien se asomaba algunas mañanas a verla limpiar, como un deber rutinario más, sobre todo cuando la madre le explicó que con ello hacía un incuantificable bien familiar. Según las cuentas de la madre, tras revisar sobre la respectiva escarlata anunciación de cada una de las hermanas en el diario, no restaba mucho para que un débil hilillo rojo de sangre marcara la fina línea que separa a una niña de una mujer. Así fue, poco antes de los dos meses anteriores a las nupcias, la pequeña Úrsula despertó sobresaltada, un dolor periódico y primitivo hacía mella en su vientre. Gritó y gritó al comprobar que las níveas gasas de anoche se habían teñido de una sangre seca. Sólo se tranquilizó una vez que se agolpó a la cintura de la madre, y ésta, como si recitara el credo, le transmitió el saber que toda madre insufla a su hija. Era entonces hora de introducirla en las finas artes que toda mujer debía tener y temer. En lo referente a la llevanza de la casa no había ningún problema, una pudiente familia coma la suya podría soportar el peso de cuantas criadas hicieran falta, es más, la propia Úrsula seria una digna heredera de la administración de éstas y otras labores, por cuanto ella misma ha desempeñado, con oficio, esos arduos trabajos, además, de cara a la galería, nunca estaría de más que la propia administradora fuera capaz de empuñar un deshilachado trapo. Las viejas comadres le dan mucha importancia a esos detalles, así que no estaría mal que, sólo ocasionalmente, hiciera uso de ellos, musitaba la madre. Más problemas plantearon los compromisos carnales. Pretendiendo no confundir más a la recién mujer, recibió ésta unas rudimentarias notas básicas que se dirigían, al menos, a bien satisfacer en la medida de lo posible al futuro marido. Dejaban lo restante a la improvisación de la afortunada adolescente. Ya aprenderá con el tiempo, no vamos a dejar al pez escapar tan cerca del anzuelo, finalizó de hilvanar ésta respecto de su hija. Tras el banquete, al que acudieron parientes de las más insospechadas ramas que pudiera tener un árbol familiar, los recién casados pudieron, por fin, disfrutar de la simulada soledad de la intimidad conyugal. En toda esa noche no dejaron escapar palabra alguna. Él rumiaba en su fuero interno los pros y los contras de la situación en la que había desembocado su deseo de ser alguien, aún a costa de borrar de su rutina los sucios burdeles, las parrandas interminables, los amaneceres tras la sobremesa. Ella, al contrario, se concentraba al máximo para satisfacer al mastodonte de vello y carne que se había convertido en su marido, sabedora, por cuenta de su madre, de que lo que se agarra en la cama no escapa en la calle. Se miraron directamente a los ojos. Él achacaba el silencio de ella a que la situación la superaba, a que aún era una niña para mantener con sus caderas no ya el peso de un barreño, sino el de toda una institución municipal como era su familia. En cambio, ella atribuía el silencio de él al escaso valor que le daría al amasijo de pellejo y huesos que era su cuerpo de recién mujer, seguramente habituado a otros más esbeltos, más prietos, más curvos, reconociendo la precedente fama de putañero con la que una mañana puso las polvorosas suelas de sus zapatos en el impoluto felpudo de bienvenida del rellano de su casa. En silencio y desnudos penetraron lentamente en las trincheras que las sábanas y edredones habían formado. Ella sólo abrió los labios para ahogar un grito que repentinamente quiso brotar cuando sus carnes se separaron y creyó quebrarse longitudinalmente, recordó entonces las matanzas de animales en el corralito de su casa, los sangrantes cerdos partidos por su bisectriz y colgados de patas arriba. Se mantuvo, se concentró consciente de la importancia del momento. Cuando despertó los rayos de sol hormigueaban sobre su rostro, estaba sola en la cama, desnuda y, de nuevo, con una mancha de sangre seca en las otrora albas sábanas de anoche. La mañana siguiente, desayunada y aderezada, Úrsula parecía envejecer lustros, ni por asomo daba la impresión de ser la servicial muchachita que la noche anterior había sacrificado su virginidad y su adolescencia. Había sido una sierva en el dormitorio, una mera esclava de su marido. Sin embargo, el día era de su propiedad. El Octavio estorbaba por doquier y ahora era él quien observaba a rajatabla lo que ella ordenaba. No sabía, pobre de él, donde meterse ni donde se había metido. Con este círculo vicioso de servidumbres y poderes que regía el ciclo del sol, pasaron muy lentamente los meses, dando la cierta imagen de estabilidad a la familia que la búsqueda de maridos había despojado, hasta que se interrumpió con la exigencia por parte de los ascendientes de que comenzaran a engendrar hijos. Había transcurrido ese margen prudencial que éstos se habían impuesto como lógico tras los avatares de antes y durante la boda, y pretendían hacer acopio de tan duras siembras. El tiempo siguió envejeciendo y la prole no llegaba, incluso las penitentes hermanas, purgadas sus antiguas andanzas, tan cerca volvieron a ver el báculo de matriarca que reanudaron las rondas a la ermita de San Sebastián, con sus correspondientes plegarias y abanicos. Ni por un lado pescaban las hermanas en el mar revuelto de los hombres ni el vientre de Úrsula parecía albergar expectativa alguna de embarazo. Las aguas andaban agitadas en el seno familiar cuando de forma súbita falleció el marido de Úrsula. Días antes de la tragedia, aquellos a los que se arrimaba el de tiramulos recibían el putrefacto tufo de la muerte, insoportable olor que achacaban a las secreciones corporales que lo avasallaban, como causa natural por saberse en tantos corrillos en los que se ponía en duda su virilidad. A pesar de ello, no lo diferenciaban de otros rancios hedores porque el que desprende un cuerpo en las vísperas de su muerte a veces se confunde con otros, como un mecanismo de defensa del propio moribundo, como una manera de asegurar una muerte en paz. Por más que se indagó nunca se supo la causa del fallecimiento. Era cierto que él era el amo y señor de cuanto ocurría en el dormitorio matrimonial. Sin embargo, un profundo y progresivo ahogo lo iba invadiendo desde la noche de bodas. Habituado él al cuerpo a cuerpo con mujeres de todas las formas, colores y olores, cada una con su correspondiente mordedura dentro del ring con cabecero que era la cama, Úrsula, su esposa, se empeñaba en realizar la consumación conyugal con tanta perfección que había convertido el lecho conyugal en un despacho, en un tribunal, en un maldito habitáculo sembrado de formalismos y formalidades. Su mujer fornicaba de manera standard, de un modo desprovisto de cualquier personalidad, con ese lenguaje que tantas veces había oído en la radio o la televisión, y para él, que chapurreaba en casi todos los dialectos, cada resaca posterior a un orgasmo se convertía en una punzante pena en su interior. Mas, aún peor era la consecuencia que la causa. Esa pena infinita y parásita generaba lágrimas, miles de lágrimas que el oxidado lacrimal de sus ojos de macho era incapaz de emanar. Aún así, puntual con su cita con la muerte, cada noche visitaba el nido de entre las piernas de su mujer con la triste esperanza de que esos coitos automatizados pudieran llevar la vida al vientre de Úrsula, y posiblemente, el sosiego a su alma, desconociendo que la salinidad de sus lágrimas contenidas había desecado su esperma, y que ahora, por más que lo intentara, sólo eyaculaba un fino llanto. Consciente de la imposibilidad que entrañaba catar el cuerpo de otra mujer como medio de desquite, se había entregado con estoicismo al fatal desenlace. Murió de súbito en una madrugada, sin descendencia, con los pulmones encharcados por un mar salado de lágrimas. La ausencia del difunto dejó a la vista un vació en la familia que nunca llegó a rellenar en vida. De cualquier modo, la primera medida que se tomó, una vez soportado el prudente periodo de luto, fue la de descolgar de la vieja chimenea el retrato de boda, como si con su postergación se lograra la recuperación del status perdido, de volver a convertirse en tabú en los círculos de habladurías. Con esta tímida solución, por vez primera en mucho tiempo, el eterno salón, dónde la chimenea hacía las veces de tótem, mostraba un hueco entre tanto cachivache, recuerdo y manualidad que como un mosaico que diera fe del tiempo, poblaba los recovecos de la familiar estancia. Otra medida drástica fue la de abrir la veda para el matrimonio de Dolores y Lorenza, y si fuese estrictamente necesario, en caso de que éstas volvieran a las andadas, permitir que, a escondidas, en el salón de casa y con cualquier excusa, Úrsula, la pequeña, recibiera a los posibles pretendientes. Puede que sea una veta a explotar, sobre todo con el inexplicable aluvión de miradas masculinas que se posan en una mujer por el mero hecho de que otro hombre antes se fijara en ella. Las emigraciones y una nueva guerra habían disminuido el activo masculino, por lo que se antojaba más difícil que hacía unos años el hallazgo de un varón presto a poner sobre el tapete su sementera como curriculum de ingreso a tan noble familia, así que al contrario de lo esperado, las Vidal ampliaron su participación pasiva en las tertulias que en cada rincón del pueblo se formaban. Las hablillas se emponzoñaron hasta el punto de comenzarse a insinuar la existencia de una maldición que desde antaño pesaba sobre las cabezas de las desgraciadas hijas. A la espera de otro remedio mejor, la solución fue tajante: recluyeron a Dolores, a Lorenza y a Úrsula. No saldrían de la vivienda familiar a no ser que lo hicieran agarradas del brazo de su marido. En los primeros tiempos, ninguna de las hermanas tomó el confinamiento como la medida correcta que se creía. Dolores añoraba de forma febril el lavado rápido de almas de los bancos de la ermita de San Sebastián, aquella perenne sensación de tener las cuentas claras con su Dios. No hubo más remedio que construirle en casa una pequeña capilla al patrón del pueblo, que, de paso, ayudara a mantener las relaciones con la parroquia, últimamente con la mosca detrás de la oreja por tantos rumores de maldiciones y de caza-maridos. Estaba claro, se oyó más de una vez en el despacho del párroco, que aquella generación de las Vidal no sabía mantener las apariencias tan lustradas como sus antecesoras. Lorenza, por su parte, se sentía despojada de parte de su cuerpo. Lloraba y lloraba sepultada entre almohadones, rememorando aquellos paseos de antes y después de los rezos, los infinitos deseos de emigrar que paulatinamente iban pudriéndose. Y Úrsula, la eterna pequeña, la niña atrapada en un cuerpo de mujer, la salvadora y ahora rea de las mismas paredes que creyó soportar con sus caderas. Úrsula, la que guardaba en su interior el tono de grises que iban devorando cada rincón de aquel decrépito caserón y la que repartía sonrisas a discreción, como si aquella clausura fuera semejante a las que sufría cuando llovía sin parar y subía a su habitación a platicar, en tardes infinitas y oscuras, con sus muñecas. Úrsula aceptó la medida como un salvoconducto que le permitiera retornar a sus quehaceres de cuando era la olvidada de las hermanas, cuando podía respirar el aire transparente del arroyo mientras secaba las blancas prendas que las hermanas lucían en las procesiones a San Sebastián. ¡Qué tiempos aquellos! Ahora comprendía aquello que el abuelo, olvidado en un rincón penumbroso sobre su mecedora que nunca dejaba de columpiar, musitaba entre dientes en aquellos escasos golpes de lucidez, eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor, y que a ella siempre le recordó la letra de una polvorienta copla, que el viejo, veterano de una de tantas guerras, solía oír cuando quería evadirse, antes de que los achaques seniles le ahorraran las largas vigilias frente al platillo de vinilo. La única prerrogativa que tuvieron durante aquellos años, como si formaran parte del escaparate de un almacén en liquidación que ponía a precio de costo sus últimas mercancías, fue la de asomarse a los grandes ventanales de la casa para ver como el esférico mundo continuaba rotando sobre su eje, mientras que entremuros todo continuaba inmutable, como si el puntual tiempo se olvidara de pasar por el interior de aquel maldito caserón. Desde los inmensos ventanales fueron testigo de infinidad de acontecimientos, muchos de los cuales nunca llegaron a entender y otros ni siquiera a ocurrir. Vieron, de nuevo, los fusiles cargados de otra guerra que comenzaba, pero esta vez desconocían los bandos y el ocaso de ésta, sólo se extrañaron una cenicienta mañana de que los ruidos atronadores sonaban tan distantes y distraídos que parecían querer despedirse. Vieron como las edificaciones que sitiaban la mansión fueron creciendo hasta convertirse en ajenas, para un amanecer de posguerra mostrar el paisaje desolador de un amasijo de ruinas. Vieron como el clima de la calle mutaba tan velozmente que, por primera vez, creyeron sentirse viejas, aún cuando sus cuerpos permanecían inalterados; fue en la época en la que sus ascendientes dejaron de despertarse al alba, se dormían a cualquier hora y nunca jamás volvían a levantar los párpados. Fue una época dura. A causa de la prohibición expresa, no podían salir a la calle a dar noticia de los fallecimientos, además habían observado que las gentes pasaban frente a la fachada de la casa sin mirarla, sin quererla ver. Aún estaba fresco en sus corazones el daño de rumores infundados, con lo que, una vez acostumbradas, preferían mantener inalterables las distancias. Por lo tanto, no hubo más remedio que acostumbrarse a vivir entre cadáveres. Nunca los tocaban, por si podían ser foco de alguna enfermedad, pero llegaron a acostumbrarse tanto a la presencia de los ausentes que parecía que la casa nunca llegó a quedarse vacía. A modo de distracción y ya sin ninguna finalidad de matrimonio, puesto que se percataban de la difícil situación en la que se encontraban, siguieron mirando a través de los ventanales, a pesar de que una densa nieve gris, muy lentamente, fue ganando, palmo a palmo, cada milímetro del vidrio. Sin atreverse a salir al exterior para limpiar los ahora ciegos ventanales, cada tarde, tras las pertinentes labores, las tres hermanas Gutiérrez Vidal se colocaban frente a ellos, juntas, como en aquel daguerrotipo de hacía tanto tiempo, sin departir ni una sola palabra, intentando distinguir algunas de las sombrías figuras que tras los cristales se vislumbraban. Allí parecía como si la tarde fuese eterna. Esa fue su rutina, hasta que las inundó una oscuridad plena y remota, en la mañana que una mano, desconocedora del pasado con el que se enfrentaba, arrojó a una caja de basuras el portarretratos, cubierto de grises motas de polvo, donde se contenía un daguerrotipo de tres muchachas que parecían cosidas por el brazo.
     





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