Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

lunes, 17 de enero de 2011

223.- RAFAEL LAFFÓN



Rafael Laffón (Sevilla, 1895 - ibídem, 1978) escritor español miembro de la Generación del 27, consagrado a la poesía y la crítica.

Estudió en su ciudad derecho y filosofía y letras, licenciándose en la primera. Residió siempre en Sevilla, llevando una existencia retraída y alejada de los vaivenes políticos como funcionario técnico de la administración. Colaboró en numerosas revistas y periódicos españoles e hispanoamericanos y su poesía ha sido traducida a distintos idiomas. Con Alejandro Collantes, Joaquín Romero Murube, Eduardo Llosent, Juan Sierra y Rafael Porlán, fundó en 1926 en Sevilla el grupo y revista Mediodía. Fue premio nacional de poesía en 1959 con La rama ingrata.
Su poesía está caracterizada por el intimismo. Su primer libro es Cráter (1921), algo afín todavía al Modernismo. El sol desaparecido (1922-1924), inédito hasta 1997, presenta ya atisbos vanguardistas. Signo + (1927) e Identidad (1934) son ya plenamente vanguardistas. Tras la Guerra Civil vuelve a las formas clásicas: sonetos, romances, décimas, practicando una especie de impresionismo musical y colorista y decantándose hacia temas sevillanos y religiosos. Obras de este periodo son Romances y madrigales (1949) Adviento de la angustia (1948) Cantar del Santo Rey, (1948) etc.
Su última época se inicia con el libro Vigilia del jazmín (1952), cuando práctica una poesía de testimonio personal y existencial, dejando el grácil retoricismo anterior. Esta fase se completa con La cicatriz y el reino (1964), A dos aguas (1962) y Sinusoides y puzzle (1970)
Premios
Premio Nacional de Poesía (1959)






MEDIODÍA

Llega estremecida la onda limpia y clara,
de espuma somera que aún orla sus flancos.
Al fin -en las pozas calientes-, se para.
Y es la espuma risa de unos dientes blancos.

En prisión el agua cara al cielo queda,
muda y traspasada de la luz del cielo;
y en el seno inmóvil de su plata leda
la sal cuaja en ansias de un andante anhelo...

¡Qué andante el del agua! Nube, pluvia, fuente,
río, mar... ¡Qué anhelo ahora en el letargo!
¡Qué anhelo que pone cabe el agua riente
la sal como un poso de inquietud amargo!.









EL PIE LIGERO

Salvar tiempo y distancia
-moroso empeño siempre a la fatiga-,
milagro es en vosotros de elegancia,
¡oh, pies alados de la dulce amiga!

Pies alados, pies breves,
aquí de mis querellas:
¿cómo pisáis tan frágiles y breves
si dejáis al pisar tan hondas huellas?








GRILLO

A R. Porlán y Merlo


Molinillo de café
-del café puro de la noche-:
grillo.

Grillo,
buen menestral que mueles la sombra
que es café puro de Sur y estío;
y es el sorbo neumático
de gravedad que acerca a los amigos;
e infusión de emboscada
del calamar del infinito;
y vaho ciego
de caer de espaldas al abismo...

¡Este café que mueles, grillo!
Café puro, con gotas de estrellas,
que desvela a los niños...









INVITACIÓN A LA VIDA

Pasan las aguas por el cauce
y no terminan de pasar;
mas si de un agua no bebimos
nunca aquel agua tornará.

Y mientras corre el tiempo y llega
la hora feliz que imaginamos,
se va la vida, huyendo siempre,
cual se va el agua entre las manos...

Gocemos hasta marchitarlas
todas las flores del camino,
ya que el dolor jamás perdona
ni un paso de nuestro destino.

Gocemos la vida, gocemos...
¿Quién del mañana gozará?
Gocemos hasta embriagarnos
con una absurda saciedad.

Y aunque de luz se abrase el alma,
presto vayamos a la luz...
¡No hay más que al fin de los caminos,
sobre una lápida, la cruz!






 




JESÚS DEL GRAN PODER

A Jesús del Gran Poder en sus andas de la Madrugada

Alto fanal de trágica galeota
sobre un mar de encrespada muchedumbre.
Las andas vienen y a la opaca lumbre
Jesús marca a la nave la derrota

¿A dónde en la tiniebla densa, ignota?
Turbia ansiedad, livor e incertidumbre.
De la Cruz cuanta es más la pesadumbre
tanto de penas el bajel más flota.

Desmayo de violetas, y el ventalle
que el vidrio helado empáñale al lucero…
El alba, en fin, que asoma por la calle.

Y en las manos de fiebre su Madero,
como asido a un sangriento gobernalle,
va Jesús –ya entre rosas-, timonero.








LA CICATRIZ Y EL REINO


I

Yo no sé si ella está dentro o afuera, por el mundo...
O si asoma a mi carne a la intemperie.
Esta cicatriz mía, la que me adjudicaron,
igual, irreversible.
No tiene vuelta, como le sucede
a un viejísimo traje que se arrodilla él solo...
Que se arrodilla cuando está en la percha,
a fuerza nada más que de costumbre triste.

Pero os hablaba
de una tremenda cicatriz, la mía,
que se reactiva siempre
con la humedad, pero humedad de lágrimas.
Que disimulo yo en alguna parte.
Tan vergonzante, pero que me abrasa
igual que un mal zurcido en la camisa.
Aquel zurcido que en cualquier prenda
llevaba yo al colegio.
(Este Laffón, tan buen alumno siempre
pese a ser un torpón en matemáticas.)



O cuando me atrapaban, sorprendiéndome,
por merienda tres nueces, más o menos.
Y yo, sonriendo, con rubor
-qué fácil niño
para el rubor-, tan sólo les decía:
¿No queréis de mi postre?

O cuando un tiempo tuve
mujer muriente,
y aquel contrabandista de aquella medicina,
tras de agotarme me arrojó a la calle...
Cuando a las malas violencias frías
opuse mi silencio y me acordé del Cristo.

Cuando después y antes, cuando siempre,
cuando ayer y mañana
hay que optar con el pan en una mano
y en la otra mano un ídolo.

II

Quiero yo a esta pequeña vida porque es la mía;
y aun en mi dispersión
y diáspora final en propia carne
lo sigue siendo.
Pero un miedo total se me hizo carne
y me asalta hasta en sueños
a las doce del día.
Y tiemblo, Señor, tiemblo
frente a aquello o lo otro,
que tengo la lección bien aprendida.
Y hasta cuando esta mano
remueve el aire en un saludo,
me acongoja, no sea
que se me desintegre un transeúnte.

III

Yo soy el incapaz de la ironía. Ese crimen
impune... Va de veras.
Sí, sí, yo tengo que dar gracias.
Sí, yo supe de cosas -¿las felices?-,
que, pudiendo, no fueron...
¡Y el no poder fue luego mi alegría!
Tantas veces he visto al Padre en una resta.
Dios está en una resta.
Dios es la resta, amigos.
La prueba de restar, ¿no es una suma?
(Teología sospechosa
de un espejo de orgullo o de ternura
donde en la oscuridad de muchos vientres
tanto he temblado, tanto...
¡Qué saben los espesos y redondos!)

¿Pero sabéis vosotros? ¿Lo sabéis?
Es ésta la cuestión... Es ésta.
No, no busquéis la llave del secreto,
ni cambiéis al enfermo de postura.
La llave aquella se perdió hace mucho.
Buscad humildemente:
la llave no, la cerradura.
Encontradla, palpadla como ciegos.
Permitiréis que os abran. Que alguien abra,
aunque meta la llave en vuestra herida.







NI LÍNEA, NI COLOR…

Ni línea, ni color, ni voz suave,
ni el mirar que fascina...
¡Tan sólo tu divina gracia
de sonreír que a cielo sabe!

Sonrisa -cielo-, quien te goza, apenas,
se da cautivo de tu fuerza ingrave
-ni línea, ni color, ni voz suave...-,
sin cárceles, sin guardas, sin cadenas…






OCTUBRE

Octubre acuña en oro
redondo su moneda...
La luz es como un toro
retinto en la arboleda.

Qué próvida hermosura
de este pecho opulento.
Tal que una fruta madura,
sabroso, el pensamiento.

Boga octubre en su barca
por un mar de delicia.
La sangre, ¿es roja o zarca?
¿Es latido? ¿Es caricia?

Cómo, Señor, se ufana
desde el cenit la vida.
Su gloria se desgrana
por el aire cernida.

Piel fragante, piel suave,
tersa piel de aire y cielo.
El tacto es miel que sabe,
y el sabor, terciopelo.

Plenitud, sí, de octubre
para el gusto y la mano.
Mas la pulpa, ay, ¿no esconde
ya en su dulce el gusano?








PARA MORIR ES BUENA CUALQUIER HORA

Para morir es buena cualquier hora,
pues detrás de la espalda, a cada paso,
dejamos en el aire este vacío
de la ansiedad de una matriz frustrada.
Alguien vendrá a este hueco que nos pone
frío en los huesos,
que más pesados nos deja los huesos.
Porque ahí queda el vacío conformado
por los recuerdos que dejamos irse
-que se fueron volviendo la cabeza-;
y por el grito sofocado
con negra voluntad de infanticidio;
por esa mano que imploró tendida,
pulsando su armonía estupefacta;
por la ternura que no pudo
ablandarnos el rostro;
por los nudos deshechos con mordedura de ira;
por las horas baldías como lunas
a que una vez cerramos la ventana.

A la espalda este hueco... Donde llevan
sus alas los arcángeles,
llevamos este hueco sordamente,
zumbando sordamente.
Si una palabra allí os cayera, amigos,
guardaos bien de sus ecos
que en un instante el corazón destrozan.

Para morir es buena cualquier hora.

Para morir es buena cualquier hora,
porque si un día, si un buen día,
el pie desnudo toca en tierra,
hasta nuestra garganta, enjuta y ronca,
la tierra reptará con vientre verde.
Y esta la sangre turbia de las venas,
y estas quemaduras de los ojos,
y estas cenizas de cabellos áridos
sabrán entonces que en la tierra
existe una delicia húmeda y blanda.

Nos amenazará la fuga, entonces,
del más profundo sorbo.
Guardaos si en sueños, en la noche,
pasáis, quizás, por un jardín regado...
El filo de la luna os mondará los huesos.

Para morir es buena cualquier hora,
porque el tiempo se para mientras crece
la hierba o si se espera
un golpe sin remedio en el costado.
Porque se abre del tiempo la hendidura
de un vértigo a las doce...
Sin ser mañana todavía,
de un sonámbulo ayer se amputa el alma.
Cuando el cuerpo en el sol no tiene sombra,
cuando el compás nos desampara
súbitamente de una música,
cuando nos despeñamos en un sueño,
o, lúcidos, sabemos que nos busca
la claridad de un astro ya extinguido...

Si un momento, siquiera,
nos es Dios lo posible,
no bullid, no ajustéis su cuenta al pulso.
Al intentarlo palparéis sólo aire.

Para morir es buena cualquier hora.


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