Manuel Moya
Manuel Moya Escobar, escritor, traductor y crítico literario, nació en Fuenteheridos (Huelva) en 1960, donde reside.
Manuel Moya nació en 1960, en Fuenteheridos (Huelva), lugar donde reside. Estudió filología hispánica en la Universidad de Sevilla. Poeta, narrador, crítico literario, editor, traductor, ha publicado docena y media de libros de poesía con los que ha obtenido premios de relieve como Ciudad de Córdoba (1997), Ciudad de Las Palmas (2001), Leonor (2001) o más recientemente el Fray Luis de León (2010). Su antología Habitación con islas ha sido traducida íntegramente al francés y al portugués. El libro de su heterónima Violeta c. Rangel "La posesión del humo"(ed. Hiperión, 1997) es propuesto como objeto de estudio en universidades españolas y norteamericanas, habiendo sido traducido al inglés, al portugués o al euskara. Como prosista ha editado varios libros de cuentos La sombra del caimán (Ed. Onuba, Huelva, 2006), finalista del premio Setenil de 2006, Caza Mayor (2014), Premio de la Crítica andaluza y finalista del Setenil, 2015, o Ningún espejo (2014) y las novelas La mano en el fuego (Ed. Calima, Palma, 2006), La tierra negra (Ed. Guadalturia, Sevilla, 2009), Majarón (Ed. Baile del Sol, Tenerife, 2009) y Las cenizas de abril (Alianza Ed., Madrid, 2011), relacionada con la reciente historia portuguesa (lengua a la que ha sido traducida), con la que obtuvo el premio Fernando Quiñones de novela. Su traducción de Libro del desasosiego de Fernando Pessoa, apareció en 2010 (Ed. Baile del Sol y Alianza, Madrid 2016), y viene a sumarse a la edición de La poesía completa de A. Caeiro (Ed. DVD, Barcelona, 2009 y Baile del Sol, Tenerife, 2016),El banquero anarquista (Ed. Berenice, Córdoba, 2011),Vasques&cía (Ed. Berencice, 2013), Libro de versos (Poesía Completa) de A. de Campos (Visor, Madrid 2015),Odas completas de Reis (Visor, Madrid, 2016), Ficciones del interludio (Alianza, Madrid, 2016), Cuentos (Ed. Páginas de espuma, Madrid, 2016), La educación del estoico (Ed. Isla de Siltolá, Sevilla, 2016). Al margen de Fernando Pessoa ha traducido a autores lusófonos como José Saramago, Mia Couto, Miguel Torga, Fernando Cabrita, Paulo Kellerman, Conceiçao Lima o Lidia Jorge... Ha sido incluido en numerosas muestras colectivas de relato y poesía, tanto en España como en el extranjero. Manuel Moya es profeta en su pueblo Fuenteheridos, que le quiere y admira.
NARRATIVA
REGRESO AL TIGRE (Relatos). Ed. Abelardo Rguez. Huelva, 2000.
LA MANO EN EL FUEGO (novela). Ed. Calima, Palma de Mallorca, 2006.
LA SOMBRA DEL CAIMÁN Y OTROS RELATOS Ed. Onuba, Huelva, 2006.
LA TIERRA NEGRA (Novela), Ed. Guadalturia (Sevilla, 2009), (2º ed. A.L. Huebra, Sevilla, 2010.
MAJARÓN (Novela). Ed. Baile del Sol, Tenerife, 2009.
CIELO MUNICIPAL (Relatos). Ayto. de Oria, Almería, 2009)
LAS CENIZAS DE ABRIL (Novela) Alianza ed. Madrid, 2011.
CAZA MAYOR (microrrelatos), Ed.Baile del Sol, Tenerife, 2014.
NINGÚN ESPEJO (relatos) Ed. Rodeo, Sevilla, 2014.
LA DEUDA GRIEGA, (microrrelatos), 2016
POESÍA
-LA NOCHE EXTRANJERA Ayto de Torredonjimeno, Torredonjimeno, 1994. 2ª ed. en Dip. Almería, bajo el título de MEMORIA DEL DESIERTO col Alfaix, Almería 1998.
-LAS HORAS EXPROPIADAS. Col. Melibea, Talavera de la Reina, 1995.
-LAS ISLAS SUMERGIDAS. Ed. Qüásyeditorial, Sevilla, 1997, 2º Edición: Ed. Sornabique, Béjar, 1997.
-LA POSESION DEL HUMO. (Bajo el seudónimo de Violeta c. Rangel) Ed. Hiperión, Madrid, 1998, 2ªed. Baile del Sol, 2013, Tenerife.
-SALARIO. Ed Anfora Nova. Rute, Córdoba, 1998.
-HABITACION CON ISLAS. (Ant. poética, 1984, 1998). La voz de Huelva, Huelva, 1999.
-PESE AL COMBATE. Ayto. Las Palmas. Las Palmas de G. C, Las Palmas, 2001.
-LECCIÓN DE SOMBRAS. Ed. Renacimiento. Sevilla, 2001.
-SITIOS DEL AGUA (En colaboración con José Mª Franco). Pub.Leader, Sierra de Aracena y Picos de Aroche, Sevilla, 2001.
-TALLER DE MÁSCARAS. Excma. Dip. Prov. Soria. Col. Poesía, Soria 2002.
-REINAS DE TAIRFA. Ed. Caja rural del Sur, Huelva, 2004) * antología de poesía femenina gaditana.
-INTERIOR CON ISLAS. Ed. Pre-textos, Valencia, 2006.
-AÑOS DE SERVICIO ant. Ed. Huebra, Zafra, 2006.
-COSECHA ROJA (Poemas de Violeta c. Rangel). Ed. Baile del sol, Tenerife, 2007.
-HABITATION AVEC LES ILES (Ant). Ed. L'Harmattan, París, 2007. Trad. Luis François le Blanc.
-QUARTO COM ISLAS (Ant.). Ed. Palabra Ibérica, Torres Vedras, 2008. Trad. Rui Costa.
-EL SUEÑO DE DAKHLA (Poemas de Umar Abass). Ed. Algaida. Sevilla, 2008.
-IMPEDIMENTA (Ed. Renacimiento, Sevilla, 2011)
-ISLAS DE SUTURA (Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas 2011)
-APUNTES DEL NATURAL (Col. Vandalia, Sevilla, 2013)
-SALIDA DE EMERGENCIA (Ed. Isla de Siltolá, 2014)
-A SALVO (Col, Provincia, Leon, 2016)
-EL CORAZÓN DE LA SERPIENTE, (Ed. Pre-textos, Valencia, 2016).
Antologías
Su nombre aparece en más de una treintena de antologías poéticas y en una decena de narrativas, editadas tanto en España como en el extranjero. Sus dos últimas apariciones han sido:
Mar de pirañas. Nuevas voces del microrrelato español (Ed. Fernando Valls), Menoscuarto, 2012,
Antología del microrrelato español, de Irene Sánchez (Ed. Cátedra; col. clásicos Cátedra, 2011)
Premios
Premio Gabriel Celaya, 1993
Premio Ciudad de Córdoba, 1997
Premio Ciudad de las Palmas, 2000
Premio Leonor de Poesía, 2001
Premio Salvador Rueda, 2008
Premio Faroni de Microcuento, 2006
Premio Fray Luis de León, 2010
Premio de Poesía Tomás Morales, 20101
Premio Fernando Quiñones de novela, 2010.
Premio Iberoamericano de poesía Hermanos Machado III Ed., 20132
Premio Provincia, León, 2014.
Premio Antonio Machado, de relato (Renfe)
Premio Andalucía de la Crítica, 2015
Premio Vicente Núñez, 2015
DUDAR, dudar hasta caer rendido,
muerto de vida, intacto. Dudar hasta quedarme
sin sitio, ni argumentos.
Dudar hasta que sangren las uñas y el estómago,
hasta que ya la noche se me rompa
con su armazón de plomo y dexedrina.
Dudar sobre la arena hollada.
Dudar ante el granizo o el rubor, ante tus manos,
dudar, dudar, al fin,
desde el principio.
CANCIÓN DEL TAJO
Me quiero navegable como el Tajo
y que un hato de lucios o de tencas
salten por mi vientre.
En invierno quiero dar calor a una comarca
y en verano arrancar el escalofrío de un niño.
Me quiero navegable
y que los barcos crujan en mis huesos
y bailen las muchachas al compás de una orquesta,
que los viejos pesquen en mi orilla
y no falte al arenero su jornal, su vaso de alma.
Me quiero navegable y ser por un momento
reflejo de esos pájaros que cruzan
volando el continente,
nubes a quienes nada importa
quedarse en el camino
o deshacerse como uva en el lagar del cielo.
Me quiero navegable y estar pasando a veces
y cantar a mi modo
canciones muy sencillas y tristes.
SALARIO
A cada hombre su luna y su salario,
su tanto de sal, su pobre mano
abrasada y hueca. Yo fui
con esos hombres y como uno de ellos
he vuelto a casa con la luna en los ojos.
Como cualquiera de ellos
he visto sucederse la lluvia en los plantíos
y el sol en los últimos jaguarzos de la tarde,
cuando es la luna todavía un ojo helado.
Cada hombre tiene su luna y su prodigio,
su tormenta y su hora de estar viendo llover
impasible a la lluvia. Yo vi a los hombres,
a muchos de esos hombres llegar ante mi puerta,
llamarme por mi nombre y pues he sido
uno de esos hombres, y con ellos
dormido en el barbecho
y grabado en este tronco mi memoria
y su sazón, me vuelvo ahora,
aterido y débil en pos de mi salario.
LLUVIA
Tienen sed los campos.
Ha llovido poco últimamente.
Pasaron las tormentas que no dejaron nada.
Sacaron a los ídolos y no vino la lluvia.
La lluvia viene cuando quiere. No tiene su sazón
hora fijada. Mucha o poca,
la lluvia jamás mide
cuanto otorga, ni prevé
dónde será bien recibida.
Llueve con simpleza, simplemente.
Se deja llover por puro gusto.
No castiga la lluvia, no condena.
Jamás la lluvia aplaude,
jamás se afirma en nada.
Es un don la lluvia, y no lo sabe.
NO LOS HOMBRES
No los hombres
que vuelven de Hispanía o de Cartágo
cegados por el mirto o por el oro,
no aquéllos, cuyos torsos
perturban los jardines,
no los estrelleros, los escribas
ni el vencedor de Farsalia;
desde luego no los príncipes
ni el gladiador
que volvió a eludir la muerte,
no el impúdico tribuno, ni el hebreo
tonante, inexpresivo,
al que temí menos por su sangre
que por su misterio,
no ninguno de los dioses
que dicen verdaderos
a quienes en su temor y en su codicia
tantos se encomiendan,
sino ver a mi padre
entrando solo en la ciudad
herido y sin escudo,
deslumbrante.
(A mi padre, a quien tanto esperaba cada tarde de mi infancia.)
SOBRE LOS PIRATAS QUE SE LANZAN
A LAS AVENTURAS DE LAS ISLAS
Habitan en mi agenda piratas misteriosos,
a veces me llaman o les llamo, son cordiales,
parecen divertirse con mis cosas
y envían largas cartas que obligo a descifrar
a mi señora. Por ella sé que son piratas
que buscan un tesoro (el que yo busco),
que esperan que yo les dé una pista,
cualquier pista, las mismas que entre líneas
les imploro.
CASAS
Antes hubo siete y en todas ellas
el sueño me incendió con el fulgor de un bosque.
En unas aprendí que el invierno suele ser una estación dormida,
que tras los leños arde no sólo la savia y la madera,
sino también el tiempo y sus raíces,
la lluvia que no volverá a empaparnos,
el cielo que ya no ha de protegerte,
en otras bosquejé un rastro de hojarasca,
un río imprevisto, el color de las nubes.
En una de ellas esperé a mi padre y seguí expectante
esas briznas de luz cuando la mañana sabía a mosto y a jalea
y los pozos aún vertían pavor sobre los ojos;
aquella casa olía a medicinas y a un temblor cansado.
A niños y a lluvia,
olía a lluvia y a macetas todo el tiempo.
En otra conocí la primavera de septiembre, sus moscas y sus parras,
la mano de mi abuelo, rota y fría en el terrazo,
la voz desierta de mi hermano ausente (y Dios que se ocultaba)
que perturbaba, y cómo, los espejos. Y el exilio.
En ella conocí la vía láctea publicada en unos hombros,
el liz, la luna y los vergeles de la sangre y la aguatinta.
En ella descubrí cuán solo estaba y el efecto corrosivo de tu nombre.
La otra fue una casa diluida en otras casas
donde las estrellas guardaban todavía un sabor a tahona vieja y a letrina.
Los chicos caminábamos por un corredor sin huesos
y sobre todos cabalgaba un aire ya viciado de amapolas y periódicos.
En ella contemplaba las luces de Sevilla.
El mundo se abismaba en nuestros ojos con prontitud de albatros.
Qué altas se me hicieron desde entonces las ventanas.
Hubo otra casa. Estaba en una esquina, junto a un puesto de flores
y eso es todo, porque allí se conjuró la dicha y el geranio. Las higueras, quietas,
exhalaban su aroma de campanas, cartílagos y verbos. Y yo fui el verbo,
las lonas hinchadas desde el verbo. Y tú te me fuiste
como se va la leche en una madre.
Después vino la sombra, el grito, la oliva cangrenada,
la crucifixión, la noche, el destripado arcángel.
Y descubrí el desierto, esa casa sin techo que llevo a todas partes,
una casa excavada en el talud, bastión para el leopardo.
Un retrato donde el mar acababa en una hoguera:
dentro de unas botas, uno no era más que un trozo de carne
que cualquiera echa a los perros.
Viví bajo un naranjo. Su verde aroma me sigue desde entonces.
Tomé una calle y luego otra y en su savia exprimí
más el consuelo que el asombro. No todo era perdido.
Después vino el mar, una casa en el mar, con pálidas gaviotas
y la sensación de que el mundo era tan joven
que jamás alzaría su mano sobre mí. Un barco
apareció de pronto, tan azul, tan tuyo y nuestro,
que de pronto el sol palideció y se hizo carne
y crecieron las montañas y los dedos. La luz corría más que el agua.
La voz de un niño crepitó en la luz.
Y llegó la octava casa. Esta, sobre la que dejé mis manos y mis uñas,
la que defendí contra mí mismo y contra todos. Esta.
Esta casa, la octava, la penúltima. Sobre la que ahora
me cerca el horizonte, la de la chimenea encendida,
la del balbuceo y la harina, la del ciprés y la tarde,
la del mar al que regreso cada día,
la que sabe a tinta fresca y a potajes,
la alquilada por siempre al domador de fantasmas,
la casa que algún día me guiará al invierno,
esta casa, la de tu tibio nombre
PERDICES
Como todos los días, el viejo cuelga sobre el muro
la jaula de perdices y nada le importa
que desde hace cuatro años, cuando aquellos días
de helada que lo quemaron todo, murieran sus perdices,
porque él las sigue escuchando y no admite que nadie le conteste.
El día para él transcurre de esa forma,
es decir, al lado de la jaula, trajinando sobre las varetas de ciruelo
que en sus manos diestras más bien parecen juncia, hilos de seda.
Nada inmuta al viejo que sigue obnubilado el trajín de sus perdices,
que se pasan el día refiriendo historias de esas remotas islas
que vuelan en la noche.
A veces llegan mercaderes que se llevan
las ásperas harinas del molino y los frutos de las huertas
y, con un poco de suerte, las cestas de mi amigo
que él mismo cuelga bajo el clavo donde pende
todavía la jaula perdicera.
Él de eso vive. De eso y de escuchar
durante horas sus perdices, temiendo que llegue la noche
y al descolgar la jaula, con desolación descubra
que han volado.
EL RÍO QUE PASA POR MI PUERTA
No me creeréis, pero, de cuando en cuando,
un río viene a visitarme.
Un río tan pequeño que apenas pesa nada.
Cruza por mi puerta y un poco sorprendido
mira el zócalo, las rejas, el alero.
Ni siquiera sabe que es un río. Recuerda apenas
que otras veces pasó ya por aquí,
bajó esta calle y se perdió, humilde, por el caño.
Eso le basta.
Tiene, como el vencejo, sus días convenidos
y guarda memoria inquebrantable
de un mar que no conoce.
Pero mi río es tan pequeño
que se olvida con frecuencia
de nacer y, ya nacido, se olvida de seguir su propio curso
o de vaciarse en otro río.
Lo he visto correr seco, vacío, olvidado de sí mismo,
y como el pájaro que ignora que es calandria o golondrina,
pero sabe del Sur y del Estrecho, mi río se presenta cada invierno
modesto como un dios.
Mirad, no está. Viene en camino.
Apuntes del natural, publicado por la Fundación José Manuel Lara dentro de la colección Vandalia, 2013-
Aquel ser que quiera sentirse realmente humano ha tenido que quedarse perplejo alguna vez ante una obra de arte, y sacar su propia reflexión, su propio (im)pulso ante la creación de otro. Admirando el mérito, la idea, la complejidad o la sencillez y sutileza. En cualquier caso esa fracción de segundo, ese escalofrío y esa gota de sudor por la espalda nos hacen por instantes poseedores de la verdad de esa obra. Es nuestra. Somos co-creadores, asimiladores, semidioses.
Apuntes del natural, de Manuel Moya, es eso y mucho más. Es la contemplación de este poeta ante obras, aunque la palma se la lleva la literatura. Es un repaso por lecturas, autores y pasajes. Al estilo Moya.
Los poemas que aglutinan este libro no en vano se hicieron con el III Premio de Poesía Hermanos Machado, y se encuentran publicados por el sello editorial de la Fundación Lara. Pero si quieren sacarle buen jugo, no se pierdan eventos como el de este jueves, donde el propio autor serrano dará cuenta de sus versos. Publicado por Manuel G. Mairena
PAUL CELAN (APUNTE)
Uno nunca sabe de qué semilla ha de nacer el árbol fuerte,
qué dirección es buena cuando el fuego arrecia,
o si pasado el arroyo se aquietará el peligro
o se cebarán las llamas
sobre los cedros y los abedules,
ni si esas cuevas, donde alguna vez, amor, nos resguardamos,
se convertirán en nuestras tumbas.
Uno nunca sabe lo importante,
y huye del fuego y atraviesa los arroyos, y se aleja,
pobre zorro que sus huellas va dejando en las cenizas.
ARQUÍLOCO
Tú sola eres mi patria.
De lo demás puedo prescindir.
No de tu erizado pubis, no de tus manos
o tu lengua,
preciso instrumental para el temblor.
Ya no defenderé otra causa
ni otros labios hendiré.
Toma mi escudo.
Ve al mercado y cámbialo.
Defenderme no quiero, si es de ti.
EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS
No nos trajo aquí promesa alguna de victoria.
Fuimos pocos y resistir absurdo. No quisimos
redención y no pactamos inciertas certidumbres.
Mas seguimos defendiendo este vacío,
el hueco femoral, la breve rosa.
Es ya tarde para todo.
Se encienden como siempre
las antorchas, pero su luz no es nada
sobre la vasta extensión adormecida.
Somos pocos. Y débiles.
Y el pánico nos forja.
Como cristal en la nieve, caerán sobre nosotros,
y cuando todo acabe maldecirán las piedras...
y pasarán de largo...
y pasarán de largo
como el agua que un día vimos sobre el río,
trepar despavorida, absurda, a los tejados.
VASQUES RETRATA A BERNARDO SOARES
Hombre atento aunque asustado
el tal Bernardo.
Lo pierde el vino
y esos verso que, dicen,
le ocupan largas horas.
Pero, claro, un hombre solo
qué va a hacer.
Para echarse a los tranvías hace falta
decisión y a él no le sobra. En fin,
cada cual tiene su alcohol:
a qué darle más vueltas.
APUNTE PARA UN NIÑO MUERTO
a fran y a pilar, su madre
Dulces son las praderas y los azules días del verano,
el peso de la brisa y el olor de la lluvia en los pinares.
Dulce es el agua que mansa corre por la acequia
y el corazón de quien ríe y la voz cuando susurra.
Fran estuvo aquí y es la pradera, un día azul de estío,
la acequia, los pinares, la voz amarilla del susurro.
Se marchó sin saber de las nubes que manchan el otoño,
sin ver el óxido en los muros, el batir de las puertas,
la oscuridad de los pozos. Azul era su pecho.
y llenaba de azul los almanaques,
las manos, los jardines, los domingos,
mientras un lento escarabajo trepaba hasta sus labios
enloquecido de luz y de inocencia.
No hay nada más tibio ni nada hay más amargo
que la voz de un niño
que, como un tren, hace temblar nuestra memoria.
Poemas de Manuel Moya/Umar Abass
La editorial Algaida ha publicado libro de Manuel Moya, EL SUEÑO DE DAKHLA, atribuido a un poeta saharaui de nombre Umar Abass.
Umar Abass nació en Ad Dakhla (Sahara Occidental) en 1942. En 1960 se traslada a París, ciudad en la que permanecerá diez años. A mediados de 1970 se incorpora al Frente Polisario y es detenido en su ciudad natal por las fuerzas coloniales españolas. Tras un corto periodo carcelario es expulsado del país, y se instala en Damasco, ciudad que abandona en 1975 para incorporarse como combatiente a la lucha de su pueblo. En 1976 participó en la proclamación de Bir Lehlú y tres años más tarde fue herido en combate. Desde 1987 reside entre Madrid, Tindouf y Kirsehir, ligado a organizaciones humanitarias pro-saharauis e impartiendo clases universitarias. Ha publicado el libro de viajes: Por el camino de Luhr (Ed. Izmir, 1996), fruto de su viaje a pie por la región norte de Irán y traducido a poetas sufíes como Rumi, Sadi y Feridu-d-Din a nuestro idioma. Su poesía (siempre en soporte castellano) escrita entre 1977 y 1998 fue recogida por ĹHarmattan (París, 1999), bajo el título de Tregua / Trêve. El sueño de Dakhla, acoge su poesía en castellano desde 1999 hasta 2005.
EL RÍO
Si el río quisiera obedecerme
ABU NUWAS
Hay tardes en que siento, aquí, en mi corazón, el río,
lo siento como siento que soy viejo.
Pero ajeno a mí, el río pasa y pasa,
mientras la tarde deja en las orillas una luz tibia,
olor a lodo, a flores muertas.
Sí, es este el río,
el que llega en las sombras,
el que muele las sombras,
el que arrastra las sombras.
SI ASÍ LO QUIERES
Si así lo quieres,
cubre el cielo de tinieblas
y azota las cumbres y enfurece a los ríos,
pero apiádate de esta casa
que he alzado por tres veces
de la furia y la sevicia de los hombres.
Nada conozco más frágil que estos muros
donde un mísero fuego cada noche
me calienta y me da luz,
así que hazme el favor,
pasa de largo
y de castigar castiga las murallas del alcázar,
que se alzaron para desafiar al mundo,
y no a mí, que a nadie desafío.
MI CASA
En mi casa espero la vuelta del sol, el viento
que hinche las sábanas,
las bruscas nubes de la primavera.
Me entrega la casa su seco mendrugo y la inquietud
de quien en ella ha visto anochecer
en una cadencia que no es nueva.
Ajena a la memoria, me tiende sus paredes (¿porque en ella
está lo que yo busco, lo que en vano busqué
en remotas aduanas? No lo sé.).
Yo la oigo, como se oye al niño que llora en la memoria,
como se oye un río bajo la densa arena.
Y digo "mi casa", pero debiera decir que soy suyo,
la parte de mi casa que baja a por tabaco, a por naranjas
la parte que mañana, mañana mismo,
se sube a un avión y ya no vuelve.
Yo hice esta casa. Ella me ha hecho. No estamos en paz.
A MI AMIGO SCHILAB
Como todos los días, el viejo Schilab´
cuelga sobre el muro la jaula de perdices
y nada le importa que desde hace tantos años,
cuando aquellos días de furia que lo quemaron todo,
murieran sus perdices,
pues él las sigue escuchando
y no admite que nadie le hable de su ausencia.
El día para él transcurre al lado de su jaula,
trajinando con las hebras del tamat
que en sus manos diestras más bien parecen
hilos de seda. Nada inmuta
al viejo Shilab´, que sigue obnubilado
el parlar de unas perdices que se pasan el día
refiriendo historias de los lejanos países
que vuelan en la noche.
A veces llegan mercaderes
que se llevan las ásperas harinas del molino,
los frutos de las huertas y, con un poco de suerte,
las cestas de mi amigo Shilab´,
que él mismo cuelga bajo el clavo
donde pende todavía la jaula perdicera.
Él de eso vive. De eso y de escuchar
durante horas a sus pájaros,
aguardando que llegue la noche
y que al descolgar la jaula,
descubra con alivio que han volado.
AL VIEJO FIRDAUSI
Eres a la vez estancia y refugio
Y Â LAL AL DIN RUMI
No pregunta.
Cuando cansados
llegamos a su puerta, en silencio nos acoge.
De quién huyamos
ni qué infortunio nos traiga ante su casa,
no le importa,
y aunque todo en nosotros le desvela,
callado permanece. Sabe
del desierto y de las rutas estivales,
mas descree de los hombres y sus fábulas.
Nunca pregunta. Con timidez
señala hacia las dunas,
en ellas, dice, se halla la respuesta,
pero las dunas, que lo han visto todo,
que todo lo arrastran, que todo lo devoran,
son presas fáciles del viento.
LA CASA PROPIA
El cielo es un dragón que sobre sí mismo duerme
CHAMI
Alguna vez al hombre (pero no a todos los hombres)
le llega la esperanza de una casa propia.
Allí , piensa, podré tender mi ropa,
ver c ó mo pasa el invierno en la tarde que avanza.
Imaginar las sombras, la quietud de la tarde,
el lento desgastarse de la luz entre unos labios.
Unas botas sin nadie, un perro que duerme,
el hombre que escucha desde lejos su nombre de tinieblas,
oh, sueño de Dakhla, con pájaros dormidos y una torre.
Alguna vez el hombre (pero no todos los hombres)
siente esa verdad, ese escalofrío,
como el camello que sobre sí mismo duerme
y entonces elige, sin querer elige, entre el sí y el no,
entre ser humo o ser piedra.
LO VACÍO
Porque lo vacío está en todo.
En el fuego y en el mar, en la nube
y en el niño que llora sucio aún de su placenta.
Recorre los cuerpos y se baña
all á donde la piel limita con la piel.
En la noche crece como un dolor antiguo.
Lo asusta el tigre en el bastión del sueño.
Es una rosa, el chico que mira las palmeras
con el norte nublándole los ojos,
es la escama de un pez luna,
el sitio que dejas en los suños
y el que muestras aliviado ante el azogue.
No importa que juegues con cartas imantadas
o te muestre el oro inmaculado del crepúsculo,
o un temblor de puro alfanje pula las puertas de tu casa.
Aquí lo tienes, puntual como la rosa en primavera
o el sol ante el shuluq (1).
(1) N. A. - Viento del desierto.
LA NOCHE DE ADINE (TINDOUF)
I
Que sea la luz lo que te nutra,
y llueva,
llueva entre la luz hasta anegarlo todo.
En tu pecho vibren las palomas,
al aire abras tu mano y a él vengan los cielos
violetas que soñaste, el abatido tigre,
el fuego con su voz y sus pavesas,
el latido azul, la noche transparente,
su dios rendido y la palabra exacta.
II
Nada sabe Adine del sol sobre los bosques,
y a veces sueña con pájaros azules
que, dormidos, se posan en la nieve.
Nada sabe Adine sobre la pólvora,
del hombre en cuyo dedo
descansa el florecer de los jardines y la noche.
Nada sabe Adine del tigre que escupe carbonilla
en el despavorido arroyo de sus pechos.
Nada sabe Adine y ha pintado en la palma de su mano
una alada y temblorosa barquichuela.
MANUEL MOYA. SALIDA DE EMERGENCIA
ISLA DE SILTOLÁ., SEVILLA, 2014.
“…Pero tienes que saber que tampoco en este sitio hay una
clara salida de emergencia,
porque una ventana donde uno pueda lanzarse hacia el
vacío
no es, no puede ser, una salida de emergencia
( o sí, quizás, bueno, en fin, no estoy seguro);
una salida de emergencia es otra cosa, no sé qué, pero
otra cosa:
las nubes, el naranjo, la luz de amanecida, cuanto todo
es estreno,
el saber que no es tarde para pertenecer a algo, tierra,
tierra,
para ser una más de las cosas que suceden,
como el ladrido de un perro o el zumbido de una avispa,
y así mirar el aire como si estuvieras mirándote,
y mirar las nubes, el naranjo, la luz de amanecida, sin ya
importarte nada,
sólo eso, la luz, las nubes, sólo eso, pero no sé, repito, yo
no sé,
quizás una salida de emergencia sea otra cosa,
como cuando te agarras a algo para que no te tumbe el
viento,
o cuando estás solo y sientes la tibieza, el soplo, un
bienestar sin causa
y todo a tu redor parece en vilo, envuelto en esa luz
que se esparce por la piel como si un beso,
porque la vida, recuerda, era eso, eso que tú tocas, la
tierra,
el llanto de la tierra y su tibieza, su amasijo helado, su
vómito, su sol sobre los pinos .
Pero no sé . Llega el momento en el que no sabes nada o
lo que sabes
no es nada en lo que puedas asentarte y decirte, ufff,
aquí estamos,
he llegado a la conclusión , creo que me he asentado
en algo
desde donde puedo seguir ahondando en esta tierra,
para alguna vez caber dentro y ser adentro, adentro,
adentro….”
Para hablar de la poesía de Manuel Moya hay que tener presente su poética, que él mismo define en la “Nota final” de este libro: “Tonterías las mínimas. Gilipolleces, las mínimas. A veces en mil sesudas líneas no logramos decir nada y en cambio en un poema de cinco versos cabe el mundo. Quién se lo explica.”
Y la mejor definición de Salida de emergencia es, la que el propio autor hace en la ya citada Nota: “La primera versión de este poema fue escrita en los primeros días de abril de 2002. Desde entonces he trabajado intermitente y a veces febrilmente en él. Debo confesar que desde su nacimiento albergo innumerables dudas acerca de su posible interés, pero en este ya largo camino sus versos me han ido acompañando y creciendo com0o el árbol que uno siembra ante su casa, hasta el punto que ya hace mucho tiempo que , formando parte de mi paisaje interior, ya no consigo verlo…”. En realidad, como dijo José Emilio Pacheco: “Toda la poesía es memoria” y Valente la definió como “ejercicio primordial de no existencia, de auto-extinción”. Memoria y auto-extinción las dos coordenadas fundamentales de esta obra-río, que en palabras del poeta:”…La vida sigue y quizás este poema-río, este poema –nube, este poema- tierra continúe su lenta metamorfosis hasta que ambos desemboquemos en el mar…”
Sofía Serra, poeta, dice de esta obra: “Salida de emergencia o el absoluto ejercicio de la propia negación del ser de poeta. Leer Salida emergencia es contemplar cómo el poeta se revuelve contra sí en un cuestionamiento sin par sobre la propia labor poética, para terminar, sin previsión, siendo más poeta que nunca, o que todos, o, quizás, El Poeta. “Salida de emergencia” está autorizada para todos los públicos, es necesaria para todos los públicos, lo mismo para ese aficionado y hecho a los quehaceres literarios poéticos, que para ese otro que aún anda en pañales en torno al manido concepto de la escritura de La Poesía.”
Dice Alvaro Valverde: “·Este "poema-río", "poema nube" y "poema tierra" le ha acompañado durante trece largos años, desde que fuera escrita la primera versión en la primavera de 2002. Muchas cosas han ido pasando en ese tiempo que, a la fuerza, habrán ido condicionando su definitiva versión, esta que tengo en las manos. Y así habrá sido porque se trata de un extenso monólogo en versículos donde Moya pone su vida bocabajo. O bocarriba, según se mire.” Sigue diciendo el poeta y crítico, Álvaro Valverde: “"Elegí el oficio de ser", proclama alguien que dice de sí: "yo soy, tú lo sabes, un jodido poeta sin ideas, / un poeta provincial". “
Violeta C.Rangel, heterónimo de Moya, le cede estos versículos para abrir el poemario: “…un poema es una sepultura, / y, cielo, tú debes caber dentro.”, a ello el poeta contesta nada más empezar este poema-río: “Una sepultura, sí, y un río navegable/ y allá al fondo, su salida de emergencia./…” para decirse : “ Y te querrías a la vez sepultura y navegable…/…/Pero en fin, amigo mío, cielo mío, uno debe caber dentro,/ y desnudo tumbarse hasta que nada, nada le salve de sí mismo,/…” acto de solidaridad con el mundo, con el entorno, identificación, tierra, tierra, tierra, “ porque al fin soy más mi calle, mi esquina, mi casa, que yo mismo,…”, pero es una encerrona, no hay salida , “...Pero tienes que saber que tampoco en este sitio hay una clara salida de emergencia,/ porque una ventana donde uno puede lanzarse hacia el vacío no es, / no puede ser, una salida de emergencia,…/”, y para aguantar es necesario afianzarse en las cosas: “…Agárrate a las cosas, defiéndete en las cosas, haz tuyas las cosas,/ pro ah, ah, despréndete de todas esas cosas./…”.Un largo camino que, no obstante, el poeta se encarga de hacérnoslo agradable, mostrándonos la belleza del sendero: “…y cada día hay begonias y sol gratis en los tejados/ y la gente se sienta cada día a comer y hay alegría/ y hablan de esas cosas pequeñas como alondras, nubes que pasan,/…”.Aunque , en el fondo, sepa que : “…sobre todo todo, /el que no haya aquí, en esta sepultura, en esta esquina,/ en esta tierra, tierra, tierra, yo lo sé, excuse, mira,/ ni una maldita salida de emergencia./. Palabras finales del libro.
Un poema-río, que a lo largo de doce años se ha ido construyendo-deconstruyendo en una reelaboración constante dice mucho de un poeta que, incluso con el poema concluido y publicado, no lo da por terminado absolutamente, porque va acompañado de su propia vida, en la búsqueda inacabada de una Salida de emergencia.
F. Basallote
Corazón de la serpiente
POESÍA
El jurado del XV Premio de Poesía Vicente Núñez.
integrado por doña Matilde Cabello Rubio, don Pablo García Baena, doña Elena Medel Navarro, don Raúl Alonso Lorentey don Rafael Espejo otorgó, en la ciudad de Córdoba, el galardón al libro de poemas Corazón de la serpiente de D. Manuel Moya
Primera edición: septiembre de 2016
Diseño y maquetación: Pre-Textos (S.G.E.)
VARIACIÓN SOBRE UN TEMA DE MARIO LUZZI
Dime,
hacia dónde me empujas,
hacia qué territorio entre ciegas colinas,
hacia qué oscura corriente
donde hasta las más grandes piedras se ven arrastradas.
En qué lejano delta me dejas,
a qué lengua he de traducir el discurso del alba.
Yo, que no sé cómo he llegado,
yo, que no podré serviros.
No es mío este arco, no es mía esa presa,
aunque sepa apuntar con el arco,
aunque sepa abatir a mis presas.
A veces, al mirar al horizonte
soy consciente de que, por más que corra,
no lo alcanzaré,
porque el horizonte es también un espejismo,
como yo lo soy,
como lo es el arco para el animal que agoniza.
EL CASTILLO
Mentiría si os dijera que sé hacia dónde voy,
que ese castillo sobre el que giro y giro, sé dónde está.
Tampoco sé por qué he salido de casa, hoy, que el tiempo me pedía estar en casa, por qué he abandonado cuanto tenía a mi alcance
ante la falsa coartada de querer estar más cerca de mí,
cuando lo mejor hubiera sido arroparme en las cosas que tenía más a mano, cuando lo más sensato hubiera sido seguir haciendo lo que mejor sabía hacer y dejarme de carreteras crispadas y de hoteles donde una sarta de malmuertos
te escrutan en el ascensor y al huir de madrugada te sonríen
como si hiciera siglos que todo esto ya estuviera escrito,
pero en realidad no hay nada que contar
porque las sombras no cuentan, porque la noche no cuenta.
Todo para dirigirme hacia no sé muy bien qué, hacia no sé muy bien dónde, todo para alcanzar un lugar que no será mucho más habitable
o más cómodo que mi casa,
para hablar con gentes que entenderé aún menos que a los míos,
para citarme con quién en un cuarto o una calle donde creeré que estoy sólo de paso,
para verme allí, aquí, otra vez desnudo, recién duchado,
otra vez sin nadie, otra vez sin mí,
como una vibración, un aleteo, un nada entre dos nadas,
una nube que por un instante se posa sobre un árbol
para luego caer desplomada ante el sangriento horizonte.
Y mientras no logro poner en claro la razón de mi huida,
me pierdo, me voy perdiendo en una carretera que gira y gira en torno a mí y a ese castillo, como una horca que en cada curva me apretara un poco más.
Y por más que me alejo, los malditos torreones siguen estando
ahí, sin perderme de vista,
sin dejar de observarme, cada vez más lejos de mí,
más cerca cada vez de un lugar desconocido
donde inevitablemente seguiré siendo,
con mi mismo cansancio de ser sobre los hombros,
con mis mismas ganas de no hacer nada,
con todos esos temores que crecen en torno a mí
como crecen los yerbajos en un solar abandonado,
y todo para crearme la ilusión de que estoy cada vez más lejos,
para sentir más cerca cada vez ese lugar que imaginé ser yo,
inevitable, turbia, absurdamente.
Y así, a esa ilusión desordenada y banal me entrego
como el tronco que arrancó de cuajo la tormenta
se entrega a la crecida del río, porque a veces, para seguir siendo
hay que ser otro y hay que romper la cuerda que, sin saberlo,
da vueltas y vueltas a tu cuello, mientras el castillo, por más que avances, por más que te quedes, siempre está ahí, en lo alto, esperándote y mintiéndote,
desde esa ilusión que son las piedras y es el orden.
HEART OF THE SNAKE BLUES
Nadie va a Hopson para quedarse. Si no eres uno de esos locos por el blues,
aquí pierdes el tiempo. No es un lugar para turistas,
sólo tiene un bar donde se toca por las noches, una comisaría
y una vieja fábrica de algodón que se cae a pedazos.
Ni siquiera el diablo pernoctaría aquí más de dos noches seguidas
a no ser que estuviera muy colocado
o de nuevo hubiera venido a tentar al primer borracho
que se hiciera pasar por un tal Bob Johnson,
pero si se te enturbian los ojos con la leyenda de John Lee Hooker,
si la palabra algodón te llega lastimada de látigos y culebras,
quizás sea este tu sitio.
Una vieja camioneta pintada de azul, la mítica estatal 49,
un motel de mala muerte, y un poco más allá, caminando hacia Clarksdale,
un cruce de carreteras con tres guitarras cruzadas
y un cartel oxidado que indica que Memphis queda 76 millas al norte
es todo cuanto encontrarás en Hopson, quedas advertido.
Hopson sería un lugar como otro cualquiera
si antes no hubiera sido un inmenso campo de algodón
y los negros no hubieran muerto allí como ratas,
pero un viejo negro que cada tarde se sienta en el porche de su cabaña
a escuchar la radio y seguir sin atención el vuelo de los estorninos
te recordará que estás justo en el sitio, en el mítico crossroad, en la encrucijada.
Así que con mucho tiempo por delante para acudir al club de blues,
con pocas ganas de hacer turismo por el condado,
me siento junto al viejo Ray, un tipo al que le faltan dos falanges
y que apenas si se ha alejado un par de veces de su tierra y de su río.
Con lentos sorbos de cerveza, fijando sus ojos en las nubes
que corren como palomas escopeteadas hacia el Este
me pregunta si vengo de muy lejos
y luego, tomándose su tiempo, me cuenta que una vez tomó el tren para Memphis,
cree que fue en verano del 77,
recién muerto Elvis, pero maldita la gracia que a él le hacía Elvis,
él fue porque en su entierro al menor de sus hijos lo atropelló un coche,
y le rompió la pierna por tres partes. A eso fue él a Memphis,
a eso y a hablar con un abogado para que le sacara las entrañas al conductor borracho
que atropelló a su hijo y mató a dos más en el maldito entierro de Elvis.
Pero en sus palabras no aparece nada parecido al rencor.
Como si cantara,
como si una canción le surcara las venas.
No le gusta Elvis, eso es todo. Todo el oropel, toda esa carraca que llevaba encima.
Un hombre no necesita de nada de eso para ser un hombre.
Por cada libra de carne, explica, un hombre ha de llevar encima cien libras de tierra.
Cuando llevas tu propia tierra en los hombros se va libre por el mundo,
y uno es alguien en las nieves de Canadá o en las playas de California:
cien libras, no hacen falta más, para ser alguien y ser libre.
El viejo Bob Johnson, sin ir más lejos.
Cien libras, una armónica y una estación de tren le bastaron
para entenderse con el mundo
y hacerse entender entre todos esos blancos que querían sacarle los ojos.
Elvis ya estaba muerto cuando lo del accidente de su hijo, así que eso no cuenta.
Sin embargo podría hablarle durante horas del viejo Bobby Johnson
(“I want you to squeeze my lemon / until the juice runs down my leg.”),
que era amigo de francachelas de su padre y más de una vez durmió en el cobertizo,
o de BB King, que hoy se ha marchado para siempre,
según acaba de escuchar en la radio que le trajo su hijo la última vez que vino a visitarlo.
No lo dice porque sea negro, pero el viejo Bobby,
ése sí que sabía cómo poner a bailar a las culebras,
él sí que podía echarse por lo alto el río Mississippi
y hacer que moviera su culo de lodo para volver tarumbas
a unos peces tan grandes como caballos
porque se alimentaban de la carne de los negros.
Entonces, cuenta, no hacía falta coger el tren para Chicago o Greenville
para escuchar a los mejores. Bastaba esperar en el cobertizo de casa
a que el bueno de Bobby o cualquier otro pasara
y quisiera invocar a todas esas culebras azules de los algodonales.
Quizás le suenen Muddy, Muddy Waters, o John Lee Hooker
o quizás el pobre de Charley Patton,
tipos que venían por aquí, bebían con el viejo
y les salían ampollas en las yemas de los dedos y en las entrañas de tanto sobar sus guitarras.
Al bueno de BB King él sólo lo ha escuchado en la radio,
pero tampoco hace falta haber estado en Las Vegas
para saber todo el jugo que ese gran hijo de puta podía sacarle a sus Gibsons,
de modo que no le hable de Elvis, por favor.
Porque fue el viejo bluesman y no Elvis el que en verdad tuvo la culpa de todo,
BB King y la radio, esa preciosa radio que los chicos arrancaron de un Chevy del 56
abandonado al lado de la estatal, allá donde aquel árbol.
Porque aquí, me dice señalando la distancia, en estos acres desnudos que usted ve,
nació el blues. A latigazos, a pura sangre, como usted quiera,
pero fue aquí donde nació.
You can run, you can run, tell my friend-boy Willie Brown
You can run, tell my friend-boy Willie Brown.
Desde el modesto porche de su casa nos quedamos absortos ante la llanura
y, en efecto, no lejos, se recorta un solitario árbol
donde acaso vayan a descansar todos los pájaros de diez millas a la redonda.
Aquél, me dice, apuntando en dirección a Clarksdale, es el famoso crossroad.
En otro tiempo esto fue un bosque pero desde que llegaron los esclavos
no ha sido más que una inmensa llanura de algodón,
que es lo mismo que decir una tierra condenada,
añade alzando la lata de cerveza en dirección a las nubes.
Un día, me dice, el río se tragará todo el Estado y hará bien:
fue ahí mismo, en ese cruce, donde se cuenta que el viejo
Bobby Johnson invocó al diablo,
no te olvides, aquí donde tantas criaturas murieron como
perros, peor que los perros,
sangrando ante una bala de algodón.
Sus huesos forman parte de esta tierra, y uno debe llevarlos consigo
camino adelante en esas cien libras de tierra, pero tampoco
tiene que hacerle mucho caso
a un negro idiota que ni siquiera va a llegar con todas sus falanges a la tumba.
La naturaleza siempre acaba por ganar y si no que se lo pregunten a los pobres nepalíes
que, según ha escuchado en la radio, acaban de sufrir dos terremotos
y han muerto como conejos aplastados en sus casas.
También aquí murieron como conejos, de modo que lo que el pobre Bob Johnson
creyó ver en el cruce, no fue al diablo, sino a las miles de almas errantes que quedaron aquí,
sepultadas por las crecidas del Mississippi para servir de abono a los algodonales.
Fue a ellos a quienes se encomendó, fue a esos pobres diablos
a quienes se metió en las tripas ese día.
La vida de los pobres siempre es igual en todos lados,
tienen que comer lo que les echen y cada tarde dar gracias al Señor por seguir vivos.
Y cantar, cantar mucho para que los otros se paren a escuchar sus lamentos.
Pero todo eso acabó en el 46, cuando los mismos
que nos habían explotado durante generaciones,
decidieron que les sobraban los negros y pusieron máquinas para recolectar el algodón
y los muchachos tuvieron que poner a enfriar sus negros culos en las nieves de Chicago.
Él se hizo carpintero de un día para otro.
Durante años tuvo una carpintería en un cobertizo cercano a su casa.
Entonces no venía un alma al famoso cruce de la 61 con la 49 y esto estaba muerto.
De la carpintería ha vivido y no es que le gustara demasiado
trabajar la madera, ni tampoco puede decir que fuera un virguero
con las gubias y las garlopas, pero desde entonces fue su propio patrón
y en algo tiene que trabajar un jodido negro como él, dice.
La madera es tan buena como cualquier otra cosa para ganarse los cuartos
y nunca faltará la madera ni el trabajo de la madera en el Estado de Mississippi, no señor.
No hay cerca de pino a treinta millas a la redonda que no haya pasado por sus manos,
ni negro que no se haya ido en uno de sus ataúdes,
puedo apostar mi culo, si es que dudo de sus palabras.
Su hijo, dice, alzando la lata ya vacía al moribundo cielo, él sí que era bueno,
hubiera sido el mejor ebanista del Estado, pero, lo que son las cosas,
le dio por la jodida guitarra y en esta tierra cuando a alguien le da por la guitarra
es como si hubiera vendido sus manos a un ángel, eso es,
o al maldito diablo, nunca se sabe, como se cuenta que hizo
Bobby Johnson justo ahí, en ese cruce.
Y todo por esa radio que los chicos arrancaron de un Chevy del 56,
todo porque según Bobby, ese tal Willie malvendiera su alma por ganarse la vida tocando,
todo porque ese maldito río se haya llevado por delante a tantas criaturas
y haya tantos a los que le han sangrado los dedos rasgando unas cuerdas
tan cabronas como el espinoso algodón,
todo porque este sitio no da otra cosa que vagabundos y guitarreros de voz rota,
de modo que su hijo no paró hasta tocar con BB King, ese sí que era bueno, hermano,
pero todo se quedó en eso, en una vez y ayer, según he escuchado por la radio,
ha muerto el gran BB King, que dios lo acoja.
Por esa sola vez sacrificó mi hijo su trabajo de ebanista y eso no es justo, no señor,
o vaya usted a saber, igual sí que le mereció la pena,
porque, pensándolo mejor, lo que no merece la pena
es dejarse los dedos en una maldita sierra,
llegar solo a esa edad en la que uno espera las nubes
no para que descarguen todo lo que llevan en sus entrañas
sino sólo para verlas pasar, pero mi hijo, bueno, mi hijo
tocó una vez junto al gran Riley King y eso es algo de lo que ya ni usted ni yo podremos presumir
y ahora seguirá por Baltimore con su cojera y su vida y su guitarra, y seguramente
hoy es un día muy triste para él y es que la vida se lo acaba llevando todo, como el jodido río.
Mis dos falanges, por ejemplo.
I’ve got a sweet little angel / I love the way she spread her wings
Yes got a sweet little angel / I love the way she spread her wings
y todo ese pedazo de cielo ahí, no sé cómo explicarme, bah,
lo mejor será que vaya a por otras dos cervezas,
antes de que se ponga a soplar ese maldito viento de Arkansas
o que al diablo le dé por hacer un agujero del tamaño de una sandía
en el corazón de la noche y tenga que lamentar toda su vida
el haber arrastrado su blanco trasero por el arrabal de Hopson.
EL GRAN BOSQUE
HOMENAJE PÓSTUMO A DYLAN THOMAS
“De nuevo esa furcia, joder, quítala de en medio”, me gritaba.
“He huido de ella como un antílope desbocado,
pero sus dentelladas son tan ciertas que, más que correr,
debiera invitarla a una pinta.
Pero escucha, escúchame, mientras nuestras rodillas se descarnan
y la herrumbre nos descalicha los huesos, nuevos huesos toman las palas y las sierras,
una nueva chica quedará en cinta sobre la ladera de West Cross
y el más borracho entre los borrachos volverá a lamentar no haberse dejado morir
cuando aún estaba caliente el cuerpo de Rose Souther”.
“Ahí, ahí la tienes”, dice agotando su noveno vaso de bourbon,
y señalando hacia la puerta, pregunta:
“joder, ¿es que no hay nadie más que yo capaz de soltarle cuatro cosas,
es que todos os vais a quedar con los brazos cruzados mientras esa cabrona os desvalija?
Porque ella es igual para quienes cosen redes en las playas del Índico
que para quienes en tan sólo unos días arrastrarán sus pies sobre la nieve sucia de Greenwich Village”.
Luego se acerca a los que juegan al billar
y les pregunta en voz alta que si puede pagar a una mujer por qué esa mujer no llega.
Yo no digo nada. Le vuelvo a llenar el vaso y callo.
Bien sabe el buen Dios, que su cara hinchada
y sus ojos asustados hacen chirriar mis huesos.
No hace mucho perdí a mi madre, y en los ojos asustados de aquel tipo
volví a ver sus ojos antes de entrar en el gran bosque.
Lo demás lo he sabido por los diarios, que ese viejo cascarrabias murió al día siguiente
en un hospital cercano, que no se cansó de hablar de esa mujer,
Rose Souther, que no tenía nada, que a nada temía,
que seguía rajando y rajando de esa furcia,
pero por más que lo busqué nadie contaba nada de la tal Rose,
ni de sus enormes ojos asustados, como si por fin, cansado ya,
se aprestara a entrar en el gran bosque.
E-MAIL ENVIADO A LA CHICA DE LA VENTANILLA
NÚMERO NUEVE DE EDWARD HOPPER
TAL vez usted no sepa quién soy. No importa.
¿Es la chica de la ventanilla número nueve?
Si es así, quizás le convenga leer estas letras.
Si no lo es, perdone, he debido equivocarme. Tenga, de todos
modos, un buen día.
Mire, si me permite un momento, puedo decirle que por aquí ya amanece,
que el sol culebrea en las fachadas,
que han florecido las mimosas, que se espera un día soleado,
los trenes seguirán pasando a su hora,
y puede que alguien viaje en esos trenes y que lleguen a alguna parte.
Mire, justo ahora suena una bocina, la escucho no muy lejos...
Vibra la vida alrededor, sobre las cosas hechas,
como el ladrar de un perro o el pasar de un carromato...
No me pregunte cómo he sabido que usted no estaba bien,
que hoy, tan lejos de usted misma, no le consuela
el dulce mordisco de la brisa, ni mis pobres explicaciones
acerca de la salida del sol y el puntual paso de los trenes.
Bueno, qué puedo decirle, la comprendo, no siempre la poesía es infalible,
no siempre acierta con la respuesta que de ella esperamos.
Si así fuera, yo sería hoy un hombre acabado en su ser,
como ese pájaro que vuela indiferente a sí mismo,
o como el naranjo que veo ahí, tras la azotea, hincado en tierra,
y aun así, vea cómo al nuevo sol se desperezan sus frutos
encendiéndolos como si dentro de ellos alguien los conectase con el mundo,
pero a veces la poesía no consuela, sino que muerde y muerde
sin soltar la carne. Y, mire, mira, acaso es bueno que así sea.
Pero aquí ya sale el sol, óyeme, está saliendo el sol,
el mismo que acaso ahora veas huir de sus mejillas,
mientras en alguna parte de mí o de usted misma, un tren avanza espantando el sueño,
y quiero pedirte pedirle que alce esos ojos, que hoy no entregues tus ojos a la noche,
que hoy, al menos hoy, no te me rindas, que asiente bien los pies, que alces la cara,
pues seguramente habrá mimosas florecidas ahí, en su afuera,
cerca de usted, en usted misma, y habrá pájaros y gatos,
rojos colibríes suspendidos en el aire,
y no lejos de ti habrá naranjas dormidas ante el último sol de este invierno,
y al final, en una estación del Sur, yo sé que habrá alguien esperándola.
Ya, puedo pensar que todo esto no se llevará el dolor que sientes,
pero quizás le guste saber que ahora aquí, desde tan lejos, el sol se alza sobre el campo
y pasa un carromato camino del mercado y los perros ladran a la luz y a las mimosas.
Es posible que quieras saber y es por eso que le escribo que aquí está amaneciendo,
que no hay un solo lugar sobre la tierra donde no amanezca
hoy, alguna vez, todos los días.
AJUAR FUNERARIO
Mil libras le ofrecieron al bueno de John Brutcher por descubrir su tesoro.
Claro que él nunca imaginó la verdadera grandeza de su hallazgo.
Lo que hiciera con esas mil libras,
no lo sabremos nunca y ésa es el tipo de pregunta que nadie se hará
ante el impresionante tesoro de W. (ved catálogo)
Tampoco sabremos quién fue el artífice de todas esas piezas,
quién las modeló, ni en qué condiciones ejecutó su trabajo.
Aquella plata fue labrada y olvidada, en eso cabe toda su explicación.
La placa del museo lo data en el siglo IV,
y seguidamente habla del lugar donde se halló el ajuar funerario
y de un posible clima de inestabilidad política en la zona,
todo lo cual explicaría... pero no, nada dice de aquel hombre
que durante días labró y labró la plata.
Para el arte parece mucho más interesante saber qué noble de la zona
encargara aquel ajuar y cuáles fueran sus modelos...
Hemos dejado de leer y nos sentimos sorprendidos
por una especie de extraña indefensión.
Un pensamiento nos roza la cabeza:
pasamos ante las cosas viendo lo que otros ya han visto de esas cosas,
lo que otros quisieron que nosotros apreciáramos,
lo que otros creyeron importante o discreto o bueno que tuviéramos en cuenta,
pero ahí, en una de ésas, invariablemente, se nos queda el bueno de John Bruchter,
o Butter, quién podría rectificarme, un tipo honrado que araba las tierras de W.
y que se tomaba su trabajo tan en serio,
que hundía la reja del arado un poco más que todos sus predecesores
(y ahí tenemos la clave mecánica y real de su descubrimiento),
pero aquel día, cuenta Dahl, nevó y el bueno de Butner
tuvo que arrodillarse en mitad de la nevisca
para extraer una por una las 37 piezas del actual tesoro
y por un instante nos ciega la leyenda de esas piezas,
expuesta en un cartel, repetida luego en el audífono y en el libro,
donde no aparece el nombre del pobre tractorista,
ni el de su mujer Alison o Meredith, quién sabe,
que al llegar a casa frotó los pies y el pecho al bueno de John Bruchner
para que no muriese de una pulmonía (no murió, según parece).
Salimos del museo con esas piezas grabadas en la mente, siglo IV, la inestabilidad, etc...
Aun llevamos en las sienes el bip bip del audífono, su sospechosa exactitud.
¿Pero quién fue Bichner?, me pregunto con tristeza,
y es como si nuestras pobres almas estuviesen hilvanadas en una carne dura
y en su olvido diáfano y sencillo descansara el mío y el de mis cosas,
mis zapatos, por ejemplo, este poema.
Pero se nos hace tarde: nos esperan en casa. No tenemos ni un minuto más
para Buther o como se llame, ni para el platero que modeló aquellas 37 piezas.
Y sin embargo es a sus trabajos bien hechos que debemos
el tesoro, esa suspensión simbólica en la historia,
como nos recuerda Dahl y nadie más recuerda.
UN AVIADOR IRLANDÉS PREVÉ SU MUERTE
VERSIÓN HOMENAJE A W. B. YEATS
Algún día tenía que irme al otro barrio
y lo mismo es hacerlo aquí, sobre las nubes,
que despeñarme al buscar una cabra perdida o persiguiendo al lobo.
Ahora estoy aquí, en medio de toda esta locura,
eso es todo, y ni con mis enemigos perderé un segundo de rencor,
ni a los amigos pediré que me recuerden.
No tengo nada a que llamar país, salvo
a ese puñado de casas y de gentes
que es Kiltartan Cross y que seguirá estando donde siempre estuvo.
Por allí andarán ahora todos a quienes quiero.
Unos quizás estén de regreso a casa tras un duro día,
otros, los que llegaron antes, calentarán al fuego sus manos ásperas.
Si ahora estoy aquí es porque así lo quise entonces,
ni ellos, los que ahora beben té bajo las grandes lámparas,
y por pudor o elegancia nada dirán sobre la sangre,
me convencieron con su sutil verborrea,
ni todas esas pobres gentes que se agolpaban en las calles,
ciegos de rencor, me empujaron a esto.
Sólo a este vértigo, a esta sensación de pájaro
que pronto alcanzará la tormenta,
aquí, en mitad de todo y de nada,
debo este momento de suprema libertad.
Para quienes crean que lo mío es una locura,
sólo quisiera decirles que mucho medité lo que me hacía,
lo que hubiera de venir habría de venir sin remedio,
aquello que fui dejando atrás, atrás quedó,
morir y vivir son sólo parte de ese plan instantáneo y eterno.
ANTE “MUJER HACIENDO UNA PIZZA”,
DE EDWARD HOPPER
Querría comenzar este poema,
pero, lo sé, no tengo gran cosa que decir.
Porque, cómo lo diría,
todo cuanto ha de caber en él
debiera ser tan leve como tú,
mientras mezclas harina y agua para hacer una pizza,
esa manera tuya de saber que estás, que eres,
desnuda desde dentro y desde fuera,
ese estar conforme contigo y con las cosas,
con la harina y con las gambas, por ejemplo,
con la miel que dejas derramar sobre la masa,
con ese mancharte de las cosas,
con ese hacer que las cosas vivan
y sean vivas en tus dedos,
y querría escribir este poema tan desnudo como tú,
mezclando harina y agua, alcaparras, miel,
y no pedirle nada más al mundo,
sino ser consciente de mí mismo en este instante,
saber que el tiempo existe mientras escribo este poema,
que existes tú mientras mezclo todas estas cosas,
y tomar en mis manos miel y letras y harina y alcaparras
y saber que la vida, toda vida, cabe en esto,
en una mujer desnuda escribiendo un poema,
en unos dedos que nunca se cansan de ser dedos,
en la harina de estas letras torpes
manchadas de dedos y de vida.
HOY
Parece hoy un día cualquiera. De hecho, ni llueve ni hace frío,
dice el calendario que es un día de abril
como cualquier otro día de abril, hermoso y Aries,
que ladran los perros y los pájaros no se cansan de cantar y de perseguirse por el cielo.
Pero hoy nada me importa que los pájaros canten hasta ahogarse,
que se persigan por el aire hasta caer brutalmente agotados,
nada sería distinto si hoy las rosas hubieran hecho huelga,
o a los autobuses les diera por cruzar en verde y sin aviso los semáforos,
si hoy se hubiera muerto Petrarca o Garcilaso no me inmutaría,
de nada me serviría hoy el haber por fin escrito un poema inmortal,
ni haber escapado de las mallas de Guantánamo,
seguiría estando mal, endiabladamente mal, aunque todos los reyes
se hubieran convertido en batracios,
aunque esta tarde se hubiese descubierto un nuevo continente,
o al retirarse las dunas, una vieja ciudad se hubiera erguido en el desierto;
hoy nada de mí habría sido mejor de haber anunciado los periódicos
un fármaco infalible contra la estupidez o la injusticia,
y nada habría sido mejor, porque hoy, sabedlo, me duele vivir
como a una mano metida en cloroformo,
como a un corazón ardiendo en un vertedero.
Respirar es hoy un trabajo mucho peor que bajar a la mina
y al alzar los ojos, al encender los ojos, al poner los ojos sobre el mundo y abril
y todas esas rosas, todo yo me duelo
tal que acabara de caer desde la altura de mí mismo y me hubiera roto todo.
Hoy de nada me ha servido que la vida me salga a devolver,
que mañana camine hacia Granada para recibir un premio inmerecido,
de nada sirve que hoy abril se acode en mi ventana con sus nubes y sus pájaros,
o que suene cien veces el teléfono o los amigos me regalen una noche
con laureles y cantos y poemas.
Hoy todo está muy quieto y muerto por aquí, terriblemente quieto y muerto.
Y todo porque hoy no cuento contigo. Porque al mirar a tu lado no te he visto,
porque al disparar la foto ya no estabas,
porque a mi lado descubrí una rosa muerta que olía a ti.
Y estoy confuso, hueco, sin materia, como si nada hubiera entre mis células
y sí un engrudo, una baba, algo ya muerto. Y tanto trabajo y tanto dolor por delante.
Porque solemnemente juro que no sé qué hacer
cuando todo lo que tengo que hacer es diluirte,
desmontarte, ir tejiendo una guirnalda de vacío en torno a ti,
sacarte amargamente de mis calles, borrar tu nombre de los días,
de los caminos, de los hoteles, de la hierba,
precintar cada árbol, cada tarde, empaquetarte entera,
con tus cartas y tu voz, con tu risa y con tu humor algo rasgado,
abandonar tu resplandor, rendirme. Hacerme cuenta de que he vuelto al invierno.
Hoy estoy descubriendo un mundo que no te contiene, que no te espera
y ese mundo no me gusta.
Ese mundo me aterra. No sirvo para ese mundo nuevo que es estar sin ti.
Ahí afuera sigue siendo primavera. Sé que la vida regurgita alrededor como un venero.
El otro día en Ronda los pájaros volaban y volaban bajo el puente, atravesando el puente,
sujetos a la grieta, prendidos al abismo,
lejos los campos verdes, los viejos olivares, los cortijos jalonados de palmeras.
No sé. De pronto todo eso hoy no es más que paisaje,
acaso el más hermoso paisaje de la Tierra, pero tú ya no estás allí,
no estás allí para mostrarte todo aquello, para decirte, mira,
¿has visto alguna vez campos tan verdes, montañas tan azules, pinos tan serenos?
En vez de eso, te desprendes de mí como los pétalos de una rosa muerta
y es esa la tristeza que reblandece los verdes, exultantes campos,
absorbiendo su luz, negreando los caminos ahora convertidos en hoscas cicatrices.
Y así todo. Hasta las avispas parecen torpes, como torpes son los perros
mientras con barro de mi orina tapo tu vacío,
mientras hundo y hundo los dedos en tu vacío sin nombre,
hasta modelar esa nada que me cubre y que eres tú sin ti, tú sin mí, tú
ante la inmensidad evanescente de un mar desconocido.
Y es por eso que hoy estoy mal, rematada, ansiosa, descalabrada
acaso injustamente mal. Porque ningún perro me ha arrancado el bazo de un bocado,
ni ningún meteoro ha destruido mis certezas,
ningún naufragio ha devuelto a mis costas cientos de cadáveres,
nadie hoy ha sido atropellado en lo que es,
ni se han dictado leyes que disminuyan el hecho de ser hombre,
pero hoy me zumba el dolor por las orejas, me estalla el dolor por las junturas,
me dobla, me rodea, arrastra mi sombra por el barro,
porque hoy el dolor se ha propuesto triturarme,
regalarme un día de abril tan negro como un pozo,
hoy ha conseguido que hasta la piel, que he dejado colgada y abatida de la percha,
me raspe los huesos con la promesa de una sombra lejana, inaprensible
que no se llevará lo que queda de abril ni entero mayo,
y así, sentado en esta silla diríase que estoy ante el patíbulo,
y todo cuanto ayer fuera abril y pájaros, hoy es esto,
esto, malditamente, nefastamente, abrilmente esto.
Y todo porque tú no estás. Porque te me has volado
y es abril y es sombra y es hoy, amor mío, cómo duele todo.
Y NO HUBO TREGUA
(VISITA AL CROMLECH DE OS ALMENDRES)
Aquí estamos. Hemos venido a no olvidarlo,
eran duras las jornadas y la sangre ya tenía el dulce e intranquilo sabor de la sangre,
y a ella acudían los hombres como se acude al arroyo o al nido de cigüeñas.
Era dulce arrancarla, dulce era esparcirla por el polvo,
más dulce aún darla a beber a los muchachos
y a las mujeres encinta. ¿Recuerdas? En algún lugar de nosotros ya está eso,
en algún lugar de nuestra sangre está esa sangre dulce
como los madroños maduros o la leche de cierva.
No lo olvidamos, quién puede olvidarlo.
Alguien de entre nosotros dijo que eran hombres perdidos en las breñas,
volanderos hombres que se miraban los hombros
hasta quedar mortalmente extrañados
de haber perdido la gracia inconsútil de los pájaros.
Alguien nos dijo que miraban hacia el sol y, por más que caminaban, no lograban alcanzarlo.
Siempre un río se interponía entre ellos y el sol, siempre una nube o una montaña,
siempre un día de lluvia y una noche y una poza abierta,
la llamada de la sangre y de la orina,
siempre un niño enfermo, siempre una mujer pariendo,
un hombre descalabrado, (siempre un buitre haciendo círculos),
la piel de un lobo colgando de las ramas
y el color con que se tiñe la tarde, y el de los ingrávidos petirrojos
que sueñan desde entonces con el mar.
Y la lluvia. No se nos olvide la lluvia.
Pero nosotros, sabiendo todo eso, ajenos a todo eso,
giramos como peonzas por el bosque de piedra,
caemos absortos ante esa enorme boca con todos sus dientes,
en silencio andamos por el teatro de piedras hincadas hasta el tuétano,
hasta la misma matriz, escuchando un murmullo de ondas y de aljibes,
un ejército de piedras en armas contra la noche toda,
un archipiélago de piedras sobre un mar de estrellas y rescoldos,
y dentro de ese círculo de tierra y dentro del dibujo del sol
y dentro del meandro, esa gran boca, la hirviente constelación,
el gran murmullo, el tirón hacia las tripas,
la sangre que regresa hacia la tierra, que de nuevo empapa la tierra
para sentirla a la vez como amenaza y protección,
abrigo y nada. Dentro y fuera al mismo tiempo.
Y el universo todo sangra, se pone a sangrar, menstrúa, hierve,
nos salpica de su sangre y nosotros, ya perdidos
en la lengua del humo y de la espuma, brasas encendidas por el viento,
buscamos una palabra aquí y otra palabra allá
y al juntarlas, al trazarlas en el espacio vacío, sentimos
la sangre toda de ese universo, su oquedad,
su respiración, su sílex, su música cautiva, y algo en el peso y en los ojos,
algo en los quebraderos de la luz y de la fragua,
se pone a recordar, a escupir semillas hacia su intuición primera,
hacia ese acérrimo apalpón de la vida y del coágulo...
La llama que se quiebra cuando ya sabemos que bajo nuestros pies
la tierra no sólo nos sostiene, que la tierra no sólo nos condena,
sino que tira de nosotros hacia nosotros, como esas alas
que perdimos por las trochas y los ríos.
La gravedad de lo ingrávido, la sujeción del sol,
eso que los hombres pusimos ante el sol
para que el sol nunca se olvidara de nosotros, para que el sol supiera
que por allí pastaban los rebaños, que por allí los hombres
ya buscábamos a los dioses con nuestras enfermedades y sequías,
nuestras debilidades, nuestras hambres, ah, nuestras angustias
y que a falta de otra cosa, teníamos piedras, las más grandes piedras
y el común esfuerzo de traerlas y de alzarlas
para dibujar esa enorme boca que ha de devorar al sol o hacer
que se rinda ante su círculo perfecto.
Y no hubo tregua. Ya no hubo tregua. Y aquí estamos,
bajo la danza eterna de la sangre.
ACRÓPOLIS
Has subido a la Acrópolis,
has fotografiado la oquedad de esos frisos que están a diez mil quilómetros de allí,
te has sentado sobre las piedras que alguna vez dieran cobijo a las jóvenes deidades
que sirvieron a Atenea y recibieron sus cuerpos como quien recibe una fruta
y has contemplado la ciudad a tus pies, ese enorme rastrojo, una tarántula quemada por el sol,
como acaso los sabios de la antigüedad debieron verla.
Pero qué me dices de esa chica que tienes frente a ti,
mientras dibujas las piedras tiradas por el suelo
y meditas en el esfuerzo y la ilusión que debiera suponer
la construcción del Gran Padre, cuyas columnas, hoy
restaura un obrero envuelto en una camisola del Barça.
Te hablaba de esa chica que ensaya poses serias y teatrales, apocada casi, frente a la Medida,
al tiempo que su novio (acaso desde hace unos días su marido)
asienta el trípode meticulosamente y sobre él fija su cámara,
luego saca lentes, filtros y objetivos de una bolsa,
y tras ponerlos a la vista, se coloca tras la cámara para encuadrar, medir, ajustar, considerar,
y dar órdenes a la chica (quizás ya su mujer), mientras tú,
que has abandonado el dibujo, te concentras en ella, en esa chica,
paciente, respetuosa ante el trabajo bien hecho de su novio (su marido)
que sopesa la luz, que organiza mentalmente la foto
mientras ella, rodeada de turistas japoneses, noruegos o italianos, la chica, digo,
que no es hermosa ni tiene por qué serlo, espera a que su novio
(tal vez ya no sólo su novio, por qué no) acabe de una vez las mediciones,
nuevo sacerdote que calibra la luz, que se inclina ceremoniosamente ante el visor
como lo haría ante los planos que allí mismo le presentara el propio Fidias,
sopesando una y otra vez la postura y la posición de su chica,
fotómetro en mano, ajeno a la belleza inconsútil del viejo patriarca,
ciego ante el prodigio, ante la Medida, ante la Humana Proporción del Partenón,
ese templo que el griego levantara para que el hombre pudiera medirse y contemplarse,
pero, sobre todo, para hacer saber al mundo
que una vez reinó la belleza y la medida sobre el hombre,
mientras ella aguarda, mueve el pie, gira el cuello, presenta la cadera,
corrige la posición de la barbilla o sujeta el pelo que el viento desparrama levemente,
y allí detrás espera el Gran Padre a que por fin el chico, que ahora exhorta a su Panatenea,
a ver concéntrate, por favor, no, ahora ni te muevas, un momento, uffff,
a ver así, así, quizás un poco más a tu izquierda, un pelín tan sólo, no, no tanto,
el Gran Padre, digo, con su belleza indesmayable que aguardándolos ha estado
durante (esperas a buscarlo en esa guía) digamos muchos siglos,
hasta que por fin sonríe la chica y el marido toma aire, (ah sí, aquí está: dos mil quinientos años)
se encomienda a Dios y la máquina hace clap y el mundo comienza, clap,
de nuevo, clap interminablemente.
Y tú después de eso, has estado allí, has vuelto a la ciudad,
te has mezclado con cientos, acaso con miles de turistas como tú,
como esos chicos (tal vez recién casados) que sólo subieron las duras rampas de los Propíleos para hacerse esa foto
que dormirá por siempre en su mesilla de noche a resguardo de turistas, venecianos, ingleses y turcos,
mientras una mujer ya entrada en años recordará que acaso la Acrópolis fuera aún más bella de lo que fue,
aunque quién, quién puede ya acordarse de aquella mañana
en la que el sol amenazaba con achicharrarla viva,
un turista dibujaba todo aquello en un cuaderno y la miraba divertido
mientras un obrero, de espaldas y con con camisa deportiva,
canturreaba una canción de moda...
Pero tú, tú de nuevo, que has estado ahí, y que como esa chica
has subido los Propíleos y te has mezclado con la gente,
que has leído el cartel donde dice έργα σε εξέλιξη, dime,
qué es lo te dejas sobre esas piedras, qué traes al Gran Padre en tu mochila
a cambio de esa emoción y ese temblor por el hombre y por los hombres
mientras el clap del tiempo suena sin desmayo
sin desmayo, sin desmayo, hoy, interminablemente.
SIN HIELO, POR FAVOR
Todo se acaba apagando como se apaga una caja de cartón en el agua
o ese cuadrilátero cuando alguien, casi inadvertidamente,
pone el dedo en el interruptor, dando su día por concluido.
No el lugar de los peces, no la ciudad donde dulces muchachas bailan tras el alba,
humedecidos los labios con sangre de estramonio.
Cuando vinieron a cubrirle la cara, aún volaba un mirlo azul entre sus párpados,
aún esa mujer brillaba lejana, extraviada en los puertos del pasado,
como dicen que brillan las estrellas.
Nadie recogió el mazo de folios que guardaba en el cajón de la mesilla,
un limpiador se puso guantes para echarlo a la papelera,
nadie se acercó a la ventana y miró hacia el manzano
donde acaso esa mujer se alejaba de sí misma y del mundo para siempre.
Al fin todo son sombras: unas nos llegan desde el fondo del mundo
y otras dan en salir en busca del huidizo horizonte,
unas rodando, como las piedras que arrastran lecho abajo las grandes crecidas
y otras quietas, viendo cómo hasta ellas se acerca la noche.
No hay grandes diferencias. Un hombre es siempre un hombre,
ya corra de aquí para allá, furioso, chocando contra todo y contra nada,
una y otra vez, como si el último escollo fuera el primero
y sólo quedase el mar entre la noche y la aurora,
o ya permanezca sentado en su respaldo,
haciéndose creer que la lluvia o el sol lo curarán todo.
No le ponga hielo, por favor, le pido. No soporto el hielo.
Entre la vida y yo prefiero que nada se interponga. Las cosas que están
entre las cosas y uno mismo no me gustan.
Prefiero caminar cuando hay que caminar y sentarme cuando me siento cansado.
El mundo a todos nos arrastra. Sin hielo, por favor. ¿Podría indicarme
dónde puedo encontrar un sitio para pasar la noche
que no sea muy caro?, acabo de llegar del Sur. Hágase la cuenta.
Alguna vez anduve por aquí, pero de paso. Había muerto mi padre
e hice aquí transbordo. Recuerdo muy poco de aquel día.
Alguien tirado en la calle, quizás un accidente. Mucho lío de sirenas y luego nada.
Yo no estaba para eso, créame. Sólo tenía en la cabeza la muerte de mi padre y la caja de cartón que me quemaba en las manos
porque no sabía qué hacer con ella, pero de repente apareció aquel hombre
con la cabeza abierta y temblando no sé si de puro frío o de qué.
¿Sabe?, mi padre era un hombre honesto. Se pasó toda la vida cambiando de trabajo,
una vez montó un tallercito de máquinas de coser y otras vendió tijeras de podar,
pero entre una cosa y otra se ganó los cuartos de cantero. Sí, de cantero.
De ésos que a base de martillos dan formas a las piedras. Trabajo duro, sí señor.
No le gustaba romper piedras. Odiaba las piedras tanto como yo odio el hielo.
Pero sabía de piedras, eso puedo asegurárselo.
Le chiflaba inventar cosas y llegó a inventar una lavadora a pedales.
Durante años, la paseó por todas partes pero nadie le compró el invento
y tuvo que seguir y seguir picando piedras hasta sangrarle las manos.
Quién iba a querer lavar la ropa dando a los pedales,
cuando ya hay máquinas a las que sólo tienes que enchufar a la corriente
y lo hacen todo. Completamente todo.
Un día tomó un tren hacia el Norte y ya no volvimos a verle el pelo.
Quizás, se me ocurre ahora, también buscase a esa mujer bajo el manzano.
Quizás le contaran que en alguna parte del Norte las piedras eran más blandas
o que allá arriba a la gente no le importa pedalear mientras hace la colada.
¿Quién en el Sur entiende el Norte?
No es que no quisiera volver, sino que se quedó como varado en mitad de la nieve,
chapoteando en la nieve, no sé si me sigue, él, que siempre anduvo huyendo de sí mismo
y de las cosas que la vida interponía entre él y sus sueños.
El caso es que no pudo o no supo salir de allí, ¿comprende?
Yo al menos nada quiero reprocharle:
unos se quedan en el fondo del mundo y otros se lanzan en pos del huidizo horizonte,
como dijo el poeta y en eso, ya ve, uno no manda.
Mire, déjeme que le diga algo importante:
no hay dos piedras iguales. Para romper una piedra hay que saber de la piedra.
Cada piedra tiene su punto donde rompe. Sólo hay que encontrarlo y el oficio de cantero
consiste en saber el punto exacto donde la piedra parte.
Mi padre, que entendía de piedras, no le tenía miedo a nada,
pero quizás le faltara una verdadera pasión,
tal vez encontrar el sitio justo donde la vida parte.
¿Sabe lo que quiero decir? Yo me he pasado la vida buscando esa pasión por todas partes.
Sí, gracias, llénelo pero, por favor, no le ponga hielo.
Sin hielo todo iría mucho mejor. No sé por qué todos se empeñan
en poner hielo donde no hace falta hielo. El hielo sólo hace que todo
sea menos de lo que es. No sé a quién le interesa el hielo,
cuando lo cierto es que todo lo fastidia.
Quiero echar unos días donde sea. Me han dicho en el tren que por aquí no falta trabajo.
Pintar pisos y esas cosas. No le temo a nada, créame.
Mire, le contaré por qué estoy aquí: no hace mucho que murió un amigo
y antes de morir me mostró un puñado de folios que él mismo había estado escribiendo.
En aquellas hojas figuraba una ciudad donde se bailaba tras el alba
y una mujer a la que él había querido hasta la ensoñación.
No recuerdo el nombre de la muchacha, pero sí el de la ciudad
donde alguna vez aquel amigo tuvo a mano ser feliz.
Acaso nunca me atreviera a preguntarle el nombre de la chica.
Acaso nunca él se atreviera a revelármelo.
Pero aquellos folios eran la sombra y eran la revelación.
Parecía echarla de menos. La echaba de menos. Se le notaba a leguas el vacío.
Había como una grieta en él y yo sé que era esa chica,
ese espejismo que se le había traspapelado en algún cruce de caminos,
la brecha donde la piedra quiere dejar de ser piedra.
La ciudad de las mujeres que bailan tras el alba, figúrese.
Él se pasó toda su vida buscando esa ciudad que es también y ante todo una soñera.
Ese amigo murió y yo estoy aquí,
porque me he propuesto encontrar a esa muchacha
para tal vez decirle que ella, acaso sin saberlo,
fue el centro mismo del mundo, el lugar donde el mundo se quebraba,
por eso le digo que si usted supiera de algún lugar barato donde dormir,
o de alguna ocupación, le estaría muy agradecido. Será cosa de unos días,
porque esa mujer me espera y esa ciudad me espera y no quiero demorarme,
porque no es bueno que esa mujer vuelva a huir y deje sobre la hierba
el rastro de su paso y de su huida.
(Viene acercándose en los pasos confusos,
viene acercándose en los ruidos dispersos,
viene en los ruidos mudos, en los confusos
viene acercándose, viene acercándose, viene acercándose)
... y, bueno, por acabar la conversación: al llegar a donde mi padre me esperaba,
sólo encontré una caja de cartón con sus cenizas.
Viajé con ellas hasta el Sur. Muy cerca ya de casa
había un río que corría, plácido, entre los álamos.
Me descalcé y me arremangué el pantalón hasta casi las rodillas.
Deposité la caja sobre las aguas y vi cómo se alejaba lentamente río abajo,
hasta que diez o quince metros más allá encontró una raíz
y allí quedó, cada vez más empapada y hundida. Y así mi padre se unió a la corriente.
Yo esperé al siguiente tren, porque siempre hay un tren que te aleja de todo
como hay un cubo de hielo que canta en el vaso la canción de la mentira y de la ausencia,
un punto donde hasta la piedra más dura parte sin esfuerzo.
VARIACIÓN SOBRE UN TEMA
DE DONALD JUSTICE
No estarán esperándonos en una sucia taberna,
ni golpearán sus vasos sobre el pretil de un puente,
no tomarán el sol bajo una eterna sombrilla
ni observarán consternados cómo el viento
arranca el tejado de una casa. Será más fácil
encontrarlos en el desierto patio de la escuela,
cuando el sol haga sangrar el horizonte,
mientras gritan y corren bajo las ramas
de un viejo árbol que hace poco ha florecido.
Memoria, acude, haz que también ellos
regresen de las sombras
AGRADECIMENTOS Y DEDICATORIAS
Heart of the snack blues, está dedicado a la memoria de mi padre, labrador y a Pedro Vázquez, guitarrista. Y cómo no, a BB King. Ajuar funerario está dedicado a Ignacio Garzón y a Juan Antonio Muñiz. El gran bosque, a Julio y a Paula. Ante mujer haciendo una pizza... a Ada. Hoy está dedicado a Diego Vaya y a Adrián González D’Acosta. Querría también que en esta dedicatoria cupieran quienes en un día triste, me rindieron una cena y me regalaron el laurel que aparece en el poema. Ellos saben quiénes son. ¡Gracias! Y no hubo tregua, que narra las telúricas sensaciones en el cromlech de Os almendres (Evora) está dedicado a Pilar, Lale, Julio, Manuel y Gabriel que compartieron conmigo aquel día maravilloso de visita a nuestros mayores. Acrópolis está dedicado a Juan Blas Leal y a Ignacio Alcaría. A Guillermo Lacomba. Sin hielo, por favor, está dedicado a Lito y a Rafael Suárez Plácido, que nos abandonaron. A Davide Taccola, inventor de la lavadora a pedales. A todos los canteros pasados, presentes y futuros de Fuenteheridos.
POESÍA
El jurado del XV Premio de Poesía Vicente Núñez.
integrado por doña Matilde Cabello Rubio, don Pablo García Baena, doña Elena Medel Navarro, don Raúl Alonso Lorentey don Rafael Espejo otorgó, en la ciudad de Córdoba, el galardón al libro de poemas Corazón de la serpiente de D. Manuel Moya
Primera edición: septiembre de 2016
Diseño y maquetación: Pre-Textos (S.G.E.)
Balbucear, balbucear, balbucear.
¿Es que se puede decir de otra manera?
CALVERT CASEY
Tantos espejos, tantos yo.
CZCESLAW MILOSZ
VARIACIÓN SOBRE UN TEMA DE MARIO LUZZI
Dove mi porti, mia arte?
in che remoto
deserto territorio
a un tratto mi sbalestri?
MARIO LUZZI
Dime,
hacia dónde me empujas,
hacia qué territorio entre ciegas colinas,
hacia qué oscura corriente
donde hasta las más grandes piedras se ven arrastradas.
En qué lejano delta me dejas,
a qué lengua he de traducir el discurso del alba.
Yo, que no sé cómo he llegado,
yo, que no podré serviros.
No es mío este arco, no es mía esa presa,
aunque sepa apuntar con el arco,
aunque sepa abatir a mis presas.
A veces, al mirar al horizonte
soy consciente de que, por más que corra,
no lo alcanzaré,
porque el horizonte es también un espejismo,
como yo lo soy,
como lo es el arco para el animal que agoniza.
EL CASTILLO
Mentiría si os dijera que sé hacia dónde voy,
que ese castillo sobre el que giro y giro, sé dónde está.
Tampoco sé por qué he salido de casa, hoy, que el tiempo me pedía estar en casa, por qué he abandonado cuanto tenía a mi alcance
ante la falsa coartada de querer estar más cerca de mí,
cuando lo mejor hubiera sido arroparme en las cosas que tenía más a mano, cuando lo más sensato hubiera sido seguir haciendo lo que mejor sabía hacer y dejarme de carreteras crispadas y de hoteles donde una sarta de malmuertos
te escrutan en el ascensor y al huir de madrugada te sonríen
como si hiciera siglos que todo esto ya estuviera escrito,
pero en realidad no hay nada que contar
porque las sombras no cuentan, porque la noche no cuenta.
Todo para dirigirme hacia no sé muy bien qué, hacia no sé muy bien dónde, todo para alcanzar un lugar que no será mucho más habitable
o más cómodo que mi casa,
para hablar con gentes que entenderé aún menos que a los míos,
para citarme con quién en un cuarto o una calle donde creeré que estoy sólo de paso,
para verme allí, aquí, otra vez desnudo, recién duchado,
otra vez sin nadie, otra vez sin mí,
como una vibración, un aleteo, un nada entre dos nadas,
una nube que por un instante se posa sobre un árbol
para luego caer desplomada ante el sangriento horizonte.
Y mientras no logro poner en claro la razón de mi huida,
me pierdo, me voy perdiendo en una carretera que gira y gira en torno a mí y a ese castillo, como una horca que en cada curva me apretara un poco más.
Y por más que me alejo, los malditos torreones siguen estando
ahí, sin perderme de vista,
sin dejar de observarme, cada vez más lejos de mí,
más cerca cada vez de un lugar desconocido
donde inevitablemente seguiré siendo,
con mi mismo cansancio de ser sobre los hombros,
con mis mismas ganas de no hacer nada,
con todos esos temores que crecen en torno a mí
como crecen los yerbajos en un solar abandonado,
y todo para crearme la ilusión de que estoy cada vez más lejos,
para sentir más cerca cada vez ese lugar que imaginé ser yo,
inevitable, turbia, absurdamente.
Y así, a esa ilusión desordenada y banal me entrego
como el tronco que arrancó de cuajo la tormenta
se entrega a la crecida del río, porque a veces, para seguir siendo
hay que ser otro y hay que romper la cuerda que, sin saberlo,
da vueltas y vueltas a tu cuello, mientras el castillo, por más que avances, por más que te quedes, siempre está ahí, en lo alto, esperándote y mintiéndote,
desde esa ilusión que son las piedras y es el orden.
HEART OF THE SNAKE BLUES
Well I was standin’ at the crossroad, and my baby not around.
Well I begin to wonder, ‘Is poor Elmore sinkin’ down’
ROBERT JOHNSON
en la muerte de BB King (15 de mayo de 2015).
Nadie va a Hopson para quedarse. Si no eres uno de esos locos por el blues,
aquí pierdes el tiempo. No es un lugar para turistas,
sólo tiene un bar donde se toca por las noches, una comisaría
y una vieja fábrica de algodón que se cae a pedazos.
Ni siquiera el diablo pernoctaría aquí más de dos noches seguidas
a no ser que estuviera muy colocado
o de nuevo hubiera venido a tentar al primer borracho
que se hiciera pasar por un tal Bob Johnson,
pero si se te enturbian los ojos con la leyenda de John Lee Hooker,
si la palabra algodón te llega lastimada de látigos y culebras,
quizás sea este tu sitio.
Una vieja camioneta pintada de azul, la mítica estatal 49,
un motel de mala muerte, y un poco más allá, caminando hacia Clarksdale,
un cruce de carreteras con tres guitarras cruzadas
y un cartel oxidado que indica que Memphis queda 76 millas al norte
es todo cuanto encontrarás en Hopson, quedas advertido.
Hopson sería un lugar como otro cualquiera
si antes no hubiera sido un inmenso campo de algodón
y los negros no hubieran muerto allí como ratas,
pero un viejo negro que cada tarde se sienta en el porche de su cabaña
a escuchar la radio y seguir sin atención el vuelo de los estorninos
te recordará que estás justo en el sitio, en el mítico crossroad, en la encrucijada.
Así que con mucho tiempo por delante para acudir al club de blues,
con pocas ganas de hacer turismo por el condado,
me siento junto al viejo Ray, un tipo al que le faltan dos falanges
y que apenas si se ha alejado un par de veces de su tierra y de su río.
Con lentos sorbos de cerveza, fijando sus ojos en las nubes
que corren como palomas escopeteadas hacia el Este
me pregunta si vengo de muy lejos
y luego, tomándose su tiempo, me cuenta que una vez tomó el tren para Memphis,
cree que fue en verano del 77,
recién muerto Elvis, pero maldita la gracia que a él le hacía Elvis,
él fue porque en su entierro al menor de sus hijos lo atropelló un coche,
y le rompió la pierna por tres partes. A eso fue él a Memphis,
a eso y a hablar con un abogado para que le sacara las entrañas al conductor borracho
que atropelló a su hijo y mató a dos más en el maldito entierro de Elvis.
Pero en sus palabras no aparece nada parecido al rencor.
Como si cantara,
como si una canción le surcara las venas.
No le gusta Elvis, eso es todo. Todo el oropel, toda esa carraca que llevaba encima.
Un hombre no necesita de nada de eso para ser un hombre.
Por cada libra de carne, explica, un hombre ha de llevar encima cien libras de tierra.
Cuando llevas tu propia tierra en los hombros se va libre por el mundo,
y uno es alguien en las nieves de Canadá o en las playas de California:
cien libras, no hacen falta más, para ser alguien y ser libre.
El viejo Bob Johnson, sin ir más lejos.
Cien libras, una armónica y una estación de tren le bastaron
para entenderse con el mundo
y hacerse entender entre todos esos blancos que querían sacarle los ojos.
Elvis ya estaba muerto cuando lo del accidente de su hijo, así que eso no cuenta.
Sin embargo podría hablarle durante horas del viejo Bobby Johnson
(“I want you to squeeze my lemon / until the juice runs down my leg.”),
que era amigo de francachelas de su padre y más de una vez durmió en el cobertizo,
o de BB King, que hoy se ha marchado para siempre,
según acaba de escuchar en la radio que le trajo su hijo la última vez que vino a visitarlo.
No lo dice porque sea negro, pero el viejo Bobby,
ése sí que sabía cómo poner a bailar a las culebras,
él sí que podía echarse por lo alto el río Mississippi
y hacer que moviera su culo de lodo para volver tarumbas
a unos peces tan grandes como caballos
porque se alimentaban de la carne de los negros.
Entonces, cuenta, no hacía falta coger el tren para Chicago o Greenville
para escuchar a los mejores. Bastaba esperar en el cobertizo de casa
a que el bueno de Bobby o cualquier otro pasara
y quisiera invocar a todas esas culebras azules de los algodonales.
Quizás le suenen Muddy, Muddy Waters, o John Lee Hooker
o quizás el pobre de Charley Patton,
tipos que venían por aquí, bebían con el viejo
y les salían ampollas en las yemas de los dedos y en las entrañas de tanto sobar sus guitarras.
Al bueno de BB King él sólo lo ha escuchado en la radio,
pero tampoco hace falta haber estado en Las Vegas
para saber todo el jugo que ese gran hijo de puta podía sacarle a sus Gibsons,
de modo que no le hable de Elvis, por favor.
Porque fue el viejo bluesman y no Elvis el que en verdad tuvo la culpa de todo,
BB King y la radio, esa preciosa radio que los chicos arrancaron de un Chevy del 56
abandonado al lado de la estatal, allá donde aquel árbol.
Porque aquí, me dice señalando la distancia, en estos acres desnudos que usted ve,
nació el blues. A latigazos, a pura sangre, como usted quiera,
pero fue aquí donde nació.
You can run, you can run, tell my friend-boy Willie Brown
You can run, tell my friend-boy Willie Brown.
Desde el modesto porche de su casa nos quedamos absortos ante la llanura
y, en efecto, no lejos, se recorta un solitario árbol
donde acaso vayan a descansar todos los pájaros de diez millas a la redonda.
Aquél, me dice, apuntando en dirección a Clarksdale, es el famoso crossroad.
En otro tiempo esto fue un bosque pero desde que llegaron los esclavos
no ha sido más que una inmensa llanura de algodón,
que es lo mismo que decir una tierra condenada,
añade alzando la lata de cerveza en dirección a las nubes.
Un día, me dice, el río se tragará todo el Estado y hará bien:
fue ahí mismo, en ese cruce, donde se cuenta que el viejo
Bobby Johnson invocó al diablo,
no te olvides, aquí donde tantas criaturas murieron como
perros, peor que los perros,
sangrando ante una bala de algodón.
Sus huesos forman parte de esta tierra, y uno debe llevarlos consigo
camino adelante en esas cien libras de tierra, pero tampoco
tiene que hacerle mucho caso
a un negro idiota que ni siquiera va a llegar con todas sus falanges a la tumba.
La naturaleza siempre acaba por ganar y si no que se lo pregunten a los pobres nepalíes
que, según ha escuchado en la radio, acaban de sufrir dos terremotos
y han muerto como conejos aplastados en sus casas.
También aquí murieron como conejos, de modo que lo que el pobre Bob Johnson
creyó ver en el cruce, no fue al diablo, sino a las miles de almas errantes que quedaron aquí,
sepultadas por las crecidas del Mississippi para servir de abono a los algodonales.
Fue a ellos a quienes se encomendó, fue a esos pobres diablos
a quienes se metió en las tripas ese día.
La vida de los pobres siempre es igual en todos lados,
tienen que comer lo que les echen y cada tarde dar gracias al Señor por seguir vivos.
Y cantar, cantar mucho para que los otros se paren a escuchar sus lamentos.
Pero todo eso acabó en el 46, cuando los mismos
que nos habían explotado durante generaciones,
decidieron que les sobraban los negros y pusieron máquinas para recolectar el algodón
y los muchachos tuvieron que poner a enfriar sus negros culos en las nieves de Chicago.
Él se hizo carpintero de un día para otro.
Durante años tuvo una carpintería en un cobertizo cercano a su casa.
Entonces no venía un alma al famoso cruce de la 61 con la 49 y esto estaba muerto.
De la carpintería ha vivido y no es que le gustara demasiado
trabajar la madera, ni tampoco puede decir que fuera un virguero
con las gubias y las garlopas, pero desde entonces fue su propio patrón
y en algo tiene que trabajar un jodido negro como él, dice.
La madera es tan buena como cualquier otra cosa para ganarse los cuartos
y nunca faltará la madera ni el trabajo de la madera en el Estado de Mississippi, no señor.
No hay cerca de pino a treinta millas a la redonda que no haya pasado por sus manos,
ni negro que no se haya ido en uno de sus ataúdes,
puedo apostar mi culo, si es que dudo de sus palabras.
Su hijo, dice, alzando la lata ya vacía al moribundo cielo, él sí que era bueno,
hubiera sido el mejor ebanista del Estado, pero, lo que son las cosas,
le dio por la jodida guitarra y en esta tierra cuando a alguien le da por la guitarra
es como si hubiera vendido sus manos a un ángel, eso es,
o al maldito diablo, nunca se sabe, como se cuenta que hizo
Bobby Johnson justo ahí, en ese cruce.
Y todo por esa radio que los chicos arrancaron de un Chevy del 56,
todo porque según Bobby, ese tal Willie malvendiera su alma por ganarse la vida tocando,
todo porque ese maldito río se haya llevado por delante a tantas criaturas
y haya tantos a los que le han sangrado los dedos rasgando unas cuerdas
tan cabronas como el espinoso algodón,
todo porque este sitio no da otra cosa que vagabundos y guitarreros de voz rota,
de modo que su hijo no paró hasta tocar con BB King, ese sí que era bueno, hermano,
pero todo se quedó en eso, en una vez y ayer, según he escuchado por la radio,
ha muerto el gran BB King, que dios lo acoja.
Por esa sola vez sacrificó mi hijo su trabajo de ebanista y eso no es justo, no señor,
o vaya usted a saber, igual sí que le mereció la pena,
porque, pensándolo mejor, lo que no merece la pena
es dejarse los dedos en una maldita sierra,
llegar solo a esa edad en la que uno espera las nubes
no para que descarguen todo lo que llevan en sus entrañas
sino sólo para verlas pasar, pero mi hijo, bueno, mi hijo
tocó una vez junto al gran Riley King y eso es algo de lo que ya ni usted ni yo podremos presumir
y ahora seguirá por Baltimore con su cojera y su vida y su guitarra, y seguramente
hoy es un día muy triste para él y es que la vida se lo acaba llevando todo, como el jodido río.
Mis dos falanges, por ejemplo.
I’ve got a sweet little angel / I love the way she spread her wings
Yes got a sweet little angel / I love the way she spread her wings
y todo ese pedazo de cielo ahí, no sé cómo explicarme, bah,
lo mejor será que vaya a por otras dos cervezas,
antes de que se ponga a soplar ese maldito viento de Arkansas
o que al diablo le dé por hacer un agujero del tamaño de una sandía
en el corazón de la noche y tenga que lamentar toda su vida
el haber arrastrado su blanco trasero por el arrabal de Hopson.
EL GRAN BOSQUE
HOMENAJE PÓSTUMO A DYLAN THOMAS
“De nuevo esa furcia, joder, quítala de en medio”, me gritaba.
“He huido de ella como un antílope desbocado,
pero sus dentelladas son tan ciertas que, más que correr,
debiera invitarla a una pinta.
Pero escucha, escúchame, mientras nuestras rodillas se descarnan
y la herrumbre nos descalicha los huesos, nuevos huesos toman las palas y las sierras,
una nueva chica quedará en cinta sobre la ladera de West Cross
y el más borracho entre los borrachos volverá a lamentar no haberse dejado morir
cuando aún estaba caliente el cuerpo de Rose Souther”.
“Ahí, ahí la tienes”, dice agotando su noveno vaso de bourbon,
y señalando hacia la puerta, pregunta:
“joder, ¿es que no hay nadie más que yo capaz de soltarle cuatro cosas,
es que todos os vais a quedar con los brazos cruzados mientras esa cabrona os desvalija?
Porque ella es igual para quienes cosen redes en las playas del Índico
que para quienes en tan sólo unos días arrastrarán sus pies sobre la nieve sucia de Greenwich Village”.
Luego se acerca a los que juegan al billar
y les pregunta en voz alta que si puede pagar a una mujer por qué esa mujer no llega.
Yo no digo nada. Le vuelvo a llenar el vaso y callo.
Bien sabe el buen Dios, que su cara hinchada
y sus ojos asustados hacen chirriar mis huesos.
No hace mucho perdí a mi madre, y en los ojos asustados de aquel tipo
volví a ver sus ojos antes de entrar en el gran bosque.
Lo demás lo he sabido por los diarios, que ese viejo cascarrabias murió al día siguiente
en un hospital cercano, que no se cansó de hablar de esa mujer,
Rose Souther, que no tenía nada, que a nada temía,
que seguía rajando y rajando de esa furcia,
pero por más que lo busqué nadie contaba nada de la tal Rose,
ni de sus enormes ojos asustados, como si por fin, cansado ya,
se aprestara a entrar en el gran bosque.
E-MAIL ENVIADO A LA CHICA DE LA VENTANILLA
NÚMERO NUEVE DE EDWARD HOPPER
TAL vez usted no sepa quién soy. No importa.
¿Es la chica de la ventanilla número nueve?
Si es así, quizás le convenga leer estas letras.
Si no lo es, perdone, he debido equivocarme. Tenga, de todos
modos, un buen día.
Mire, si me permite un momento, puedo decirle que por aquí ya amanece,
que el sol culebrea en las fachadas,
que han florecido las mimosas, que se espera un día soleado,
los trenes seguirán pasando a su hora,
y puede que alguien viaje en esos trenes y que lleguen a alguna parte.
Mire, justo ahora suena una bocina, la escucho no muy lejos...
Vibra la vida alrededor, sobre las cosas hechas,
como el ladrar de un perro o el pasar de un carromato...
No me pregunte cómo he sabido que usted no estaba bien,
que hoy, tan lejos de usted misma, no le consuela
el dulce mordisco de la brisa, ni mis pobres explicaciones
acerca de la salida del sol y el puntual paso de los trenes.
Bueno, qué puedo decirle, la comprendo, no siempre la poesía es infalible,
no siempre acierta con la respuesta que de ella esperamos.
Si así fuera, yo sería hoy un hombre acabado en su ser,
como ese pájaro que vuela indiferente a sí mismo,
o como el naranjo que veo ahí, tras la azotea, hincado en tierra,
y aun así, vea cómo al nuevo sol se desperezan sus frutos
encendiéndolos como si dentro de ellos alguien los conectase con el mundo,
pero a veces la poesía no consuela, sino que muerde y muerde
sin soltar la carne. Y, mire, mira, acaso es bueno que así sea.
Pero aquí ya sale el sol, óyeme, está saliendo el sol,
el mismo que acaso ahora veas huir de sus mejillas,
mientras en alguna parte de mí o de usted misma, un tren avanza espantando el sueño,
y quiero pedirte pedirle que alce esos ojos, que hoy no entregues tus ojos a la noche,
que hoy, al menos hoy, no te me rindas, que asiente bien los pies, que alces la cara,
pues seguramente habrá mimosas florecidas ahí, en su afuera,
cerca de usted, en usted misma, y habrá pájaros y gatos,
rojos colibríes suspendidos en el aire,
y no lejos de ti habrá naranjas dormidas ante el último sol de este invierno,
y al final, en una estación del Sur, yo sé que habrá alguien esperándola.
Ya, puedo pensar que todo esto no se llevará el dolor que sientes,
pero quizás le guste saber que ahora aquí, desde tan lejos, el sol se alza sobre el campo
y pasa un carromato camino del mercado y los perros ladran a la luz y a las mimosas.
Es posible que quieras saber y es por eso que le escribo que aquí está amaneciendo,
que no hay un solo lugar sobre la tierra donde no amanezca
hoy, alguna vez, todos los días.
AJUAR FUNERARIO
Mil libras le ofrecieron al bueno de John Brutcher por descubrir su tesoro.
Claro que él nunca imaginó la verdadera grandeza de su hallazgo.
Lo que hiciera con esas mil libras,
no lo sabremos nunca y ésa es el tipo de pregunta que nadie se hará
ante el impresionante tesoro de W. (ved catálogo)
Tampoco sabremos quién fue el artífice de todas esas piezas,
quién las modeló, ni en qué condiciones ejecutó su trabajo.
Aquella plata fue labrada y olvidada, en eso cabe toda su explicación.
La placa del museo lo data en el siglo IV,
y seguidamente habla del lugar donde se halló el ajuar funerario
y de un posible clima de inestabilidad política en la zona,
todo lo cual explicaría... pero no, nada dice de aquel hombre
que durante días labró y labró la plata.
Para el arte parece mucho más interesante saber qué noble de la zona
encargara aquel ajuar y cuáles fueran sus modelos...
Hemos dejado de leer y nos sentimos sorprendidos
por una especie de extraña indefensión.
Un pensamiento nos roza la cabeza:
pasamos ante las cosas viendo lo que otros ya han visto de esas cosas,
lo que otros quisieron que nosotros apreciáramos,
lo que otros creyeron importante o discreto o bueno que tuviéramos en cuenta,
pero ahí, en una de ésas, invariablemente, se nos queda el bueno de John Bruchter,
o Butter, quién podría rectificarme, un tipo honrado que araba las tierras de W.
y que se tomaba su trabajo tan en serio,
que hundía la reja del arado un poco más que todos sus predecesores
(y ahí tenemos la clave mecánica y real de su descubrimiento),
pero aquel día, cuenta Dahl, nevó y el bueno de Butner
tuvo que arrodillarse en mitad de la nevisca
para extraer una por una las 37 piezas del actual tesoro
y por un instante nos ciega la leyenda de esas piezas,
expuesta en un cartel, repetida luego en el audífono y en el libro,
donde no aparece el nombre del pobre tractorista,
ni el de su mujer Alison o Meredith, quién sabe,
que al llegar a casa frotó los pies y el pecho al bueno de John Bruchner
para que no muriese de una pulmonía (no murió, según parece).
Salimos del museo con esas piezas grabadas en la mente, siglo IV, la inestabilidad, etc...
Aun llevamos en las sienes el bip bip del audífono, su sospechosa exactitud.
¿Pero quién fue Bichner?, me pregunto con tristeza,
y es como si nuestras pobres almas estuviesen hilvanadas en una carne dura
y en su olvido diáfano y sencillo descansara el mío y el de mis cosas,
mis zapatos, por ejemplo, este poema.
Pero se nos hace tarde: nos esperan en casa. No tenemos ni un minuto más
para Buther o como se llame, ni para el platero que modeló aquellas 37 piezas.
Y sin embargo es a sus trabajos bien hechos que debemos
el tesoro, esa suspensión simbólica en la historia,
como nos recuerda Dahl y nadie más recuerda.
UN AVIADOR IRLANDÉS PREVÉ SU MUERTE
VERSIÓN HOMENAJE A W. B. YEATS
Algún día tenía que irme al otro barrio
y lo mismo es hacerlo aquí, sobre las nubes,
que despeñarme al buscar una cabra perdida o persiguiendo al lobo.
Ahora estoy aquí, en medio de toda esta locura,
eso es todo, y ni con mis enemigos perderé un segundo de rencor,
ni a los amigos pediré que me recuerden.
No tengo nada a que llamar país, salvo
a ese puñado de casas y de gentes
que es Kiltartan Cross y que seguirá estando donde siempre estuvo.
Por allí andarán ahora todos a quienes quiero.
Unos quizás estén de regreso a casa tras un duro día,
otros, los que llegaron antes, calentarán al fuego sus manos ásperas.
Si ahora estoy aquí es porque así lo quise entonces,
ni ellos, los que ahora beben té bajo las grandes lámparas,
y por pudor o elegancia nada dirán sobre la sangre,
me convencieron con su sutil verborrea,
ni todas esas pobres gentes que se agolpaban en las calles,
ciegos de rencor, me empujaron a esto.
Sólo a este vértigo, a esta sensación de pájaro
que pronto alcanzará la tormenta,
aquí, en mitad de todo y de nada,
debo este momento de suprema libertad.
Para quienes crean que lo mío es una locura,
sólo quisiera decirles que mucho medité lo que me hacía,
lo que hubiera de venir habría de venir sin remedio,
aquello que fui dejando atrás, atrás quedó,
morir y vivir son sólo parte de ese plan instantáneo y eterno.
ANTE “MUJER HACIENDO UNA PIZZA”,
DE EDWARD HOPPER
Querría comenzar este poema,
pero, lo sé, no tengo gran cosa que decir.
Porque, cómo lo diría,
todo cuanto ha de caber en él
debiera ser tan leve como tú,
mientras mezclas harina y agua para hacer una pizza,
esa manera tuya de saber que estás, que eres,
desnuda desde dentro y desde fuera,
ese estar conforme contigo y con las cosas,
con la harina y con las gambas, por ejemplo,
con la miel que dejas derramar sobre la masa,
con ese mancharte de las cosas,
con ese hacer que las cosas vivan
y sean vivas en tus dedos,
y querría escribir este poema tan desnudo como tú,
mezclando harina y agua, alcaparras, miel,
y no pedirle nada más al mundo,
sino ser consciente de mí mismo en este instante,
saber que el tiempo existe mientras escribo este poema,
que existes tú mientras mezclo todas estas cosas,
y tomar en mis manos miel y letras y harina y alcaparras
y saber que la vida, toda vida, cabe en esto,
en una mujer desnuda escribiendo un poema,
en unos dedos que nunca se cansan de ser dedos,
en la harina de estas letras torpes
manchadas de dedos y de vida.
HOY
I could sleep for a thousand years
LOU REED
dice el calendario que es un día de abril
como cualquier otro día de abril, hermoso y Aries,
que ladran los perros y los pájaros no se cansan de cantar y de perseguirse por el cielo.
Pero hoy nada me importa que los pájaros canten hasta ahogarse,
que se persigan por el aire hasta caer brutalmente agotados,
nada sería distinto si hoy las rosas hubieran hecho huelga,
o a los autobuses les diera por cruzar en verde y sin aviso los semáforos,
si hoy se hubiera muerto Petrarca o Garcilaso no me inmutaría,
de nada me serviría hoy el haber por fin escrito un poema inmortal,
ni haber escapado de las mallas de Guantánamo,
seguiría estando mal, endiabladamente mal, aunque todos los reyes
se hubieran convertido en batracios,
aunque esta tarde se hubiese descubierto un nuevo continente,
o al retirarse las dunas, una vieja ciudad se hubiera erguido en el desierto;
hoy nada de mí habría sido mejor de haber anunciado los periódicos
un fármaco infalible contra la estupidez o la injusticia,
y nada habría sido mejor, porque hoy, sabedlo, me duele vivir
como a una mano metida en cloroformo,
como a un corazón ardiendo en un vertedero.
Respirar es hoy un trabajo mucho peor que bajar a la mina
y al alzar los ojos, al encender los ojos, al poner los ojos sobre el mundo y abril
y todas esas rosas, todo yo me duelo
tal que acabara de caer desde la altura de mí mismo y me hubiera roto todo.
Hoy de nada me ha servido que la vida me salga a devolver,
que mañana camine hacia Granada para recibir un premio inmerecido,
de nada sirve que hoy abril se acode en mi ventana con sus nubes y sus pájaros,
o que suene cien veces el teléfono o los amigos me regalen una noche
con laureles y cantos y poemas.
Hoy todo está muy quieto y muerto por aquí, terriblemente quieto y muerto.
Y todo porque hoy no cuento contigo. Porque al mirar a tu lado no te he visto,
porque al disparar la foto ya no estabas,
porque a mi lado descubrí una rosa muerta que olía a ti.
Y estoy confuso, hueco, sin materia, como si nada hubiera entre mis células
y sí un engrudo, una baba, algo ya muerto. Y tanto trabajo y tanto dolor por delante.
Porque solemnemente juro que no sé qué hacer
cuando todo lo que tengo que hacer es diluirte,
desmontarte, ir tejiendo una guirnalda de vacío en torno a ti,
sacarte amargamente de mis calles, borrar tu nombre de los días,
de los caminos, de los hoteles, de la hierba,
precintar cada árbol, cada tarde, empaquetarte entera,
con tus cartas y tu voz, con tu risa y con tu humor algo rasgado,
abandonar tu resplandor, rendirme. Hacerme cuenta de que he vuelto al invierno.
Hoy estoy descubriendo un mundo que no te contiene, que no te espera
y ese mundo no me gusta.
Ese mundo me aterra. No sirvo para ese mundo nuevo que es estar sin ti.
Ahí afuera sigue siendo primavera. Sé que la vida regurgita alrededor como un venero.
El otro día en Ronda los pájaros volaban y volaban bajo el puente, atravesando el puente,
sujetos a la grieta, prendidos al abismo,
lejos los campos verdes, los viejos olivares, los cortijos jalonados de palmeras.
No sé. De pronto todo eso hoy no es más que paisaje,
acaso el más hermoso paisaje de la Tierra, pero tú ya no estás allí,
no estás allí para mostrarte todo aquello, para decirte, mira,
¿has visto alguna vez campos tan verdes, montañas tan azules, pinos tan serenos?
En vez de eso, te desprendes de mí como los pétalos de una rosa muerta
y es esa la tristeza que reblandece los verdes, exultantes campos,
absorbiendo su luz, negreando los caminos ahora convertidos en hoscas cicatrices.
Y así todo. Hasta las avispas parecen torpes, como torpes son los perros
mientras con barro de mi orina tapo tu vacío,
mientras hundo y hundo los dedos en tu vacío sin nombre,
hasta modelar esa nada que me cubre y que eres tú sin ti, tú sin mí, tú
ante la inmensidad evanescente de un mar desconocido.
Y es por eso que hoy estoy mal, rematada, ansiosa, descalabrada
acaso injustamente mal. Porque ningún perro me ha arrancado el bazo de un bocado,
ni ningún meteoro ha destruido mis certezas,
ningún naufragio ha devuelto a mis costas cientos de cadáveres,
nadie hoy ha sido atropellado en lo que es,
ni se han dictado leyes que disminuyan el hecho de ser hombre,
pero hoy me zumba el dolor por las orejas, me estalla el dolor por las junturas,
me dobla, me rodea, arrastra mi sombra por el barro,
porque hoy el dolor se ha propuesto triturarme,
regalarme un día de abril tan negro como un pozo,
hoy ha conseguido que hasta la piel, que he dejado colgada y abatida de la percha,
me raspe los huesos con la promesa de una sombra lejana, inaprensible
que no se llevará lo que queda de abril ni entero mayo,
y así, sentado en esta silla diríase que estoy ante el patíbulo,
y todo cuanto ayer fuera abril y pájaros, hoy es esto,
esto, malditamente, nefastamente, abrilmente esto.
Y todo porque tú no estás. Porque te me has volado
y es abril y es sombra y es hoy, amor mío, cómo duele todo.
Y NO HUBO TREGUA
(VISITA AL CROMLECH DE OS ALMENDRES)
Aquí estamos. Hemos venido a no olvidarlo,
eran duras las jornadas y la sangre ya tenía el dulce e intranquilo sabor de la sangre,
y a ella acudían los hombres como se acude al arroyo o al nido de cigüeñas.
Era dulce arrancarla, dulce era esparcirla por el polvo,
más dulce aún darla a beber a los muchachos
y a las mujeres encinta. ¿Recuerdas? En algún lugar de nosotros ya está eso,
en algún lugar de nuestra sangre está esa sangre dulce
como los madroños maduros o la leche de cierva.
No lo olvidamos, quién puede olvidarlo.
Alguien de entre nosotros dijo que eran hombres perdidos en las breñas,
volanderos hombres que se miraban los hombros
hasta quedar mortalmente extrañados
de haber perdido la gracia inconsútil de los pájaros.
Alguien nos dijo que miraban hacia el sol y, por más que caminaban, no lograban alcanzarlo.
Siempre un río se interponía entre ellos y el sol, siempre una nube o una montaña,
siempre un día de lluvia y una noche y una poza abierta,
la llamada de la sangre y de la orina,
siempre un niño enfermo, siempre una mujer pariendo,
un hombre descalabrado, (siempre un buitre haciendo círculos),
la piel de un lobo colgando de las ramas
y el color con que se tiñe la tarde, y el de los ingrávidos petirrojos
que sueñan desde entonces con el mar.
Y la lluvia. No se nos olvide la lluvia.
Pero nosotros, sabiendo todo eso, ajenos a todo eso,
giramos como peonzas por el bosque de piedra,
caemos absortos ante esa enorme boca con todos sus dientes,
en silencio andamos por el teatro de piedras hincadas hasta el tuétano,
hasta la misma matriz, escuchando un murmullo de ondas y de aljibes,
un ejército de piedras en armas contra la noche toda,
un archipiélago de piedras sobre un mar de estrellas y rescoldos,
y dentro de ese círculo de tierra y dentro del dibujo del sol
y dentro del meandro, esa gran boca, la hirviente constelación,
el gran murmullo, el tirón hacia las tripas,
la sangre que regresa hacia la tierra, que de nuevo empapa la tierra
para sentirla a la vez como amenaza y protección,
abrigo y nada. Dentro y fuera al mismo tiempo.
Y el universo todo sangra, se pone a sangrar, menstrúa, hierve,
nos salpica de su sangre y nosotros, ya perdidos
en la lengua del humo y de la espuma, brasas encendidas por el viento,
buscamos una palabra aquí y otra palabra allá
y al juntarlas, al trazarlas en el espacio vacío, sentimos
la sangre toda de ese universo, su oquedad,
su respiración, su sílex, su música cautiva, y algo en el peso y en los ojos,
algo en los quebraderos de la luz y de la fragua,
se pone a recordar, a escupir semillas hacia su intuición primera,
hacia ese acérrimo apalpón de la vida y del coágulo...
La llama que se quiebra cuando ya sabemos que bajo nuestros pies
la tierra no sólo nos sostiene, que la tierra no sólo nos condena,
sino que tira de nosotros hacia nosotros, como esas alas
que perdimos por las trochas y los ríos.
La gravedad de lo ingrávido, la sujeción del sol,
eso que los hombres pusimos ante el sol
para que el sol nunca se olvidara de nosotros, para que el sol supiera
que por allí pastaban los rebaños, que por allí los hombres
ya buscábamos a los dioses con nuestras enfermedades y sequías,
nuestras debilidades, nuestras hambres, ah, nuestras angustias
y que a falta de otra cosa, teníamos piedras, las más grandes piedras
y el común esfuerzo de traerlas y de alzarlas
para dibujar esa enorme boca que ha de devorar al sol o hacer
que se rinda ante su círculo perfecto.
Y no hubo tregua. Ya no hubo tregua. Y aquí estamos,
bajo la danza eterna de la sangre.
ACRÓPOLIS
Has subido a la Acrópolis,
has fotografiado la oquedad de esos frisos que están a diez mil quilómetros de allí,
te has sentado sobre las piedras que alguna vez dieran cobijo a las jóvenes deidades
que sirvieron a Atenea y recibieron sus cuerpos como quien recibe una fruta
y has contemplado la ciudad a tus pies, ese enorme rastrojo, una tarántula quemada por el sol,
como acaso los sabios de la antigüedad debieron verla.
Pero qué me dices de esa chica que tienes frente a ti,
mientras dibujas las piedras tiradas por el suelo
y meditas en el esfuerzo y la ilusión que debiera suponer
la construcción del Gran Padre, cuyas columnas, hoy
restaura un obrero envuelto en una camisola del Barça.
Te hablaba de esa chica que ensaya poses serias y teatrales, apocada casi, frente a la Medida,
al tiempo que su novio (acaso desde hace unos días su marido)
asienta el trípode meticulosamente y sobre él fija su cámara,
luego saca lentes, filtros y objetivos de una bolsa,
y tras ponerlos a la vista, se coloca tras la cámara para encuadrar, medir, ajustar, considerar,
y dar órdenes a la chica (quizás ya su mujer), mientras tú,
que has abandonado el dibujo, te concentras en ella, en esa chica,
paciente, respetuosa ante el trabajo bien hecho de su novio (su marido)
que sopesa la luz, que organiza mentalmente la foto
mientras ella, rodeada de turistas japoneses, noruegos o italianos, la chica, digo,
que no es hermosa ni tiene por qué serlo, espera a que su novio
(tal vez ya no sólo su novio, por qué no) acabe de una vez las mediciones,
nuevo sacerdote que calibra la luz, que se inclina ceremoniosamente ante el visor
como lo haría ante los planos que allí mismo le presentara el propio Fidias,
sopesando una y otra vez la postura y la posición de su chica,
fotómetro en mano, ajeno a la belleza inconsútil del viejo patriarca,
ciego ante el prodigio, ante la Medida, ante la Humana Proporción del Partenón,
ese templo que el griego levantara para que el hombre pudiera medirse y contemplarse,
pero, sobre todo, para hacer saber al mundo
que una vez reinó la belleza y la medida sobre el hombre,
mientras ella aguarda, mueve el pie, gira el cuello, presenta la cadera,
corrige la posición de la barbilla o sujeta el pelo que el viento desparrama levemente,
y allí detrás espera el Gran Padre a que por fin el chico, que ahora exhorta a su Panatenea,
a ver concéntrate, por favor, no, ahora ni te muevas, un momento, uffff,
a ver así, así, quizás un poco más a tu izquierda, un pelín tan sólo, no, no tanto,
el Gran Padre, digo, con su belleza indesmayable que aguardándolos ha estado
durante (esperas a buscarlo en esa guía) digamos muchos siglos,
hasta que por fin sonríe la chica y el marido toma aire, (ah sí, aquí está: dos mil quinientos años)
se encomienda a Dios y la máquina hace clap y el mundo comienza, clap,
de nuevo, clap interminablemente.
Y tú después de eso, has estado allí, has vuelto a la ciudad,
te has mezclado con cientos, acaso con miles de turistas como tú,
como esos chicos (tal vez recién casados) que sólo subieron las duras rampas de los Propíleos para hacerse esa foto
que dormirá por siempre en su mesilla de noche a resguardo de turistas, venecianos, ingleses y turcos,
mientras una mujer ya entrada en años recordará que acaso la Acrópolis fuera aún más bella de lo que fue,
aunque quién, quién puede ya acordarse de aquella mañana
en la que el sol amenazaba con achicharrarla viva,
un turista dibujaba todo aquello en un cuaderno y la miraba divertido
mientras un obrero, de espaldas y con con camisa deportiva,
canturreaba una canción de moda...
Pero tú, tú de nuevo, que has estado ahí, y que como esa chica
has subido los Propíleos y te has mezclado con la gente,
que has leído el cartel donde dice έργα σε εξέλιξη, dime,
qué es lo te dejas sobre esas piedras, qué traes al Gran Padre en tu mochila
a cambio de esa emoción y ese temblor por el hombre y por los hombres
mientras el clap del tiempo suena sin desmayo
sin desmayo, sin desmayo, hoy, interminablemente.
SIN HIELO, POR FAVOR
He sentido el viento de las alas de la locura pasar por encima de mí.
CHARLES BAUDELAIRE
o ese cuadrilátero cuando alguien, casi inadvertidamente,
pone el dedo en el interruptor, dando su día por concluido.
No el lugar de los peces, no la ciudad donde dulces muchachas bailan tras el alba,
humedecidos los labios con sangre de estramonio.
Cuando vinieron a cubrirle la cara, aún volaba un mirlo azul entre sus párpados,
aún esa mujer brillaba lejana, extraviada en los puertos del pasado,
como dicen que brillan las estrellas.
Nadie recogió el mazo de folios que guardaba en el cajón de la mesilla,
un limpiador se puso guantes para echarlo a la papelera,
nadie se acercó a la ventana y miró hacia el manzano
donde acaso esa mujer se alejaba de sí misma y del mundo para siempre.
Al fin todo son sombras: unas nos llegan desde el fondo del mundo
y otras dan en salir en busca del huidizo horizonte,
unas rodando, como las piedras que arrastran lecho abajo las grandes crecidas
y otras quietas, viendo cómo hasta ellas se acerca la noche.
No hay grandes diferencias. Un hombre es siempre un hombre,
ya corra de aquí para allá, furioso, chocando contra todo y contra nada,
una y otra vez, como si el último escollo fuera el primero
y sólo quedase el mar entre la noche y la aurora,
o ya permanezca sentado en su respaldo,
haciéndose creer que la lluvia o el sol lo curarán todo.
No le ponga hielo, por favor, le pido. No soporto el hielo.
Entre la vida y yo prefiero que nada se interponga. Las cosas que están
entre las cosas y uno mismo no me gustan.
Prefiero caminar cuando hay que caminar y sentarme cuando me siento cansado.
El mundo a todos nos arrastra. Sin hielo, por favor. ¿Podría indicarme
dónde puedo encontrar un sitio para pasar la noche
que no sea muy caro?, acabo de llegar del Sur. Hágase la cuenta.
Alguna vez anduve por aquí, pero de paso. Había muerto mi padre
e hice aquí transbordo. Recuerdo muy poco de aquel día.
Alguien tirado en la calle, quizás un accidente. Mucho lío de sirenas y luego nada.
Yo no estaba para eso, créame. Sólo tenía en la cabeza la muerte de mi padre y la caja de cartón que me quemaba en las manos
porque no sabía qué hacer con ella, pero de repente apareció aquel hombre
con la cabeza abierta y temblando no sé si de puro frío o de qué.
¿Sabe?, mi padre era un hombre honesto. Se pasó toda la vida cambiando de trabajo,
una vez montó un tallercito de máquinas de coser y otras vendió tijeras de podar,
pero entre una cosa y otra se ganó los cuartos de cantero. Sí, de cantero.
De ésos que a base de martillos dan formas a las piedras. Trabajo duro, sí señor.
No le gustaba romper piedras. Odiaba las piedras tanto como yo odio el hielo.
Pero sabía de piedras, eso puedo asegurárselo.
Le chiflaba inventar cosas y llegó a inventar una lavadora a pedales.
Durante años, la paseó por todas partes pero nadie le compró el invento
y tuvo que seguir y seguir picando piedras hasta sangrarle las manos.
Quién iba a querer lavar la ropa dando a los pedales,
cuando ya hay máquinas a las que sólo tienes que enchufar a la corriente
y lo hacen todo. Completamente todo.
Un día tomó un tren hacia el Norte y ya no volvimos a verle el pelo.
Quizás, se me ocurre ahora, también buscase a esa mujer bajo el manzano.
Quizás le contaran que en alguna parte del Norte las piedras eran más blandas
o que allá arriba a la gente no le importa pedalear mientras hace la colada.
¿Quién en el Sur entiende el Norte?
No es que no quisiera volver, sino que se quedó como varado en mitad de la nieve,
chapoteando en la nieve, no sé si me sigue, él, que siempre anduvo huyendo de sí mismo
y de las cosas que la vida interponía entre él y sus sueños.
El caso es que no pudo o no supo salir de allí, ¿comprende?
Yo al menos nada quiero reprocharle:
unos se quedan en el fondo del mundo y otros se lanzan en pos del huidizo horizonte,
como dijo el poeta y en eso, ya ve, uno no manda.
Mire, déjeme que le diga algo importante:
no hay dos piedras iguales. Para romper una piedra hay que saber de la piedra.
Cada piedra tiene su punto donde rompe. Sólo hay que encontrarlo y el oficio de cantero
consiste en saber el punto exacto donde la piedra parte.
Mi padre, que entendía de piedras, no le tenía miedo a nada,
pero quizás le faltara una verdadera pasión,
tal vez encontrar el sitio justo donde la vida parte.
¿Sabe lo que quiero decir? Yo me he pasado la vida buscando esa pasión por todas partes.
Sí, gracias, llénelo pero, por favor, no le ponga hielo.
Sin hielo todo iría mucho mejor. No sé por qué todos se empeñan
en poner hielo donde no hace falta hielo. El hielo sólo hace que todo
sea menos de lo que es. No sé a quién le interesa el hielo,
cuando lo cierto es que todo lo fastidia.
Quiero echar unos días donde sea. Me han dicho en el tren que por aquí no falta trabajo.
Pintar pisos y esas cosas. No le temo a nada, créame.
Mire, le contaré por qué estoy aquí: no hace mucho que murió un amigo
y antes de morir me mostró un puñado de folios que él mismo había estado escribiendo.
En aquellas hojas figuraba una ciudad donde se bailaba tras el alba
y una mujer a la que él había querido hasta la ensoñación.
No recuerdo el nombre de la muchacha, pero sí el de la ciudad
donde alguna vez aquel amigo tuvo a mano ser feliz.
Acaso nunca me atreviera a preguntarle el nombre de la chica.
Acaso nunca él se atreviera a revelármelo.
Pero aquellos folios eran la sombra y eran la revelación.
Parecía echarla de menos. La echaba de menos. Se le notaba a leguas el vacío.
Había como una grieta en él y yo sé que era esa chica,
ese espejismo que se le había traspapelado en algún cruce de caminos,
la brecha donde la piedra quiere dejar de ser piedra.
La ciudad de las mujeres que bailan tras el alba, figúrese.
Él se pasó toda su vida buscando esa ciudad que es también y ante todo una soñera.
Ese amigo murió y yo estoy aquí,
porque me he propuesto encontrar a esa muchacha
para tal vez decirle que ella, acaso sin saberlo,
fue el centro mismo del mundo, el lugar donde el mundo se quebraba,
por eso le digo que si usted supiera de algún lugar barato donde dormir,
o de alguna ocupación, le estaría muy agradecido. Será cosa de unos días,
porque esa mujer me espera y esa ciudad me espera y no quiero demorarme,
porque no es bueno que esa mujer vuelva a huir y deje sobre la hierba
el rastro de su paso y de su huida.
(Viene acercándose en los pasos confusos,
viene acercándose en los ruidos dispersos,
viene en los ruidos mudos, en los confusos
viene acercándose, viene acercándose, viene acercándose)
... y, bueno, por acabar la conversación: al llegar a donde mi padre me esperaba,
sólo encontré una caja de cartón con sus cenizas.
Viajé con ellas hasta el Sur. Muy cerca ya de casa
había un río que corría, plácido, entre los álamos.
Me descalcé y me arremangué el pantalón hasta casi las rodillas.
Deposité la caja sobre las aguas y vi cómo se alejaba lentamente río abajo,
hasta que diez o quince metros más allá encontró una raíz
y allí quedó, cada vez más empapada y hundida. Y así mi padre se unió a la corriente.
Yo esperé al siguiente tren, porque siempre hay un tren que te aleja de todo
como hay un cubo de hielo que canta en el vaso la canción de la mentira y de la ausencia,
un punto donde hasta la piedra más dura parte sin esfuerzo.
VARIACIÓN SOBRE UN TEMA
DE DONALD JUSTICE
No estarán esperándonos en una sucia taberna,
ni golpearán sus vasos sobre el pretil de un puente,
no tomarán el sol bajo una eterna sombrilla
ni observarán consternados cómo el viento
arranca el tejado de una casa. Será más fácil
encontrarlos en el desierto patio de la escuela,
cuando el sol haga sangrar el horizonte,
mientras gritan y corren bajo las ramas
de un viejo árbol que hace poco ha florecido.
Memoria, acude, haz que también ellos
regresen de las sombras
AGRADECIMENTOS Y DEDICATORIAS
Heart of the snack blues, está dedicado a la memoria de mi padre, labrador y a Pedro Vázquez, guitarrista. Y cómo no, a BB King. Ajuar funerario está dedicado a Ignacio Garzón y a Juan Antonio Muñiz. El gran bosque, a Julio y a Paula. Ante mujer haciendo una pizza... a Ada. Hoy está dedicado a Diego Vaya y a Adrián González D’Acosta. Querría también que en esta dedicatoria cupieran quienes en un día triste, me rindieron una cena y me regalaron el laurel que aparece en el poema. Ellos saben quiénes son. ¡Gracias! Y no hubo tregua, que narra las telúricas sensaciones en el cromlech de Os almendres (Evora) está dedicado a Pilar, Lale, Julio, Manuel y Gabriel que compartieron conmigo aquel día maravilloso de visita a nuestros mayores. Acrópolis está dedicado a Juan Blas Leal y a Ignacio Alcaría. A Guillermo Lacomba. Sin hielo, por favor, está dedicado a Lito y a Rafael Suárez Plácido, que nos abandonaron. A Davide Taccola, inventor de la lavadora a pedales. A todos los canteros pasados, presentes y futuros de Fuenteheridos.
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