Mª Teresa Hunt y Rafael E. Poullet
MARÍA TERESA HUNT ORTIZ
Nací en Slough, Inglaterra. Hija de padre inglés y madre española. Viví durante mi infancia y adolescencia en Minas de Riotinto, Huelva. Estudié Filología Inglesa en la Universidad de Sevilla. Desde 1977 me dedico a la enseñanza. Llevo 28 años viviendo en Sanlúcar de Barrameda, siendo profesora de inglés en el IES Doñana. Casada con un filólogo, soy madre de 3 hijos. En mi tiempo libre, me encanta leer y escribir, entre otras cosas, habiendo recibido por ello algunos premios literarios. Desde hace unos años me interesa el uso de Internet en el aula, por lo que intento aprender cosas nuevas sobre ello.
Publicó el libro, Treinta años desandados (2005), al que hemos de sumar una obra parcialmente inédita, Poemas del olvido (2006) y su comparecencia en la antología Poetas en Sanlúcar. Entre los galardones recibidos, haremos mención del ´Manuel Barbadillo´ de poesía, el segundo premio del XI Concurso de Relatos cortos ´José Luis Acquaroni´, el premio de poesía ´Rincón Poético´ convocado por el Ateneo de Sanlúcar de Barrameda y, sobre todo, el Premio poesía Voces Nuevas, convocado por la editorial Torremozas (2004).
Su poesía propone a los lectores un viaje al ensueño de la juventud, presidido por una serena nostalgia, que apenas deja paso al tópico sombrío ni a la magnificación del pasado, como si la voz lírica, pasando de puntillas por los recuerdos, recalara tan sólo en la belleza, con versos bien medidos y sonora musicalidad.
Publicó el libro, Treinta años desandados (2005), al que hemos de sumar una obra parcialmente inédita, Poemas del olvido (2006) y su comparecencia en la antología Poetas en Sanlúcar. Entre los galardones recibidos, haremos mención del ´Manuel Barbadillo´ de poesía, el segundo premio del XI Concurso de Relatos cortos ´José Luis Acquaroni´, el premio de poesía ´Rincón Poético´ convocado por el Ateneo de Sanlúcar de Barrameda y, sobre todo, el Premio poesía Voces Nuevas, convocado por la editorial Torremozas (2004).
Su poesía propone a los lectores un viaje al ensueño de la juventud, presidido por una serena nostalgia, que apenas deja paso al tópico sombrío ni a la magnificación del pasado, como si la voz lírica, pasando de puntillas por los recuerdos, recalara tan sólo en la belleza, con versos bien medidos y sonora musicalidad.
LA ESCUELA
Escalones de cemento
nos llevaban a la entrada
de cristales reflectantes.
Un edificio pequeño
albergaba, por niveles,
a niños ensimismados
sentados de dos en dos
en pupitres de madera
con tapas que se elevaban
oradadas por tinteros
que ya nadie utilizaba.
Las pizarras de las cuentas
eran negras y pequeñas,
tan duras como la roca,
con un marco de madera
para poder manejarlas
sin dificultad, y luego
se limpiaban con un trapo
humedecido con agua
que se secaba de golpe.
Los pizarrines herían
aquellas pizarras negras.
Las tormentas otoñales
nos asustaban a todos.
Los truenos, acompañados
de destellos fulgurantes,
eran combatidos siempre
con plegarias salvatorias:
‘ santo Dios, fuerte e inmortal.
líbranos de todo mal‘,
mientras los pies descansaban
sobre un listón de madera.
En el patio había un grifo...
LOS BÓLIVOS
Un seto verde, muy ancho,
recorría los caminos
que llevaban a las casas.
Por encima de su anchura,
los parterres florecidos
reposaban a la sombra
de eucaliptos centenarios.
Yo acariciaba las hojas
al caminar junto al seto
haciéndome algún rasguño
en las manos o las piernas
con sus ramas tras la poda.
Las duras hojas perennes
solían ser arrancadas
y enrolladas torpemente
hasta llegar a dar forma
a un objeto musical
que, sujeto con dos dedos,
emitía unos sonidos
estridentes y aflautados.
EL MURO
No era de mucha altura
aquella muralla tosca
que separaba las casas
del resto de los vecinos
que habitaban en el pueblo.
Dos garitas custodiaban
las entradas y salidas
donde un guarda uniformado
instaba a los transeúntes
a responder a preguntas
sobre el lugar escogido
para dirigir sus pasos.
Desde fuera daba miedo
tan ni siquiera pensar
en rebasar la barrera:
baluarte que confería
confianza a los de dentro
sin plantearse por ello
analizar su existencia.
Al salir de aquel amparo
protector durante años
era difícil andar
sin respaldo por la vida.
EL HUERTO SALOMÓN
Muchos días íbamos al huerto.
Era un huerto grande, con albercas,
Un huerto compartido, sin linderos.
Los manzanos daban manzanas pequeñas
y los granados florecían en verano.
La parra iba creciendo en primavera,
conquistando con sus hojas pecioladas
la pared que la guardaba de los vientos.
El nisperero rudo de copa ancha
ocupaba el rincón del fondo.
Los membrillos dorados de septiembre
nos endulzaban las tardes soleadas.
Bajo la higuera esperábamos a veces
que pasaran las tormentas otoñales.
Ya de vuelta en el agua de la alberca
nos limpiábamos las caras churretosas.
EL CEMENTERIO
Entre manzanos y almendros
en las tumbas descansaban
los muertos del cementerio.
Como un jardín descuidado
salpicado de epitafios
se adornaba el camposanto
con vivas flores silvestres
empujadas por el viento
y las lluvias otoñales.
Habían sido abandonados
aquellos cuerpos sin vida
por nómadas familiares
que no les acompañaban
en su descanso perenne.
Las hojas secas cubrían
las tumbas de aquella gente.
Los paseos a lo largo de los setos,
eran interminables.
LAS GARITAS
La de arriba y la de abajo.
Las aperturas del muro
se encontraban custodiadas
por dos garitas pequeñas,
ocupadas por los guardas
que estuvieran de servicio.
Dos ventanas de hoja doble
pintadas de verde inglés
invitaban a la luz
a pasar a su interior.
En una esquina del fondo
la chimenea calentaba
el cubículo en invierno,
mientras Benito cortaba
con su navaja el chorizo
que comía junto al pan.
Algunas veces nos daba…
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