Fernando PALANQUES AYÉN
(Vélez Rubio, ALMERÍA 1863-1929). Hijo del impresor Juan Palanques García (Lucena del Cid, Castellón) y de Rosa Ayén Andreo, realizó sus estudios de bachillerato en el colegio local de la Purísima Concepción, dirigido por D. Florián Ruiz Torrecilla, que tan profunda huella le dejaría. Marchó a Madrid para estudiar Filosofía y Letras (1885-89?) y fue profesor del Colegio Martínez de la Rosa; sin embargo, renunciando al previsible brillante porvenir que parecía tener en la capital de España, vuelve a su pueblo y, en una clara situación de precariedad laboral, se dedica a tareas muy diversas: impresor, profesor de academia, archivero, corresponsal de prensa (La Crónica Meridional), etc. La decisión de tomar partido por el bando liberal en los asuntos locales y electorales le acarreará numerosos disgustos y sinsabores. Fue uno de los principales animadores de la prensa cultural y política velezana entre 1889 y 1917, dirigiendo varios semanarios (El Guadalentín, La Idea, El Fomento, La Linterna, La Opinión, El Loro, Revista de los Vélez, El Heraldo de los Vélez) y formando parte como colaborador de otros muchos. Escribió infinidad de artículos y dio a la luz algunos folletos y libros entre los que sobresale, de forma especial, su monumental Historia de la villa de Vélez Rubio (1909, reeditada por Revista Velezana en 1987), fuente abundante de rica y variada información sobre el pasado de su pueblo, doblemente valiosa por cuanto Fernando Palanques conoció y utilizó ampliamente el magnífico archivo municipal de Vélez Rubio, vendido como papel viejo tras la Guerra Civil (1936-39). Este anciano erudito local fue un romántico cautivo de su pueblo al que amó apasionadamente y mantuvo siempre firmes convicciones religiosas, así como un pensamiento conservador en lo político y social. Fruto de su denodada actividad investigadora y literaria recibió algunos reconocimientos, títulos, premios y honores de instituciones y academia.
EL ESCUDO DE ALMERÍA
(Cruz roja de S. Jorge en campo blanco)
La Heráldica es una segunda Historia
esculpida en páginas de piedra.
Hay una ciencia vetusta
y, por vetusta, olvidada,
que en los tiempos medioevales,
cuando la Cruz sacrosanta
era signo de victoria
en los dominios de España,
en mármoles y alabastros
esculpió la historia patria.
Era por los días aquellos
de obscurantismo y teocracia,
en que unos monjes humildes,
de abnegación espartana,
salvaban del ostracismo
viejas joyas literarias,
rasguñando las vitelas
de esos códices que guardan
de las letras el tesoro
que Grecia y Roma legaran.
Y esa ciencia venerable,
más noble si más arcaica,
que en simbólicos cuarteles
nuestra epopeya nos canta
con sus timbres legendarios
y sus épicas hazañas,
es la ciencia bendecida
que llaman la ciencia heráldica.
¡Cuántos rasgos inmortales,
de esos que á la Historia esmaltan
y escaparon á la pluma
de los cronistas de laya,
han brotado de los signos
de esas piedras milenarias
que son archivos vivientes
de fé y de grandezas patrias,
o páginas epopéyicas
en el mármol cinceladas
para perpetuar las glorias
y los triunfos de la raza!
Urci, la ciudad invicta,
tiene también esa página,
sacro y honorable emblema
de tradiciones hidalgas,
de envidiables abolengos
y de virtudes preclaras.
Mirad, sino, de su escudo
la bordura complicada
con sus barras y castillos,
sus leones y sus águilas,
y esa excelsa cruz de gules
que, en albo campo de plata,
sella los fastos gloriosos
de una ciudad blasonada,
que es altiva porque es noble,
y es noble porque es cristiana,
y es leal y es decidida
por las libertades.., santas.
Santas digo, ¡no os admire!
Y... quien ofender osara
á la urcitana metrópoli
creyéndola partidaria
de esa libertad sin frenos,
sin Ley, sin Dios y sin Patria,
que los pseudos redentores
del pueblo incauto proclaman,
ese... seria un hijo espúreo,
no un almeriense de raza.
¡Loor a la ciudad insigne,
la incorruptible, la hidalga.
la de preclaros blasones,
la de lealtad legendaria!
Si algún ingrato precito,
nacido de tus entrañas
y arrullado por tus brisas
y mecido por tus auras,
a tu pulcra ejecutoria
osa infligir esa mancha,
dile con airado acento,
no de madre, de madrastra:
-¡Insensato! no profanes
esta piedra veneranda,
que cual áureo relicario
mis timbres ínclitos guarda.
Fui sepulcro de un apóstol,
allá en la fausta alborada
en que la luz del Calvario
inundó tierras hispanas.
Luego, al rodar del destino
por las sendas ignoradas,
cuando la ley de la Historia
con sus fatales mudanzas
hundió la goda diadema
del Guadalete en las aguas
y el pabellón sarraceno
se enseñoreó de mis playas,
fui también mansión augusta
de emires de gran prosapia.
Mas, si con ellos fui grande,
fuí lo más con un monarca
-que del seno de Castilla
vino, en épica Cruzada,
a abatir de mis almenas
la media luna africana
y arbolar la Cruz de Cristo
en lo alto de mi Alcazaba.
No profanes, no mancilles
esta piedra veneranda...
Es la lápida votiva
y es la pétrea remembranza
de aquel cerco formidable
que si burlaron las águilas
fué porque al espacio etéreo
no iban a subir, sin alas,
los bizarros sitiadores
a blandir sus férreas armas.
Y es también mi excelso escudo,
porque en su campo, de plata
como de mi mar Tirreno
las niveas ondas rizadas,
tiene la Cruz de San Jorge;
aquella divisa brava
que las naves genovesas
y las huestes castellanas
me legaran en recuerdo
de la célebre campaña
que con sangre del muslime
quedó escrita en mis murallas.
¡No la profanes... que es ella
mi enseña inmortal y santa!
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