Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

jueves, 5 de abril de 2012

PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN [1.176]


Pedro Antonio Joaquín Melitón de Alarcón y Ariza

Novelista español (Guadix, Granada, 10 de marzo de 1833 – Madrid,1 19 de julio de 1891). Perteneció al movimiento realista. Se trata de uno de los más destacados autores de este movimiento, uno de los artífices del fin de la prosa romántica.

Pedro Antonio de Alarcón tuvo una intensa vida ideológica; como sus personajes, evolucionó de las ideas liberales y revolucionarias a posiciones más tradicionalistas. Aunque su familia provenía de hidalgos era más bien humilde, aunque no tanto como para no poder permitirse enviarlo a estudiar Derecho en la Universidad de Granada, carrera que abandonó pronto para iniciarse en la eclesiástica. Aquello tampoco le satisfizo y abandonó en 1853 para marchar a Cádiz, donde funda El Eco de Occidente, junto a Torcuato Tárrago y Mateos, iniciando su carrera periodística en la dirección de este periódico.

Alarcón escribía desde su adolescencia, citándose a don Isidro Cepero como el instigador principal de su inquietud literaria. Su primera obra narrativa, El final de Norma, fue compuesta a los 18 años y publicada en 1855. Sus inquietudes le llevaron a integrarse en el grupo que se llamó la Cuerda granadina.

Se trasladó en 1854 a Madrid, molesto con el entorno reaccionario de Granada. Allí crea un periódico satírico, El látigo, que también dirige, de cierto éxito, con ideología antimonárquica, republicana y revolucionaria. Era un claro heredero de su experiencia en El eco de Occidente.

En 1857, escribe El hijo pródigo, drama de gran éxito. También en 1857 empieza a publicar relatos y artículos de viajes en la publicación madrileña El Museo Universal. Más tarde interviene como soldado y periodista en la guerra de África, recogiendo todo lo que acontecía en la campaña y en su vida allí y que luego mandaba a su editor en una serie de artículos, que se recogieron bajo el título de Diario de un testigo de la guerra de África, en 1859; este libro es especialmente apreciado por su gran y prolija descripción de la vida militar.

Más adelante cultivó la literatura de viajes, contando en diversos artículos sus viajes por Italia (recogidos en De Madrid a Nápoles, 1861) y su Granada natal (La Alpujarra, 1873), en los que el realismo de las descripciones contrasta con la ilusión de una prosa que narra lo cercano y desconocido. Estos artículos rebasan el interés meramente periodístico, constituyendo un ejemplo para toda la literatura de viajes posterior.

En 1865 se casó con Paulina Contreras Rodríguez en Granada, de cuyo matrimonio nacieron cinco hijos, dos varones y tres mujeres. Los varones fallecieron en Madrid en los años de la contienda civil, al igual que dos de las hijas, casándose la única que sobrevivió, Carmen de Alarcón Contreras, con Miguel Valentín Gamazo, de cuyo matrimonio tuvieron tres hijos: María del Carmen, María del Pilar y Miguel Valentín de Alarcón, que falleció en Madrid el 4 de mayo de 2000, siendo el último descendiente directo de Pedro Antonio de Alarcón, pues murió soltero y sin que se sepa que tuviera descendencia.

Como integrante de la Unión Liberal ostentó diversos cargos, siendo el más importante el de consejero de estado con Alfonso XII, en 1875, siendo también diputado, senador y embajador en Noruega y Suecia. Además fue académico de la Real Academia de la Lengua desde 1877.

Hacia 1887, convencido de que en el camino del realismo lo había dado todo, se condenó al silencio. Tal vez influyeron las críticas de sus antiguos correligionarios liberales. Por ejemplo, Manuel del Palacio escribió sobre él lo siguiente:

Literato, vale mucho;
folletinista, algo menos;
político, casi nada;
y autor dramático, cero.

Trayectoria literaria

Su primera obra narrativa fue El final de Norma, que sólo vio publicada en 1855. Comenzó a escribir relatos breves de muy acusados rasgos románticos hacia 1852; algunos de ellos, entroncados con el costumbrismo andaluz, revelaban el influjo de Fernán Caballero, pero otros demuestran la impronta de una atenta lectura de Edgar Allan Poe, de quien introdujo el relato policial con su novela El Clavo, aunque también compuso relatos góticos o de terror a semejanza de su modelo. Desde 1860 hasta 1874 agregó a los relatos la redacción de libros de viajes. Estos últimos son Diario de un testigo de la guerra de África (1859), De Madrid a Nápoles (1861) y La Alpujarra (1873), que suponen ya un acercamiento al realismo. En 1874 publicó El sombrero de tres picos, desenfadada visión del tema tradicional del molinero de Arcos y su bella esposa perseguida por el corregidor. Recogió sus artículos costumbristas en Cosas que fueron (1871) y sus poemas juveniles en Poesías. También intentó el teatro con su drama El hijo pródigo, estrenado en 1875.

En el Diario de un testigo de la guerra de África revela su talento descriptivo, presente también en los apuntes del viaje por Francia, Suiza e Italia y en La Alpuiarra, donde logra insertar la viva realidad en la historia casi legendaria de sus sublevaciones moriscas aproximándose a la novela. Entre 1874 y 1882 aparecieron sus obras más conocidas y famosas: los cuentos y las novelas cortas y extensas. Los relatos breves abarcan las Narraciones inverosímiles, bajo el ya mencionado influjo de Poe a los Cuentos amatorios, que se sitúan entre la sensiblería y el misterio policiaco, destacando El clavo y La comendadora. Otra recopilación son sus Historietas nacionales, de honda raigambre popular y que entroncan con obras similares de Fernán Caballero y Honoré de Balzac y van desde el tema heroico de la resistencia a los invasores franceses hasta el popularismo épico de los bandoleros, pasando por las frecuentes algaradas civiles que al autor le tocó vivir. Destacan El carbonero alcalde, El afrancesado, El asistente y, la que algunos consideran la mejor de todas, El libro talonario.

En 1875 aparece El escándalo, que une el tema religioso a la crítica social. Ofrece una galería romántica de personajes, desde el soñador y enigmático Lázaro hasta el voluble Diego. De entre todos, descuellan el P. Manrique, jesuita consejero de la aristocracia, y el alocado y simpático Fabián Conde. El protagonista de la novela, víctima de sus calaveradas de joven, aprende a asumir su pasado bochornoso mejor que a pretender ocultarlo con mentiras burguesas. Prosiguiendo esa vena moralista, el autor siguió la trayectoria iniciada con dos obras más, El niño de la bola (1878) y La Pródiga (1880), un alegato contra la corrupción de las costumbres. Poco después publicó El capitán Veneno (1881).

Pedro Antonio de Alarcón es ante todo un habilísimo narrador: sabe como nadie interesar con una historia; en sus libros la acción nunca decae y, aunque el cronotopo o marco espaciotemporal de sus novelas suele ser de estilo realista, sus personajes son en el fondo románticos; en el curso de su producción novelística se va convirtiendo en un moralista.

Obras

Cuentos amatorios.
El final de Norma: novela (1855).
Descubrimiento y paso del cabo de Buena Esperanza (1857).
Diario de un testigo de la Guerra de África (1859).
De Madrid a Nápoles (1861).
Dos ángeles caídos y otros escritos olvidados.
El amigo de la muerte: cuento fantástico (1852).
El año en Spitzberg.
El capitán Veneno: novela .
El clavo.
La Alpujarra: sesenta leguas a caballo precedidas de seis en diligencia (1873)
El sombrero de tres picos: novela corta (1874).
El escándalo (1875)
Amores y amoríos: historietas en prosa y verso (1875).
El extranjero.
El niño de la Bola (1880).
Historietas nacionales.
Juicios literarios y artísticos.
La Comendadora.
La mujer alta: cuento de miedo.
La pródiga
Lo que se oye desde una silla del Prado.
Los ojos negros.
Los seis velos.
Moros y cristianos.
Narraciones inverosímiles.
Obras literarias de Pedro Antonio de Alarcón. Volumen 1
Obras literarias de Pedro Antonio de Alarcón. Volumen 2
Obras literarias de Pedro Antonio de Alarcón. Volumen 3
Poesías serias y humorísticas
Soy, tengo y quiero.
Viajes por España (1883).
Últimos escritos.




EL SUSPIRO DEL MORO


Y el Santo de Israel abrió su mano,
y los dejó, y cayó en despeñadero
el carro y el caballo y caballero.
(Herrera)


No la grandeza del empeño santo,
no la hazaña inmortal, no la memoria
de la egregia Isabel: el duelo canto
del Rey sin trono, sin hogar ni gloria,
que, en vez de sangre, vergonzoso llanto
vertió a la postre de su infanda historia:
¡llanto sin fin que los anales cierra
de siete siglos de implacable guerra!


Madre afligida del Amor cristiano:
sé Tú la Musa que piedad me inspire
para que, enfrente del procaz pagano,
ni los de Dios ni tus agravios mire.
Está vencido, llora, y es mi hermano...
¡Haz que a su vez mi cítara suspire
cuando él dirija la postrer mirada
de eterno adiós a la gentil Granada!


Y tú que, errante, la infinita arena
de los desiertos cruzas, los tesoros
sin olvidar de esta región amena,
¡triste progenie de los reyes moros!,
deja que tu apenada cantilena
salve del mar los ámbitos sonoros
y preste al tanto que mi voz te envía
su dulce son y vaga melodía...


Principiaba una fúlgida mañana,
de esas que alegran el adusto invierno,
cual bellas hijas que en edad temprana
la hiel endulzan del dolor paterno:
del monte excelso la cabeza cana
reflejaba del sol el rayo eterno,
y en la atmósfera azul, diáfana y pura
destacaba la nieve su blancura.


Por los barrancos de la ingente Sierra
mil arroyuelos nítidos corrían,
buscando el llano, en cuya arada tierra
su caudal fecundante repartían:
tranquilos ya, tras la finada guerra,
los labradores a su afán volvían,
y en medio de los densos olivares
humeaban los rústicos hogares.


También las aves a sus dulces nidos
y a la paz que perdieron retornaban;
los rebaños, ayer despavoridos,
otra vez por las cumbres asomaban;
y cantos, y rumores, y balidos
el aire placidísimo poblaban,
cual si el pasado sanguinoso empeño
hubiera sido imaginario sueño.


Esa mañana refulgente y grata,
mientras el sol del aterido Enero
rizados hilos de escarchada plata
trocaba en perlas con su ardor primero,
de Moros numerosa cabalgata,
que el blanco lino y el bruñido acero
igualaban a un bando de palomas,
subía del Padul las mansas lomas.


Aquel cortejo, triste y misterioso,
de noche a Santa Fe dejado había,
y cruzado la vega silencioso
antes que el alba despertase al día;
pero, al salvar el punto montuoso
a que llegaban cuando el sol salía,
los Moros sus corceles refrenaron,
y atrás la vista con afán tornaron.


Iba al frente de aquella comitiva
un joven de extremada gentileza,
cuyo boato y majestad esquiva
señales daban de imperial grandeza.
Su noble palidez y frente altiva,
los negros ojos de oriental belleza,
tu cándido albornoz y barba oscura
completaban tan clásica figura.


Siempre a su lado, como fiel esposa,
fijos en él los hechiceros ojos,
cabalgaba una joven tan hermosa,
que al lucero del alba diera enojos.
Mas de su rostro angelical la rosa
y de sus labios los claveles rojos
trocado había pertinaz la pena
en lirio mustio y pálida azucena.


Tras ella, blanco cual nevado armiño;
enhiesto, aunque raquítico y doliente;
único bien del paternal cariño;
temible ya, como león naciente,
sobre negro corcel marchaba un niño,
no llegado a la edad adolescente;
pero que ya maldijo su hado insano,
cautivo y solo en el Real cristiano.


Torvo el aspecto de la faz sombría,
parda la tez y la cabeza cana,
junto al niño impertérrita venía
una lujosa, gigantesca anciana:
su viril ademán y la energía
de su mirada fiera y soberana
descubrían en ella a la matrona
digna del cetro y la imperial corona.


Y, en fin, no lejos, en tropel brillante,
sólo por miramiento rezagados,
iban, con muerte y rabia en el semblante,
palaciegos, visires y criados.
Del sin ventura que subió delante
lamentaban empero los cuidados,
cual si humilde callara ante la ajena,
por temor o lealtad, la propia pena.


Desde el lugar en que parado habían,
a la vez abarcaba la mirada
los rudos montes en que entrar debían
y la extendida vega matizada.
¡Un paso más..., y nunca ya verían
el mágico horizonte de Granada!
¡Un paso más..., y de su vista ansiosa
desparecía la ciudad hermosa!


El Moro aquel altivo y prepotente
se apartó de familia y servidumbre,
y silencioso, tétrico, doliente,
quedó como clavado en la alta cumbre.
La contracción horrible de su frente
retrataba su negra pesadumbre;
pero, en cárcel de orgullo preso el llanto,
negaba alivio a su mortal quebranto.


Fijos los ojos, cual queriendo en ellos
dejar grabados y por siempre vivos
de aquel paisaje los matices bellos;
mudo, inmóvil, alzado en los estribos,
el infeliz, del sol a los destellos,
vio pasar los instantes fugitivos,
sin poder separar la vista un punto
de aquel sublime, sin igual conjunto.


¿Quién era? ¿Iba a morir? ¿Por qué tal duelo?
¿Por qué a su alrededor no resonaba
ni una voz de esperanza o de consuelo?
¿Por qué su esposa con rubor echaba
sobre la casta faz el blanco velo?
¿Quién era el triste que tan solo estaba?
¿Qué maldición cayó sobre aquel hombre?
¿Cuál era su infortunio? ¿Cuál su nombre?


¡Era Boabdil!... ¡Boabdil, el fruto airado
de Muley desdeñoso y de Aixa fiera;
el hijo por la madre aleccionado
contra su padre y rey a alzar bandera;
el ambicioso audaz y desalmado,
ladrón del solio a cuyo pie naciera,
que, al eco santo del paterno grito,
fue por su raza y por su Dios maldito!


¡Era Boabdil, cuya ominosa estrella
costó a sus padres sempiterno lloro,
rompió el encanto de la Alhambra bella
y el fin atrajo del Imperio moro!...
¡Mísero rey, tras cuya infausta huella
se hundió la tierra siempre, y llanto y oro
y sangre y honras devoró el abismo,
hasta que al cabo sumergióse él mismo!


¡Era Boabdil, que con indigna mano
dado las llaves de la Alhambra había
y su trono y su pueblo al Rey cristiano!...
¡Era Boabdil, que desde allí veía
plantar sobre la Vela al castellano
la odiada Cruz del Hijo de María!
¡Era Boabdil, que la postrer mirada
dirigía por siempre a su Granada!


¡Granada, la ciudad cuyas ruinas,
festoneadas de perpetuas rosas,
aun alegran las aguas cristalinas
que en sus cármenes entran bulliciosas!
¡La Ciudad que las fieles golondrinas,
como en tiempo mejor, buscan ansiosas,
pidiendo a los palacios derruidos
sombra y quietud para sus caros nidos!


Era, sí, esta Ciudad, que despoblada
hoy parece tal vez al que la mira
de hierba y rotos mármoles sembrada,
como Paesthum, Itálica o Palmira:
La Ciudad que, entre flores sepultada,
pasmo y asombro al universo inspira,
mientras sus muros de labrada piedra
disputa el tiempo a la viciosa hiedra.


¡Era Granada... rica y esplendente,
tal como fue... cuando Granada era!
Llamábanla Damasco de Occidente,
de la grey de Ismael Roma altanera,
de sus sabios Atenas floreciente,
de las artes lujosa primavera,
hija del Cielo, patria de las flores,
jardín de la hermosura y los amores.


Boabdil la contemplaba adormecida
en los cárdenos montes del Oriente,
de un alquicel blanquísimo vestida,
y de bermejas torres la alta frente,
cual de corona señorial, ceñida...
¡Allá quedaba lánguida, indolente,
adúltera sultana, infiel esposa,
mostrando al vencedor su risa hermosa!...


Y allá quedaban los amantes ríos
que plata y oro le tributan fieles;
el Dauro con sus cármenes umbríos,
y el Genil con sus cálidos vergeles;
del Albaicín los blancos caseríos,
la Antequeruela oculta entre laureles,
de la Alcazaba el recio baluarte,
y la Alhambra gentil, ¡sueño del arte!


¡La Alhambra! ¡Regio edén, huerto florido,
mágico alcázar, que su planta moja
del hondo Dauro en el raudal temido,
y cuyas torres de argamasa roja,
de las copas del bosque entretejido
salir se ven entre la verde hoja
y luego alzarse a la región del viento,
como ideal, aéreo monumento!...


¡Con vergüenza y amor y envidia y pena
Boabdil de aquel edén se despedía,
donde su infancia transcurrió serena
y entró aclamado, victorioso un día!
Entonces ¡ay! desde su fuerte almena
reinaba en la mitad de Andalucía...
Ya... sólo le ofrecía el hado cierto
un caballo... y la arena del desierto!


Luego miró la anchísima llanura...;
tapiz que bordan con vistosas tintas,
ora las huertas de eternal verdura,
ora las blancas y graciosas quintas,
ya de extenso olivar la mancha oscura,
ya de las aguas las fulgentes cintas,
aquí las torres de apiñada aldea,
allí el camino que tenaz serpea...


¡Cuadro grandioso, que mostraba unidos
de tierra y cielo todos los favores...;
-nieves perpetuas, árboles floridos,
verdes campiñas, nubes de colores
un aire que arrobaba los sentidos,
un firmamento azul y un sol de amores!...-
¡Cuadro cuya magnífica hermosura
de Boabdil puso el colmo a la amargura!


Campo y Ciudad, cuanto a sus pies veía,
fue suyo, fue su vida, fue su encanto...
¡Y nunca más a verlo tornaría!...
¡Nunca más! -Al pensarlo, creció tanto
su dolor, y fue tanta su agonía,
que de sus ojos desbordóse el llanto,
y, con acento fúnebre y rugiente,
lanzó un suspiro que aterró a su gente...


¡Suspiro amargo, lúgubre, espantoso,
que aún en Granada sin cesar resuena,
turbando de los siglos el reposo
y de la muerte la región serena!
¡Y repítelo el viento caluroso,
que raudo agita la africana arena!...
¡Y sonará implacable, tremebundo,
mientras se acuerde de la Alhambra el mundo!


Aixa, entretanto, la sublime altura
de Mulhacen miraba con recelo...
-¡Allí..., al amparo de la nieve pura,
en la sagrada vecindad del cielo,
yacía en misteriosa sepultura
Muley, su esposo, presenciando el duelo
de la airada consorte y del mal hijo
a quienes fiero al expirar maldijo!...


Pero, al ver la Sultana el triste llanto
del Rey, que entre suspiros repetía:
«¡Allak-Akbar!...», tan íntimo quebranto,
lejos de conmover su faz sombría,
inflamóla de un fuego que dio espanto,
y, mujer insensible, madre impía,
cuanto patricia indómita y severa,
dijo el débil Boabdil de esta manera:


«¡Llora como mujer, desventurado,
la pérdida del reino que has debido
cual hombre defender!... ¡Llora, menguado!»
Y, con desdén más fiero que el olvido
(¡tal vez con hondo amor desesperado!),
apartóse del príncipe afligido,
y, mirando colérica a Granada,
huyó vencida, pero no domada.


Como reo de muerte que a la vida
y al sol y al cielo como afán profundo
dirige la suprema despedida...,
así Boabdil, lanzado de aquel mundo
en que dejaba su ilusión querida,
«¡Adiós!...», dijo con aye moribundo,
e, inclinando la frente sobre el pecho,
huyó también, en lágrimas deshecho...


Y, tras él, en confuso torbellino,
partieron todos; y del sol la lumbre
vio, de polvo entre denso remolino,
desbocada correr de cumbre en cumbre,
huyendo de su lóbrego destino,
a aquella fastuosa muchedumbre,
a quien la desventura daba en arras
un rincón en las agrias Alpujarras.


Pronto, como blanquísima paloma,
mirábase, a lo lejos, de la Sierra
a un jinete salvar la última loma...
Era el fantasma horrible de la guerra...
Era el poder inicuo de Mahoma
que abandonaba la española tierra...-
¡Era Boabdil, herido por el rayo
que allá en Asturias fulminó Pelayo!


Otro día..., del mar sobre la espuma,
sola cruzó desde Adra hasta Melilla
rápida nave cual ligera pluma.
Ganada, al cabo, la africana orilla,
viose a mísero Moro entre la bruma,
doblar, al pisar tierra, la rodilla...-
¡Era Boabdil, a quien su negro sino
negó una tumba en suelo granadino!


Un día, en fin, que el déspota africano
luchaba por salvar su poderío
contra los dos Jarifes, un anciano
lidió por él con temerario brío,
hasta que, herido y sin aliento humano,
se hundió en las olas de opulento río...-
¡Era Boabdil, a quien su suerte dura
le negaba en la tierra sepultura!






EN EL MULADAR


Mendigo: tu blasfemia me estremece...
¡Deja que olvide a Dios el venturoso;
pero tu labio hambriento y asqueroso
con renovada fe bendiga y rece!


Todo, menos su Dios, le pertenece
al opulento sano y poderoso;
y el pobre, miserable y haraposo,
de todo excepto, de su Dios, carece.


Dios es al cabo el único enemigo
del vano, del audaz, del sibarita,
y la sola esperanza, el solo amigo


de quien llora, padece y necesita...-
¡Sin Dios, el universo se anonada!
¡Sin Dios, el rico es Dios, y el pobre nada!






LA CAZA DEL SAURIO


(A María Buschenthal)


Del agrio risco solitaria dueña,
la diestra armada del arpón luciente,
ved a la hermosa indiana adolescente
tendida al borde de tajada breña.


La verdosa cerviz no bien enseña
cauteloso lagarto, diligente
le asesta el golpe, y, trémula, lo siente
forcejear, clavado ya en la peña.


Del monstruo herido, que tenaz porfía,
tiembla entonces la pérfida agresora,
y bárbara, acelera su agonía...


Remátalo por fin, pero en mal hora;
que, al ver el cuadro de su hazaña impía,
tiembla de nuevo, se arrepiente... y llora.






LAS PALMERAS


Gentil palmera lánguida crecía
entre los muros de cercado huerto,
y, amortajada en su ramaje yerto,
cual alma sin amor desfallecía.


Luchó empero tenaz..., hasta que un día
consiguió descubrir el campo abierto,
y vio marchita, en medio del desierto,
otra palmera, que de sed moría.


Convalecer les hizo una mirada,
y el aura fue galante mensajera
del dulce amor que para siempre uniólas.


-Aprende el caso, niña desamada;
guarda el tesoro de tu fe, y espera;
que almas como la tuya no están solas.






LA MOÑA


(A la Marquesa del Salar)


¡Cuán airosa y ufana en la corrida
irá la noble fiera, engalanada
con tan bella divisa, regalada
por tan ilustre dama y tan garrida!


Cárdena sangre de la oculta herida
matizará la seda recamada,
y aun el toro, al mirarla disputada,
más sentirá el perderla que la vida.


¡Ay, si al coger la codiciada prenda,
tu corazón ganara y tu albedrío
el esforzado justador!... -¡Oh gloria!


¡Todos fueran al par a la contienda!...
¡Y yo, ante todos, redoblando el brío,
diera la vida allí por la victoria!






PROMESA DE UNA SANTA


Estoy, Señor, de mí tan desprendida,
y de toda afición tan apartada,
que, por el don que os intereso, nada
sacrificar pudiera agradecida.


Voto os hiciera de dejar la vida,
si ya no fuese vuestra, y tan cuitada,
que, al perderla, creyérame premiada
con no vivir y verme a Vos unida.


Mas, pues no hay meritorio sacrificio
en quien vive sin dichas, yo os ofrezco,
si volvéis la salud al moribundo,


ceñirme la existencia cual cilicio,
codiciar una vida que aborrezco,
¡abrazarme a la cruz de aqueste mundo!






ADIÓS AL VINO


¡No más, no más en piélagos de vino
sepultaré, insensato, mis dolores,
velando con quiméricos vapores
de la razón el resplandor divino!


¡No más, hurtando el rostro a mi destino,
pediré a la locura sus favores,
ni, ceñido de pámpanos y flores,
dormiré de la muerte en el camino!


Arrepentido estoy de haber hollado,
vate indigno, con planta entorpecida,
el laurel inmortal y el áurea ropa...


¡Néctar fatal, licor envenenado,
acepta, al recibir mi despedida,
el brindis postrimer... -¡Llenad mi copa!






EL VIERNES SANTO


Solo, negado, escarnecido, muerto,
enclavado en la Cruz, ¡oh Jesús mío!,
la frente inclinas sobre el mundo impío,
en la cumbre de Gólgotha desierto.


Ebrio, entretanto, y de baldón cubierto,
el mortal, en su infame desvarío,
adora una beldad de aliento frío,
pálida y mustia cual cadáver yerto.


¡Perdónalo, Señor! Que si en tal hora
la majestad de tu dolor ultraja
e ingrato y loco tu Pasión olvida,


su espíritu inmortal se agita y llora
por sacudir del cuerpo la mortaja...,
y vive en él como enterrado en vida!






OTRO AMANECER


El gallo canta..., y la mañana impía
despierta con su luz a los humanos,
haciéndoles trocar delirios vanos
por el forzoso afán de un nuevo día.


Tornan, pues, a embestirles con porfía
la ambición y el amor, fieros tiranos,
los ímprobos trabajos cotidianos...,
la deuda, el jefe, el tedio, la manía...


Y, en tanto, al amador desposeído,
que en sueños compartía la almohada
con tal o cual mujer que hubo querido,


el implacable día lo despierta
para hacerle mirar a su examada
vieja, monja, casada, loca o muerta.






CUENTO MORO


Hurí de cabellos de oro:
dícenme que quieres tú
que te cuente un cuento moro...-
Uno sé que es un tesoro,
y me lo contó Benzú.
En África se lo oí,
de Abbás en el campamento:
óyelo, preciada hurí;
que es un peregrino cuento
el cuento que dice así:


Muy diestro en tañer la lira
ser pudo el esclavo Hassán;
pero no al poner la mira
en la princesa Zelmira,
hija del viejo Sultán.


Del atrevido cantor
ni aun sospechaba el amor
la altiva infanta moruna,
como no sabe la luna
que la adora el ruiseñor.


Ni el triste en su loco afán
soñó nunca mejor suerte;
pues, de revelarlo Hassán,
la hija del viejo Sultán
pagárale con la muerte.


Y morir, para el cantor,
era asesinar su amor...
¡era no ver a Zelmira
con el éxtasis que mira
a la luna el ruiseñor!


Y así la miraba él,
rebozado en su alquicel,
cuando, las noches de luna,
paseaba en su vergel
la altiva infanta moruna.


Pero al cabo sucedió
lo que suceder debía
(estuviera escrito o no):
Zelmira se enamoró
y se casó el mejor día.


Se casó con Aliatar,
tan príncipe como ella,
poderoso en tierra y mar...,
y fue cosa singular
la boda de la doncella.


Sabedora allí Zelmira
del ingenio del cantor,
díjole: -«Tañe la lira,
y canta el ardiente amor
que el fiero Aliatar me inspira.»


Hassán maldijo su estrella;
sintió mortal agonía
a la voz de la doncella;
y, encarándose con ella,
armado de una gumía,


-«¡Antes (dijo) que cantar
la ventura de Aliatar,
cúmplase mi negra suerte!...»-
Y arrojó la lira al mar,
y él mismo se dio la muerte.-


Tal fue el caso que Benzú
me contó en Guad-el-Jelú,
y que yo te cuento a ti,
ya que quieres saber tú
lo que pasa por allí.






COPLAS


El día que tú te cases,
y no te cases conmigo,
¡que lástima le tendrá
el Amor a tu marido!
(Del autor)


Sale el sol, y no te veo...
Ocúltase, y no te he visto...
-Si a esto remedio le llamas,
yo prefiero el daño mismo.


Me dices que no te vea,
para que olvide tu amor...-
¡Ay! Los que pierden la vista,
sólo piensan en el sol.


Sirviérame de consuelo
saber, cuando estoy ausente,
que el no verme te dolía
tanto como a mí no verte.


Antes que me lo dijeras,
conocí que me querías;
y siempre que te dejaba,
«Me quiere!,» diciendo iba.


Nunca olvidaré el instante
en que con los labios secos,
pálida como una muerta,
me dijiste: -«Sí: te quiero.»


No me engañaste al decirme
que a mi amor correspondías.
¡Nadie miente por llevar
una corona de espinas!


¡Ojalá no me quisieras!...,
que lo peor del infierno
no es abrasarse en sus llamas,
sino saber que hay un cielo.


De tanto fiero tormento,
el que no puedo sufrir
es saber que por las noches
llorarás pensando en mí.


¡Ojalá hubiera ignorado
que es mío tu corazón!
¡Los ciegos de nacimiento
no echan de menos el sol!


Dime: ¿qué piensas hacer
de la vida que nos resta?
¿Hemos de estar siempre así?
No me lo digas: no mientas.


Si imaginas olvidarme,
no lo pienses, que te engañas.
¡Se olvida lo que se tuyo;
pero nunca una esperanza!


Para no amarnos es tarde:
para olvidarnos, temprano.
¡Tuyo seré y serás mía!...-
Yo no sé cómo ni cuándo.






A MI HIJA PAULINA EN SUS DÍAS


Por la primera vez hoy es tu día...-
¡Ven a mi corazón, prenda adorada...,
orgullo de la esposa más amada,
vida de mis entrañas, hija mía!


¿Qué te dirá de un padre la ufanía?
¿Qué te dirá tu madre embelesada,
sino verter del alma enajenada
lágrimas de cariño y de alegría?


Delicia de los dos..., ¡bendita seas!
¡Bendita seas, avecilla pura,
que alegras con tu canto nuestro nido!-


Y allá en los años en que no nos veas,
¡Dios te dé tanto bien, tanta ventura,
como tú con nacer nos has traído!






UN MORISCO DE AHORA


Insomne y soñoliento; con bufanda
(recuerdo del turbante) en el estío;
ajeno su magnánimo desvío
del siglo a la ruidosa propaganda;


adversario pasivo del que manda,
y absoluto señor de su albedrío;
Sultán, en fin, sin éxtasis ni hastío,
de las mozuelas con que a vueltas anda...


Tal, en Madrid, el último almohade
pasa por el rosario de la vida
horas indiferentes grano a grano...-


¿Qué quiere? -Nada quiere. Sólo añade
tinieblas a una crónica perdida,
oculto bajo un nombre castellano.






EL CIGARRO


(A D. Ángel María Chacón)


¡Lío tabaco en un papel; agarro
lumbre, y lo enciendo; arde, y a medida
que arde, muere; muere, y en seguida
tiro la punta, bárrenla, y... al carro!


Un alma envuelve Dios en frágil barro,
y la enciende en la lumbre de la vida;
chupa el tiempo, y resulta en la partida
un cadáver. -El hombre es un cigarro.


La ceniza que cae, es su ventura;
el humo que se eleva, su esperanza;
lo que arderá después..., su loco anhelo.


¡Cigarro tras cigarro el tiempo apura;
colilla tras colilla al hoyo lanza;
pero el aroma... piérdese en el cielo!






CAMINO DEL CIELO


La madre está de pechos
a la ventana,
viendo caer la nieve
lenta y callada.
Todo blanquea;
cabañas y rediles,
campos y breñas.


No teme que a la cuna
del tierno niño
lleve cuajados copos
el viento frío...
-¡Ay, pobre madre!
Aquella cuna encierra
sólo un cadáver.


Por eso miran tanto
sus ojos fijos
de la nieve y el viento
los remolinos...
Por eso exclama
con doloridos ayes:
«¡Hijo del alma!»


«¿Por qué no murió un día
de primavera
como flor que a los cielos
vuelve su esencia?
¡Ay, cuántos pájaros
fueran con él gozosos
aleteando!»


«¡Oh! ¡Pero en esta tarde,
solo y sin guía,
luchando con las nubes
y la ventisca,
mi pobre ángel
irá muerto de frío
por esos aires!»
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Es ya la media noche...
Sigue nevando...
La madre abriga al ángel
en su regazo...
De la ventana
voló en su busca al cielo...
-Ha muerto helada.






EL SECRETO


«¡Yo no quiero morirme!»
-dice la niña,
tendiendo hacia su madre
dos manecitas
calenturientas,
cual dos blancos jazmines
que el viento seca...-


Un silencio de muerte
la madre guarda...
¡Ay, si hablara, vertiera
mares de lágrimas!
Besa a la niña,
¡y aun le fingen sus labios
una sonrisa!


Del cuello de la madre
la hija se cuelga,
y, pegada a su oído,
pálida y trémula,
con sordo acento,
dícele horrorizada:
-«Oye un secreto:
¿Sabes por qué a morirme
le temo tanto?
Porque luego me llevan,
toda de blanco,
al cementerio...,
¡y de verme allí sola
va a darme miedo!»


-«¡Hija de mis entrañas!
(grita la madre),
Dios querrá que me vivas...;
y, aunque te mate,
descuida, hermosa,
que tú en el cementerio
no estarás sola.»






GLORIA


-Dime: ¿por qué suspiras,
bendita madre,
cuando de regocijo
tiemblan los aires?
Di: ¿por qué lloras?
¿No oyes que las campanas
tocan a gloria?


¡Oh! Dejadme que llore...
Dejad que muera...
¡Al hijo de mi vida
ya se lo llevan!
¿No veis mi duelo?
¿No oís que las campanas
tocan a muerto?


-Tu pobre niño enfermo
triste gemía
ayer entre tus brazos,
madre bendita...
¡Y hoy ya no llora!...
¡Hoy por él las campanas
tocan a gloria!


-¡Ah! Sí... Su alma de ángel
allá me espera...
Pero su cuerpo hermoso
yace en la tierra...
Ya no le veo...
¡Para él tocan a gloria!
¡Para mí, a muerto!






AL RECIBIR MI RETRATO


(Pintado por mi amigo el Sr. D. Ignacio Suárez Llanos)


Al verte, ¡oh grave pintura!,
entrar en mis lares hoy
con mi edad y mi figura,
no sé qué vaga tristura
siento al decir: «Así soy.»


Tal vez pienso que mañana,
cuando de mi edad lozana
rastros queden sólo en ti,
dirá mi vejez ufana
a mis hijos: «¡Así fui!»


Tal vez pienso que algún día
(cuando Dios llamarme quiera)
buscará tu compañía
esta dulce esposa mía,
para decir: «¡Así era!»


Tal vez pienso que quizá,
al cabo de muchos años,
nadie te conocerá,
y un extraño a otros extraños
dirá al verte: «¿Quién será?»


Y que, al comprarte, atraído
por lo antiguo de tu traje
o por tu buen colorido,
les dirá: «¡Este personaje
no debe haber existido!»






EN VARIOS ABANICOS


1
Lo que hayas de mirar por las varillas,
míralo cara a cara:
que la virtud no debe ser avara
del suave carmín de las mejillas...
-¡ni mirar a hurtadillas!


2
Cuando mires estos versos
al tiempo de abanicarte,
piensa que la dicha es humo,
piensa que la vida es aire.


3
¿En dónde habrá un abanico
semejante a un solo a copas,
de espada, malilla, basto,
punto, rey, caballo y sota?


4
¿A qué llevas abanico
si, en tu casa y en la calle,
suspiros y bendiciones
siempre están abanicándote?


5
Cuando tú te abanicas,
sopla en la Corte,
si estás triste, Solano;
si esquiva, Norte;
si airada, Noto,
y si amorosa y tierna,
dulce Favonio.


6
No tanto te abaniques
que de ti huya
la atmósfera tranquila
que te circunda:
bendita atmósfera
de virtud y de ciencia,
de amor y gloria.


Abanícate, empero,
niña preciosa,
cuando te cerque el humo
de la lisonja...;
que la modestia
es la mejor compaña
de la inocencia.






A UNA GRAN PIPA DE JEREZ ANTIQUÍSIMO


¡Detente, pasajero! Aquí reposa
el Adán de los vinos jerezanos,
padre de tantos ínclitos ancianos
como duermen en torno de su fosa.


¡Enterrado está el sol bajo esta losa!...
Pero no se lo comen los gusanos,
sino que vida y alma los humanos
aún piden a su llama generosa.


«Abolengo» se nombra aqueste vino,
y en cada gota concentrado encierra
de mil generaciones el destino...-


Si las cuitas del mundo te hacen guerra,
cátalo media vez, ¡oh peregrino!,
y jurarás que el cielo está en la tierra.






EL DÍA DE AÑO VIEJO


«Año nuevo», ¡qué sandez!,
hoy pregona el añalejo,
sin ver que es un año viejo
que ya a servir otra vez.


Año..., ¡te vas, y me dejas!
¡Y sois treinta los ingratos!-
Id con Dios, perdidos ratos,
que no os seguirán mis quejas.-
¡Oh tú, de mis moralejas
lector!, oye lo que digo:
el tiempo es un mal amigo...,
pero no riñas con él;
que manda el Dios de Israel
perdonar al enemigo.


¡Treinta y uno de Diciembre!...
¡Suma equivalente a cero
para aquel que cada Enero
locas esperanzas siembre!
Mas para quien no remembre,
como no remembro yo,
ni el Enero que pasó,
ni haber sembrado en tal fecha,
esa falta de cosecha
no es una pérdida, no.


Que al alma ya prevenida,
al alma experimentada,
no puede importarle nada
el déficit de la vida.
Si el amor va de corrida,
también va la juventud:
la ilusión y la salud
se pierden a un tiempo mismo,
y en el final cataclismo
sobrenada el ataúd.


Padres, amigos y amadas,
¡cuán aprisa de mí os vais!...
Mas, por mucho que corráis,
yo sigo vuestras pisadas.
Dentro de pocas jornadas
de fijo os alcanzaré...
¿A qué, pues, llorar? ¿a qué?-
¡Llorara si no supiera
que en esta vital carrera
ninguno se queda a pie!


¡Oh, cuán triste y funeral
a mis ojos luciría
la clara antorcha del día,
si me volviese inmortal!
¿En dónde una pena igual
a pensar en tanto muerto,
y no ver en el desierto
de la fatigosa vida
ni descanso, ni salida,
ni luz, ni arrimo, ni puerto?


¿Qué hacer, qué creer, qué amar
en otras generaciones?
Las perdidas ilusiones,
¿en quién ni en dónde encontrar?
¿Cómo volver a probar
la juvenil embriaguez,
cuando no haya más que hez
en la copa, un tiempo llena,
de una vida... sólo buena
para vivida una vez?-


¡Misericordioso Dios!
Nos cupo una suerte amarga...;
pero ni fija, ni larga,
en que, velados los dos,
corre el bien del mal en pos,
la flor tapa los abrojos,
la fe endulza los enojos,
la duda engaña al deseo...,
y morimos, como reo
a quien le vendan los ojos.


¡Pena cruel! ¡Suerte horrenda
fuera desandar lo andado,
después de haber apartado
de nuestros ojos la venda!
Los abismos de la senda
viéramos ya por doquier;
tras el amor... la mujer;
detrás del amigo... el hombre;
cada cosa tras su nombre,
¡y el tedio tras el placer!


¡No viéramos (como veo,
al través de treinta años
de felices desengaños)
purificarse el deseo
de todo vil devaneo;
fundirse el torpe metal
del ídolo terrenal;
descorrerse el infinito...,
y a Dios mirar de hito en hito
el espíritu inmortal!-


¡Adelante y no temer!-
¡Quédense en buen hora atrás
apariencias que jamás
debimos apetecer!
¡Adelante..., y no caer
en tanto que estemos vivos!-
Que, pues los hados esquivos
no son, por fortuna, eternos,
lo primero es mantenernos
derechos en los estribos.






SEGUIDILLA MANCHEGA PARA GUITARRA


Ayer te he visto en cuerpo:
¡qué cuerpo tienes!
Ayer te vi en el baile...
¡cómo te mueves!-
¡Es una burla
que haya en cuerpo tan pícaro
alma tan pura!



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