Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013
martes, 15 de noviembre de 2011
977.- FRANCISCO DE RIOJA
Francisco de Rioja (Sevilla, 1583 - Madrid, 1659), poeta y erudito español del Barroco.
Se licenció en leyes, se ordenó y fue canónigo de la catedral de Sevilla; fue renombrado teólogo y jurista, y amigo y protegido del Conde de Sanlúcar y Duque de Olivares don Gaspar de Guzmán, a cuyo servicio entró desde 1624; a su caída le acompañó al destierro en Loeches primero, y después en Toro. Fallecido el Conde-Duque, se retiró a Sevilla cansado y desengañado de las fortunas de la Corte. El Cabildo sevillano le designó entonces agente suyo en Madrid (1654), con cuyo cometido tuvo que volver a residir en la capital, y allí murió el 28 de agosto de 1659.
Mantuvo relación literaria con Lope de Vega, Juan Pérez de Montalbán, Cervantes y muchos personajes de la aristocracia; fue bibliotecario de Felipe IV y cronista de Castilla. Era tío del religioso, historiador y traductor Juan Félix Girón.
Obra
Durante largo tiempo su fama le halagó suponiéndole autor de dos de los grandes monumentos de la lírica de su tiempo, la Canción a las ruinas de Itálica, que es en realidad de Rodrigo Caro, y la anónima Epístola moral a Fabio, que pertenece, según demostró Dámaso Alonso, al capitán Alonso Fernández de Andrada. Sin embargo fue un excelente poeta; si bien empezó en la línea poética de Fernando de Herrera, dejó arrinconados los grandes temas y prefirió la temática menor y el pulimento de la elegancia verbal y de la precisa y matizada adjetivación, selecta en el campo de las impresiones sensoriales. Si bien porta todos los motivos del habitual desengaño barroco, apenas los declara y los transforma en una clara melancolía. Amaba la naturaleza y se concentraba en alabar sus pequeñas y decadentes bellezas, como las flores; los poemas que dedicó a éstas son de los más hermosos y perfectos que acabó, adoptando para ello, en lo que fue un precursor de Góngora, la forma de la silva: A la rosa, Al clavel, A la arrebolera, Al jazmín... Dominan su predilección por los matices del rojo y el blanco. Su silva Al verano arranca horaciana, pero termina epicúreamente en una explosión de colorido.
Pues, ¡cuál parece el búcaro sangriento
de flores esparcido,
y el cristal veneciano,
a quien la agua, de helada,
la tersa frente le dejó empañada!
En el fondo late la filosofía del Estoicismo como consuelo a un pesimismo muy negro, apenas entreabierto:
No es más el luengo curso de los años
que un espacioso número de daños.
Por otra parte destacan también sus sonetos, de aire gongorino algunos, y moralizadores otros. Estos últimos son muy logrados, lo mismo que sus canciones morales A la constancia, A la riqueza, A la pobreza. Su predilección por la temática menor tiene que ver con el coetáneo gusto por el bodegón.
No se ocupó en reunir su obra poética, de forma que sus versos tuvieron que esperar al siglo XVIII para poder ser leídos en conjunto.
Según Adolfo de Castro escribió Aristarco o censura de la proclamación católica de los catalanes con ocasión de la guerra de 1640; el Ildefonso o tratado de la Purísima Concepción de Nuestra Señora; Carta sobre el título de la Cruz y estudios retóricos, como Avisos de las partes que ha de tener un predicador, aparte de censuras de libros y un escrito en defensa del caído Conde-duque.
A la rosa
Pura, encendida rosa,
émula de la llama
que sale con el día,
¿cómo naces tan llena de alegría
si sabes que la edad que te da el cielo
es apenas un breve y veloz vuelo,
y ni valdrán las puntas de tu rama,
ni púrpura hermosa
a detener un punto
la ejecución del hado premurosa?.
El mismo cerco alado
que estoy viendo rïente,
ya temo amortiguado,
presto despojo de la llama ardiente.
Para las hojas de tu crespo seno
te dio Amor de sus alas blandas plumas,
y oro de su cabello dio a tu frente.
¡Oh fiel imagen suya peregrina!.
Bañóte en su color sangre divina
de la deidad que dieron las espumas;
y esto, purpúrea flor, esto ¿no pudo
hacer menos violento el rayo agudo?.
Róbate en una hora,
róbate licencioso su ardimiento
el color y el aliento.
Tiendes aún no las alas abrasadas
y ya vuelan al suelo desmayadas.
Tan cerca, tan unida
está al morir tu vida,
que dudo si en sus lágrimas la Aurora
mustia, tu nacimiento o muerte llora.
A la muerte de Francisco de Medrano.
Pasa, Tirsis, cual sombra incierta y vana
este nuestro vivir, y como nieve
al tibio rayo, desmerece en breve
todo aplacible bien y gloria humana.
¡Mira cuánto en color, cuánto en lozana
juventud confiar el hombre debe
si así acabó Medrano! ¡Oh en vuelo leve
subido haya a la estancia soberana!
Siento su fin veloz, aunque no incierto;
triste imagino aquel que nos aguarda
solo; por no avenirte en pena, en lloro,
Tirsis, deja este mar; vuelve ya al puerto
la nave y busca el celestial tesoro;
que a nos, quizá, tan triste fin no tarda.
A Manlio.
Sabes cuán raro bien sigue a las horas
y que podrás apenas en el día
contar alguno, ¿y la tristeza mía
ya admiras y ya culpas y ya lloras?
Engáñaste si piensas que mejoras
o borras así el mal que el cielo envía;
¿No ves que al sol como a la sombra fría
siempre acompañan penas voladoras?
Juzgó, Manlio, tu mente que sin duda
el ánimo y el tiempo se mudara
si otro el lugar y si otro el aire fuera.
Mas, ¿qué hizo el que mares mil surcara
e incógnitas regiones anduviera?
Que el cielo, ¡ay!, y no el ánimo se muda.
A la pobreza
Desde el infausto día
que visité con lágrimas primeras,
me tienes, ô pobreza, compañía;
aunque tan buena, como dizen, fueras,
por ser tanto de mí comunicada,
me vinieras a ser menos preciada.
Diré tus males sin que mucho ahonde
en ellos, que es mui raro
lo que por glorias tuyas contar puedes.
Tal vez el que en su casa un monte asconde
de Numidia i de Paro
en arcos i paredes,
cuando entre el blando lino se rodea,
puesto de los cuidados en el fuego,
sin conocerte alaba tu sossiego,
i nunca, aunque lo alaba, lo dessea;
llegas a ser de alguno, en fin, loada,
mas de ninguno apenas desseada.
¿Si eres tú de los males
el que nos trata con mayor crüeza,
cómo podrá ninguno codiciarte?
Después que nació el oro,
i con él la grandeza,
murió tu ser, murió tu igual decoro,
en otra edad divino:
¿si por esso, pobreza, en toda parte
con enfermo color andas contino?
Con preciosos metales
siempre veo levantado
lo que tienes tú sola derribado.
¿Qué ciudad populosa
se sabe que por ti se aya fundado?
¿Qué fuerça inespunable i espantosa
por ti se a fabricado?
El süave color, la hermosura
sólo en tu ausencia con su lustre dura.
Pintame la belleza
mayor que imaginares,
compuesta de jasmines i de grana:
si con vestido tuyo la adornares,
su lustre pierde i gracia soberana.
Pues cuando el agro ivierno,
hijo tuyo sin duda,
que, como tú, también siempre desnuda,
roba al bosque el verdor i lo despoja
de su amarilla hoja,
pobre por ti su frente,
ni su sombra codicia más la gente,
ni sus ramas las aves.
I si yo vanamente no dicierno,
¿cuándo armarse pudieron vastas naves
donde se vio tu sombra?,
¿cuándo exércitos gruessos?
El número infelice de sucessos
que por ti an avenido, ¿a quién no assombra?
Hablen los nunca sepultados güessos
que en las playas blanquean,
de tantos que por falta de sustento
al mar rindieron el vital aliento.
¡Cuántos as ascondido
en los anchos desiertos
para que al mal seguro caminante
asalten encubiertos!
¡Ô, en cuántas partes se verá teñido
el campo con la sangre de los muertos!
No hay voz, aunque de hierro, que bastante
sea a dezir los males que acarrean
duras necessidades.
Los pobres que habitan las ciudades,
¿qué afrenta no padecen?:
lo que por sus ingenios merecieron,
ô pobreza, por ti lo desmerecen.
¿Qué pobre hubo discreto?
¿Cuándo tuvo amistades
que aun con pequeño honor correspondieran?
¿Cuándo con la pobreza algún respeto
jamás se tuvo a las tendidas canas
que tú de blanca nieve, edad, coloras?
¡Ô mentes de la humilde gente vanas,
no cuidéis, a despecho
de vuestra pobre i mísera fortuna,
levantaros al cerco de la luna!
Mirad que cuantos hijos van saliendo
del nunca en vano frequentado lecho,
tantos esclavos, ¡ai!, os van creciendo
que ocupéis en mesquina servidumbre,
no sin tormento vuestro, no sin llanto.
¿Qué vale, ô pobres, levantaros tanto?
Mirad que es necio error, necia costumbre,
soltar a la soberbia assí la rienda:
que yo apenas, humilde i sin contienda,
puedo contar en paz algunas oras
de las que passo en el silencio oscuro,
olvidado en pobreza i no seguro.
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