Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

jueves, 24 de noviembre de 2011

1042.- JOSÉ ANTONIO PORCEL


Manuscrito del Adonis (h.1741) de José Antonio Porcel


José Antonio Porcel y Salablanca 


(Granada, septiembre de 1715 - Granada, 21 de enero de 1794) poeta español.

Era hijo bastardo de don Fernando Porcel Menchaca, en cuya casa se crio con el nombre de José Antonio Sánchez del Olmo. Sus mocedades, de este modo, transcurrieron en los salones de la nobleza granadina, y en ellos debió de conocer al que se convertiría con el tiempo en su gran amigo y protector, Alonso Verdugo, conde de Torrepalma, también poeta.
Seguramente su bastardía condicionó la elección de la carrera eclesiástica. José Antonio estudió en el Colegio del Sacro Monte, epicentro de la vida intelectual granadina en aquella época. Probablemente terminó sus estudios en 1737 o 1738. Entre 1738 y 1748 asistió a las sesiones de la granadina Academia del Trípode.
Los últimos años de la década de 1740 debieron ser cruciales en la vida del poeta. Su padre, tal vez merced a las gestiones de Torrepalma, le reconoció, con lo que el poeta comenzó de inmediato a usar el apellido Porcel. Poseedor ya de una identidad ilustre, acompaña en la Corte en calidad de capellán a Torrepalma, quien lo introduce en la buena sociedad y en las recientemente creadas Real Academia de la Historia y Real Academia Española.
Entre 1749 y 1751 asiste a las sesiones de la madrileña Academia del Buen Gusto. Por primera vez surge la idea de publicar sus poemas. Es Eugenio Gerardo Lobo quien propone la impresión de su obra, pero su repentina muerte en agosto de 1750 desbarata el proyecto. En 1750, escribe un romance a Torrepalma, que se hallaba en Ciempozuelos llorando la muerte de su primogénito Pedro Antonio (acaecida en algún momento entre el 7 y el 14 de mayo de 1750). Torrepalma escribe otro en respuesta. En 1751, copia el ms. 16 de BGor.
A mediados de 1751 el poeta regresa a su ciudad natal, convertido en canónigo de la parroquia de El Salvador. Pronto alcanzó fama como orador sagrado. Fueron, por ejemplo, muy celebrados, los sermones que predicó en la inauguración del barroco templo de San Juan de Dios. Su celebridad provoca que el cabildo decida que Porcel se haga cargo de escribir los versos tradicionales que conmemoraban el Corpus anualmente.
Se estableció en el barrio que circundaba la parroquia de San Pedro, donde, por cierto, se encuentra el panteón familiar de los condes de Torrepalma. Compartió vivienda con Alonso Dalda, antiguo académico del Trípode y traductor de Milton en estos días, hasta 1758, fecha en que fallece.
1764 debió ser un año feliz para Porcel. En efecto, en este año se produce el reencuentro entre el poeta granadino y su antiguo protector, a quien sus labores diplomáticas habían mantenido fuera de la Península. El año siguiente, en cambio, debió ser un año triste. Los autos sacramentales del Corpus, que entusiasmaban a Porcel, fueron prohibidos el 11 de junio. Además, el poeta se vio en la obligación de leer un sermón fúnebre en las exequias del marqués de los Trujillos, tío de Alonso Verdugo.
En 1771 ingresa en la Sociedad Económica de Amigos del País de Granada y el 21 de enero de 1794 muere en Granada.

Obra
Imitó a Garcilaso de la Vega, pero utilizó un lenguaje aún barroco, si bien de sintaxis más regular. Compuso, aparte de algunos versos cortesanos y de circunstancias:
El Adonis.
La Fábula de Acteón y Diana.
En los últimos meses de 1737 o, a lo sumo, en enero de 1738, redactó Porcel este divertimento. Según parece, el Trípode había encomendado por estos días a sus miembros la escritura de parodias mitológicas. Había un curioso requisito: los académicos debían rematar sus poemas con un soneto de intención moral. De este ejercicio conservamos dos textos. El conde de Torrepalma presentó una Fábula de Pan y Siringa todavía inédita, y José Antonio Porcel presentó esta Fábula de Acteón y Diana.
La Fábula de Alfeo y Aretusa.
La Fábula de Alfeo y Aretusa fue escrita, según parece, muy al principio de la década de los cincuenta. Si, como quería Cossío, hay en Alfeo y Aretusa una evidente influencia de la Fábula de Genil de Pedro Espinosa, y los versos 81-84 son un buen argumento a favor , el poema no puede ser anterior a 1750. En una de las sesiones de la madrileña Academia del Buen Gusto, Blas Antonio Nasarre, neoclásico superficial (Nicolás Marín), tuvo la ocurrencia de leer en público y atribuirse el poema de Espinosa. La lectura quedó en el caletre de Porcel, quien escribía poco después a su amigo Torrepalma:
Tan dulcemente el Amuso cantó de Genil las aguas, que lo pensé Garcilaso viendo que en su vega canta.
Crédulo como el que más, el granadino insistía en su aún inédito Juicio lunático, leído el 1 de octubre de 1750 en el mismo club: “El estilo de esta obra, el modo de manejar los pensamientos, la prodigiosa fecundidad y viveza de las expresiones y pinturas, no me parecen de este siglo, sino de los principios del pasado”. El pobre hombre reparó finalmente en el engaño y tuvo ocasión de apostillar en uno de los manuscritos: “Con efecto [i.e.: en efecto], era obra de un autor del siglo pasado”.
Consta de veintiuna octavas y está dedicada a Francisco Rodríguez de Arellano, “que aman las Musas y prohija Astrea” (verso 10), alcalde (es decir, juez) del crimen en la Real Audiencia de Barcelona.
El poema sigue el hilo del libro quinto de las Transformaciones de Ovidio.
La influencia de Góngora, como en el resto de la obra poética de Porcel, es patente. A veces se trata de imitación directa (nótese que los versos 111-112 retraen el verso 392 de Polifemo ); a veces se trata de un “gongorema” ya presente en la Fábula de Espinosa, como el eco del canto del cíclope, “interpretado a lo acuático”, de los versos 105-110.
“La fábula, dentro de sus reducidas proporciones, es excelente”, opinaba Cossío, y, desde luego, Alfeo y Aretusa es probablemente el poema más notable de José Antonio Porcel.
A la hermosura, pudor, susto y libertad de Andrómaca, expuesta al monstruo marino.
Otros poemas.
Porcel y no Torrepalma, como creía Cueto, es el autor de un incompleto poema, el Juicio Final, que Joaquín Arce considera “vagamente prerromántico”. Visita de paso Wikisource.
Su interés por el detalle y lo íntimo relaciona ya a este poeta con la estética rococó.


Fábula de Alfeo y Aretusa


Canto el amor del despreciado Alfeo,
cuyas quejas dulcísimas, dolientes,
por las amargas ondas de Nereo
aún oyen de Aretusa las corrientes.
Pues tú, délfico dios, otro deseo
siguiendo vas con círculos lucientes,
haz que en estas mis cláusulas sonoras
yo me corone del desdén que lloras.

Tú, de Arellano honor, Mecenas mío,
que aman las Musas y prohija Astrea,
que el caudaloso Betis, patrio río,
lleno de lustres saludar desea;
este mi ocio escucha, si es que fío
lo grave dividir de tu tarea;
logre yo tus favores entre tanto
que los desdenes de Aretusa canto.

Del dios rey de las aguas hija era
ninfa de Acaya, a quien la esquiva diosa,
cuando desde el Eurota va a su esfera,
deja el dominio de la selva umbrosa,
que en la tropa de Oréades ligera,
siendo la más gentil, la más hermosa,
aun ausente de Febo la alta hermana,
no desean las selvas a Diana.

No ilustró del Taigeto la escabrosa
cumbre ninfa más bella, pues la frente
en cada estrella vence luminosa
los ojos, que abre al cielo transparente;
de cuanto en sus mejillas mezcla hermosa
hizo con el jazmín, clavel ardiente,
queda uno, que en dos hojas se señala,
que encierra perlas, y ámbares exhala.

Bajando al pecho de su blanco cuello,
mucha nieve en dos partes dividía,
sobre cuyo candor suelto el cabello,
las hebras de oro el viento confundía;
así inunda de rayos el sol bello,
nevado escollo al despuntar del día;
de sus manos, en fin, son los albores
incendios de cristal, hielos de ardores.

Ésta, de Venus inmortal desdoro,
dejándole a la espalda el peso leve
del ebúrneo carcaj y flechas de oro,
éstas ajusta al arco, que las mueve;
penetra el bosque, y el errante coro
cede al aplauso que a Aretusa debe,
porque usurpa a las glorias de Atalanta
lo cierto el tiro, lo veloz la planta.

Igualmente partiendo su carrera,
el sol las blancas horas encendía,
cuando Aretusa, que corrió ligera
los arduos montes y la selva umbría,
fatigada desciende a la ribera,
y en su encendida nieve permitía
que en más bello cenit, con más auroras,
el sol hiciese las ardientes horas.

Por laberinto de álamos frondoso,
de verdes sauces por estancia amena,
profundo un río corre silencioso,
o se desliza con quietud serena;
de éste un remanso advierte delicioso,
que no le esconde la menuda arena,
pues contaba en sus senos transparentes
uno a uno sus cálculos lucientes.

La calurosa ninfa, que procura
término a sus afanes deseado,
solícita registra la espesura,
por si alguno la advierte Acteón osado;
la soledad el sitio le asegura,
y habiendo sus despojos confiado
de un sauce, dio al cristal el blanco bulto,
donde quedó cubierto, mas no oculto.

En el claro remanso, no lasciva,
o se abate, o se eleva, o se recrea,
pareciendo en la espuma fugitiva
segunda de las ondas Citerea;
sus brazos (blancos remos, en que estriba)
cortan las aguas, y si lisonjea
el viento de sus hebras el tesoro,
bajel es de marfil, con velas de oro.

En hondas grutas de cristal luciente
el dios Alfeo, entonces sosegado,
oye turbar sus aguas, y la frente
alzó, de verdes cañas coronado;
mira la blanca ninfa, mira, y siente
dulces incendios en su pecho helado;
y suspensos sus rápidos cristales,
así siente su amor, así sus males:

«Si piensas, ninfa bella, que no dura
un instantáneo amor, y excusas fiera
el bien que me promete esta ventura,
para crecer, amor tiempos no espera.
Si el ver y el adorar una hermosura
son dos cosas, ninguna es la primera;
yo te vi, yo te amé, y otros amantes
no te adoraron más, te amaron antes.

»Calurosa y cansada, tus fatigas
recibieron benignas mis arenas;
dulcemente en mis aguas ya mitigas
el calor y el cansancio, y no mis penas;
ya que en mi propia urna tú me obligas
a beber el veneno que en mis venas
arde, reciproquemos los favores:
mitiguen tus cristales mi ardores.

»Dueño soy (si soy tuyo ¡qué fortuna!)
de cuanto engendra la ribera amena;
mil arroyuelos desde su alta cuna
bajan su plata a mi dorada arena;
contémplase en mí el sol, la errante luna
aun no se mueve en mi quietud serena;
mas ¿para qué numero bienes tales,
si ya sólo soy dueño de mis males?»

Dice; y lascivo apenas se adelanta,
cuando ella de sus ondas se le exime
intrépida, fiando a veloz planta
nobles defensas, que el amante gime;
mas, como aunque a Aretusa en fuga tanta
alas preste el desdén, nunca reprime
sus esfuerzos Amor, que es dios alado,
vuela ella esquiva, y él enamorado.

«Aguarda, espera», dice; «oh ninfa, tente.
¡Oh si el amor un muro te opusiera!
Teme de áspid dormido el mortal diente,
cuando no el pomo de oro en tu carrera;
más ¡ay de mí! que ni el metal luciente,
ni el veneno mortal te suspendiera,
pues no detuvo ya tu pie divino
mi pena más mortal, mi amor más fino».

Sorda Aretusa, y más veloz que el viento,
huye, y el dios, que en vano ya la nombra,
tanto se adelantó en su seguimiento,
que una vez abrazó la amada sombra;
del fatigado pecho el recio aliento
el tierno oído de la ninfa asombra;
y como el dios acuoso la seguía,
creyó que húmedo el austro la impelía.

Así afligida con el riesgo instante
la casta compañera de Diana,
contra el esfuerzo del insano amante,
a su deidad apela soberana.
«Oh diosa», dice, «si guardé constante
tus santas leyes, y si aplausos gana
tu decoro, defiende de este impío
mi honor por tuyo, cuando no por mío».

La diosa, conmovida al justo lloro,
de opaca y densa niebla rodeada,
la oculta, y luego la madeja de oro
corre en hilos de plata liquidada;
no de coral, de aljófar es tesoro
la sangre de las venas desatada,
y al deshacerse en los cristales puros,
bullen la blanda carne y huesos duros.

Entre tanto, cual dando vueltas ciento,
en alta noche el can infiel dormido,
a espacioso redil el lobo hambriento
aúlla, y crece el mísero balido;
tal gira en tornos, firme aún en su intento,
la opuesta nube el dios; y más rendido,
por si su ingrata bella aún no se excusa,
«¡oh mi Aretusa», clama, «oh mi Aretusa!»

Desató el viento, en fin, la niebla fría,
dejando en descubierto al triste Alfeo,
fuente ya, a aquella por quien su porfía
torpes delicias prometió al deseo.
Vuelve a sus aguas, nunca a su alegría;
aunque, por corto de su dicha empleo,
le conceden que junte en su corriente
de su amada Aretusa con la fuente.



Acteón y Diana


Aquella que nos informa,
que aunque tres formas vistió,
no querrá un hombre, y que no
será de ninguna forma;

pues si bien Plutón de un cuerno
la llevó por su querida,
de estos casados la vida
vino a ser luego un infierno;

con quien de amoroso empeño
no hay quien acordarse cuente,
y aun Endimión solamente
se acuerda como por sueño;

hija de Jove (un borracho)
y Latona, que parió una
muchacha como una luna,
y como un sol un muchacho;

fatigada ésta del uso
de las flechas un verano,
pues siendo menor su hermano,
a abochornarla se puso,

viendo entre unas espesuras
que un mudo remanso había,
tan claro, que le decía
a cualquiera dos frescuras,

dijo:«En bañarme convengo;
ninfas, presto, a desnudarme,
que, aunque casta, he de limpiarme,
pues soy leona y manchas tengo.»

Desnudas todas, se fragua
el baño, y aunque temían
si desnudas las verían,
echaron el pecho al agua.

Y cuando en las aguas mudas
las faltas que desmentían
vestidas, las descubrían
como verdades desnudas,

Acteón, hijo de Aristeo
y Autónoe, llegó cazando
a la fuente, adivinando
que allí habría un buen ojeo.

Aquí fue la fiesta brava,
aquí el chillar, y agua echarle,
pero el gato, al zapearle,
a la carne se acercaba.

«Vanos son esos trabajos,
ninfas», dice; «no gritéis,
ni vuestros tiples me alcéis,
que yo busco vuestros bajos.

»Mi brazo es de todas mangas,
por feas no os aflijáis,
que yo, porque lo sepáis,
también suelo cazar gangas.

»Porque vea, no hayas pena,
Diana, tus cuartos menguantes,
que mis cuartos son bastantes
para hacerte luna llena.

»Que seas casta no contrasta
lo que a tu honor es debido,
porque lo que yo te pido
cosa es que te deja casta.»

Diana con ojos severos
dice: «No te gloriarás,
pues si en carnes visto me has,
yo haré te vean en cueros.»

«Y pues de verme los yerros
te tengo de castigar,
eso que me quieres dar
guárdalo para los perros»,

dijo, y cornudo venado
lo hizo; pero, si hacer pudo
la que dio en casta un cornudo,
¿qué no hará la que no ha dado?

Huyendo, pues, por los cerros
sus perros, que lo encontraron,
fieles lo despedazaron,
con que murió dado a perros.

Para cofres recogieron
el cuero, y a la cabeza
enterrada esta simpleza
o esta discreción pusieron:

«Hombres bobos, que al ver una hermosura,
le entregáis las potencias y sentidos,
y aun poseéis las dichas, entendidos
estad en que la dicha no es segura.

»Acteón escarmientos os procura;
que a una casta deidad (si ennoblecidos
deben los riesgos ser apetecidos)
dio un sentido, y ya llora su locura.

»Sólo en la vista tuvo su delicia,
y se vio, cual lo ves, muerto, deshecho,
bruto y con astas; pero no lo dudo,

»pues cualquiera mujer que se codicia
(sea la mejor), lo deja a un hombre hecho
un pobre, un bruto, y lo peor, cornudo.»




Epitafio a una perrita llamada Armelinda


Bajo de este jazmín yace Armelinda,
perrita toda blanca, toda linda,
delicias de su ama,
que aún hoy la llora; llórala su cama,
la llora el suelto ovillo,
como el arrebujado papelillo
con que jugaba; llórala el estrado,
y hasta el pequeño can del firmamento,
de Erígone olvidado, muestra su sentimiento.
Solamente la nieve se ha alegrado,
pues si yace Armelinda en urna breve,
ya no hay cosa más blanca que la nieve.



Soneto


Enviando unos dulces a una dama, que no gustaba de otros versos
que los de Garcilaso, en ocasión de hallarse indispuesta.

Cerca del Dauro, en soledad amena,
con tu memoria, oh Julia, divertía
los males de mi triste fantasía,
de cuyo bien la ausencia me enajena.

Cuando por nuevo susto, nueva pena...
Ya no quiero más culto, Julia mía,
digo en pluma corriente, que ayer día
me dijeron que no quedabas buena;

que era el mal, resfriado, y yo en tal caso
almendras te receto confitadas;
prendas son de mi afecto en nada escaso,

y con motivo de tu mal buscadas;
cómetelas, y di, con Garcilaso:
¡oh dulces prendas, por mi mal halladas!





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