(Cádiz, 1835 - 1882) fue un poeta español que ha sido definido como prerromántico y también como prebecqueriano.
Estudió Derecho en la Universidad de Sevilla. Fue redactor de los periódicos Los Tiempos, Las Noticias en 1864, y El Contemporáneo en Madríd. También colaboró en El Comercio de Cádiz. Publicó una única obra en vida, titulada Ráfagas poéticas en 1865. La obra Crónica del viaje de sus Majestades a Andalucía es otra obra suya. Muy posteriormente, en 1980, Rafael Montesinos editó una antología de sus poemas.
Trabó amistad con poetas sevillanos como Narciso Campillo, que posteriormente escribió el prólogo de Ráfagas poéticas y que fue quien le presentó a Gustavo Adolfo Bécquer, del que se dice que quedó impresionado por la única obra de Pongilioni.
Referencias
↑ Fernández Berrocal, Rocío (2002). «La poesía popular a través de los escritores cultos: De Gustavo Adolfo Bécquer a Juan Ramón Jiménez». V Simposio regional de actualización científica y didáctica de lengua española y literatura «Literatura culta y popular en Andalucía». p. 193.
↑ Reseña sobre Pongilioni, Arístides (Selección, introducción y notas de Rafael Montesinos) (1980). Primera antología poética (1853-1865). Sevilla: Editorial Dendrónoma. ISBN 84-85863-00-3.
Inspiración
EL POETA
¿Quién eres tú, que del
tendido cielo bajas,
envuelta en nube trasparente,
y a mí llegando con callado vuelo,
portes la diestra en mi abrazada frente?
Las orlas de tu blanca vestidura
mueve gimiendo la nocturna brisa;
sobre tu frente, cual la nieve pura,
el laurel de los genios se divisa.
Y es lánguida y es triste tu mirada,
como, en las tibias noches del estío,
los rayos de una estrella reflejada
en la corriente de sereno río.
Leve sonrisa por tus labios vaga
y embellece tu faz encantadora.
¿Eres quizá la solitaria maga
de esta orilla gentil habitadora?
¿O tal vez mi invisible compañera
la hermosa y celestial melancolía?
EL GENIO
La vida soy de la anchurosa esfera;
soy el genio feliz de la armonía.
Yo enciendo de los vates
en la elevada frente,
la llama creadora
del alma inspiración.
Por mí, por mí tan solo,
sonaron dulcemente
las melodiosas liras
de Dante y Calderón.
Por mí los campos bellos
de Grecia se animaron
con los cantares nobles
del épico inmortal.
Por mí la accion del tiempo
gloriosos dominaron,
y se oyen todavía
do quiera resonar.
Yo di robusto acento
al inspirado Herrera
para cantar los triunfos
de su inmortal nación;
y templé y de Rioja
el arpa lastimera,
que alzaba en las ruinas
tristísima canción.
Mi alcázar es la gloria,
mi reino el ancho mundo,
y nada hay que resista
mi influjo y mi poder;
mas sólo algunos seres
el celestial, profundo
misterio de mi ciencia
consiguen comprender.
Tú anhelas un renombre;
los lauros de la gloria
son el dorado sueño
de tu alma juvenil;
y tu exaltada mente
en pos de la victoria
se lanza, arrebatada
por su ambición febril.
Mas tu impotente esfuerzo
a conseguir no alcanza
el lauro generoso
tras que perdido vas;
y cae hoja tras hoja
la flor de tu esperanza,
y temes que no vuelva
a renacer jamás.
¡No temas! yo te presto
mi ayuda omnipotente
en la elevada empresa
que vas a acometer.
Canta, y tu voz sonora
se eleve en vuelo ardiente,
y el mundo conmovido
la escuche con placer.
Yo le daré la grata,
suavísima armonía
de las pintadas aves
al despuntar el sol;
o el temeroso estruendo
con que la mar bravía
se agita, al rudo impulso
del rápido aquilón.
Y ceñiré tus sienes
del lauro deseado,
tras el que osado corres
en tu ambición febril;
y tu famoso nombre,
de gloria circundado,
esculpiré en mi alcázar
de pórfido y marfil.
EL POETA
¡Oh! ¡sí, yo, cantaré! yo de mi lira
haré brotar dulcísimos acentos,
que en alas vayan de los raudos vientos
publicando mi gloria por do quier.
¡Oh! ¡sí, yo cantaré!... Mas, ¿será acaso
sueño de mi exaltada fantasía
esa voz que estremece el alma mía,
llenándola de júbilo y placer?
¡No importa! ante mis ojos el camino
aparecer contemplo de la gloria;
quiero volar en pos de la victoria
y salir de mi triste oscuridad.
Y si me aguarda acerbo desengaño,
si huye de ante mis ojos la corona
y mi talento a mi ambición no abona,
antes de sucumbir, sabré luchar.
Y a la sombra del álamo frondoso,
del alto monte en la tendida falda,
sobre la verde alfombra de esmeralda
que viste el suelo en el florido Abril;
o del invierno en las heladas noches,
al son del agita y al silbar del viento,
se elevará dulcísimo mi acento,
como la voz del ruiseñor gentil.
Evocaré del seno de las tumbas,
donde yacen hundidas y olvidadas,
de los héroes las sombras veneradas,
de Europa asombro, de la España honor;
o lanzaré al espacio conmovido,
coronando mi lira gayas flores,
historias de los tiempos que ya han sido,
cánticos dulces de encendido amor.
Toca mi frente, tú, genio divino,
arcángel del amor y la poesía,
y raudales de férvida armonía
de mi ignorada lira brotarán.
Enciende en mi la inspiradora llama
que los sentidos y la mente eleva,
y, como en alas de los vientos, lleva
al centro de tu alcázar inmortal.
El oriente
Existe uña región de clima ardiente,
suelo fecundo, atmósfera serena,
de altos recuerdos caudalosa fuente,
de inspiración inagotable vena.
Es la región magnífica de Oriente,
madre del sol, de luz, de vida llena,
maravillosa, espléndida, galana,
gigante cuna de la raza humana.
Allí levanta el Líbano sus crestas,
que las nubes detienen arrogantes,
donde con majestad se alzan enhiestas
de los cedros las copas resonantes;
donde, siguiendo las torcidas cuestas,
anchos, férvidos, roncos, espumantes,
torrentes caudalosos se derrumban
y en el espacio, sin cesar, retumban.
Allí vibró el acento melodioso
del arpa de David y de Isaías;
allí repite el eco sonoroso
los ayes de dolor de Jeremías:
del lúgubre Ezequiel, en son medroso,
se alzaron las tremendas profecías,
y resonó el Cantar de los cantares,
y Job lloró su suerte y sus pesares.
Allí, sola y sentada en la colina,
a la orilla del mar que dominara,
Tiro entre escombros su cabeza inclina,
cual la voz de Ezequiel profetizara;
que a la orgullosa y colosal marina,
que el nombre de soberbia le prestara,
con brazo omnipotente, Dios airado
la hundió en el hondo mar alborotado.
Allí la gran Jerusalén levanta
sus altos alminares y mezquitas;
allí de Cristo la divina planta
huellas dejó, por nuestra fe benditas;
allí vivió su Madre pura y santa,
allí sus frases de consuelo escritas
dejó el que por salvar al mundo entero
espiró de la Cruz en el madero.
El sol brilla más puro y refulgente
en su zafíreo, esplendoroso cielo,
y audaz se eleva la mezquina mente
al contemplar tan bendecido suelo;
exalta al vate inspiración ardiente,
y, de la duda disipando el velo,
el alma del incrédulo ilumina
viva llama de fe, santa y divina.
¡Tierra de bendición! si yo pudiera
ahora abandonar mis patrios lares,
a tu recinto encantador corriera
atravesando procelosos mares.
Quizá entonces mi lira lastimera
entonase magníficos cantares,
que hicieran dignos de inmortal renombre
mi pobre numen y mi oscuro nombre.
Quisiera en un caballo del desierto,
al aire sueltas las flotantes crines,
volar por las orillas del mar Muerto,
o traspasar los líbicos confines.
Y ver de Smirna el celebrado puerto,
sus riberas bordadas de jazmines,
o las altas laderas del Sanino
hollar con mi bordón de peregrino.
Y admirar la fantástica belleza
de las orillas del sagrado río,
y reclinar mi lánguida cabeza
de la palmera so el ramaje umbrío;
ver de Balbek la mágica grandeza,
do se elevara el pensamiento mío,
y, bajo móvil tienda, en la mañana,
descansar con la errante caravana.
Y de la luna al resplandor sereno,
del Bósforo cruzando la corriente,
ver a Estambul, del irritado seno
del mar alzando la orgullosa frente.
Y cuando el astro-rey, de pompa lleno,
lanza a raudales su esplendor ardiente,
ver brillar en las cúpulas, ufano,
el pendón del imperio mahometano.
¡Oh! ¡sí! ¡Volemos! que el rumor del viento,
que entre las cañas del Jordán murmura,
con misterioso y lánguido lamento
temple del alma la mortal tristura:
y eleve el corazón y el pensamiento
de Cristo en la divina sepultura,
donde el héroe, que Tasso enalteciera,
también detuvo su triunfal carrera.
Dedicatoria
Yo escucho en el espacio torrentes de armonía;
naturaleza me habla con su gigante voz;
aliéntame potente y agita el alma mía
el celestial impulso que nos acerca a Dios.
No hay en los vagos vientos murmullo ni gemido,
ni acentos pavorosos en el hinchado mar,
no hay trinos de las aves, ni misterioso ruido
de arroyo entre las piedras quebrando su cristal;
No tiene el firmamento matices ni colores,
ni sombra el bosque umbrío, ni las estrellas luz,
ni aroma fugitivo las matizadas flores,
ni las lejanas cumbres resplandeciente azul:
No vibra en torno mío, no vaga en el ambiente
perfume, luz, colores, ni sombra ni rumor,
que no eleve a otro espacio mi enardecida mente,
que no abrase mi alma con fuego creador.
Tal vez, cuando, agitado del numen que me inspira,
mi pensamiento en himnos pretendo derramar,
exhala sones flébiles mi descorde lira,
y pobre, humilde y triste se arrastra mi cantar.
¿Mas qué importa? Yo siento que su divina esencia
el alma poesía dentro mi ser vertió:
si pobre es y sin galas la torpe inteligencia,
¿sera menos poeta por eso el corazón?
¿Ese inefable encanto, las vagas sensaciones
que al contemplar el mundo, me inundan en tropel,
no son tal vez poesía, no son emanaciones
de espíritu divino que agítase en mi ser?
¡Oh madre! ¡cuántas veces, en el pesar sumido,
el soplo del aura leve mis ojos enjugó!
¿Por qué al son de sus alas prestaba atento oído?...
No sé:-vagaba en ella consoladora voz.
Inmóvil, escuchando rugir el océano,
mi vista al firmamento se eleva con afán.
¿Qué busca tras el velo sutil del aire vano?
¡No sé:-las roncas olas me nombran a Jehová!
¡Ah! la creación entera, con mágica armonía
me habló, y, desde la cuna, yo comprendí su voz,
y germinó en mi pecho la flor de la poesía,
de tu cariño, madre, al celestial calor.
Él dio a mi pensamiento su plácida ternura,
las alas de mi espíritu al cielo encaminó:
de Dios me hablabas, madre, y, a tu enseñanza pura,
tan armonioso nombre mi boca murmuró.
Un aura de cariño mi frente acariciaba
y ensueños deliciosos en ella hacía brotar;
si en pos de idea indecisa mi espíritu vagaba,
sentía a su lado, madre, tu espíritu flotar.
Y así mi mente alzaba por el espacio el vuelo,
y sus primeros sones mi lira moduló;
si de entusiasmo en alas me desprendía del suelo,
el cielo era mi norte, mi inspiración tu amor.
¡Ah! ¡si me fuera dado poblar de ecos sonoros
el aura que tu frente se acerca a acariciar,
pagando en armonías los célicos tesoros
de amor, que en mí vertiera tu seno maternal!
Si al soberano aliento que llena el pecho mío
las cuerdas de mi lira pudieran responder,
mis cánticos se alzaran, con noble poderío,
y el mundo dominando vivieran lo que él.
Jamás los igualaran murmuradora fuente,
ni céfiro ligero, ni amante ruiseñor,
y altivos dominaran el trueno del torrente,
del ponto los rugidos, la voz del aquilón.
¡Y cuando las naciones, mis cánticos premiando,
corona de poeta ciñeran a mi sien,
con qué orgullo tan noble, sus hojas arrancando,
cubriera tu camino de triunfador laurel!
¡Delirios! ¡Sueños vanos! Sin galas, sin aliño,
con estas tristes flores un ramo entretejí;
mas, ¿si lo ofrezco en prenda de mi filial cariño,
no es cierto, dí, que tienen gran precio para ti?
Extiende con orgullo sus ramas altanero
el árbol, si de flores cubiertas ya las ve,
y, al agitarse al soplo del céfiro ligero,
las ramas por alfombra las tienden a su pie.
Recuerdos
Bellos los campos son que tus orillas
adornan, claro Betis, y en tus aguas
retratan su magnífica grandeza.
La rubia mies, opimo don de Flora,
que de las auras al amante beso
resonante se inclina; los copudos
árboles que hasta el cielo se levantan,
o al peso de su fruto regalado
doblan sus verdes ramas; los arroyos
que entre las cañas plácidos serpean,
lamiendo las arenas de su lecho
con sonoro rumor, los ruiseñores
que anidan en tus verdes espesuras
y llenan el espacio de armonías;
las flores del Abril... todo les presta
esa magia y encanto inexplicables
que los sentidos y la mente halagan.
Mas yo suspiro por la estéril roca
donde Cádiz se eleva, como blanca
gaviota posada en una peña
para secar sus alas; yo suspiro
por escuchar del férvido Océano
que la aprisiona entre sus verdes olas
el eterno rumor... Y es porque en ella
las dulces prendas de mi amor habitan...
¡Madre, hermanos, amigos!... y es que acaso
también, ¡oh mar! tus olas, que en ligeros
copos de espuma en las arenas mueren,
cautivan las miradas de mi Elvira,
o hacen latir en corazón de virgen
a impulsos del terror, si impetuosas,
azotadas del Abrego y del Noto,
elevanse rugientes, y amenazan
romper los muros, e inundar la altiva
ciudad que se levanta en tus riberas.
Y cuando el sol se oculta en Occidente
entre brillantes y encendidas nubes,
y miro la ligera gaviota
cruzar alegre el anchuroso espacio
al Océano dirigiendo el vuelo,
torno hacia Cádiz los llorosos ojos
con afán melancólico, lanzando
del triste pecho abrasador suspiro,
que raudo lleva el vespertino viento
que canta en los tendidos olivares.
«Vuela, avecilla, dígole; ligera
vuela a mi Elvira; entre las bellas ninfas,
ornato de las playas gaditanas,
como entre flores a la fresca rosa
conocerla podrás; pura es su frente
como los rayos de la casta luna;
brilla en sus ojos con celeste lumbre
suavísima ternura; su sonrisa
es el nacer de la rosada aurora
en el fecundo Abril; guarda en su alma
la inocencia del niño y el tesoro
de amor de la mujer... pura y divina
emanación de Dios, ángel que al suelo
desciende para bien de los mortales.»
«Vuela y díle el afán que me atormenta,
canta mi oscuro nombre a sus oídos,
y cuando vuelvas a la hermosa orilla
donde su frente eleva hasta las nubes
Híspalis orgullosa, trae en tus alas
el que exhalan suavísimo perfume
las trenzas de sus nítidos cabellos,
el suspiro que acaso lanza triste
su pecho virginal, el eco suave
de su voz argentina, más sonora
que el murmullo del aura en la enramada.»
¡Oh! vuelvan pronto del ardiente estío
las perezosas horas, vuelvan pronto
las tibias brisas de sus tardes, cuando,
a la luz melancólica de Febo,
que pausado a su ocaso se avecina,
o a los rayos suavísimos que lanza
la blanca luna, mírola extasiado
vagar del mar por la arenosa margen,
pura como un ensueño de poeta,
radiante de belleza y de ventura.
En un álbum
Como, tal vez, en los
ruinosos muros
de antiguo monumento,
recuerdo del poder, de la hermosura,
de la virtud o el genio,
su cifra graba, con ardiente mano,
atónito el viajero,
para que, más allá de su sepulcro,
halle en la tierra un eco;
¡Así en tu libro, donde tantos otros,
mi oscuro nombre dejo,
para que eterno brille entre sus hojas
y oculto su recuerdo
y plegue a Dios que siempre, cuando fijes
en él tus ojos bellos,
sonrían tus labios, evocando pura
memoria de amistad tu pensamiento!
Mi pecho enciende en misterioso fuego
plácida imagen, que en mi mente vaga;
nombre, más dulce que la miel hiblea,
vibra en mi alma.
Do quiera tiendo la mirada ansiosa,
do quiera leve murmullo se levanta,
sueño de amor, la imagen me aparece,
y escucho esa palabra.
¿Nunca en sus alas la llevó a tu oído
la brisa el penetrar por tu ventana?
Es que en mis labios sin sonido flota,
y espira en mi garganta.
Pero si un punto de tus negros ojos
brilla en los míos celestial mirada,
ellos dirán en su lenguaje mudo
lo que mis labios callan.
¡Mírame! busca en mi semblante triste
ese secreto que mi pecho guarda,
y dime, ¡ah! ¡dime que alentar me es dado
siquiera una esperanza!
Tiñe el rubor con sonrosadas tintas
tus mejillas de nácar,
como los tibios rayos de la aurora
las nubecillas blancas.
Tiembla en el fondo de tus negros ojos
húmeda tu mirada,
como en el seno de las aguas tiembla
estrella solitaria.
Alza y deprime tu nevado seno
agitación extraña,
cual de la blanca tórtola en el nido
miro agitarse el ala.
Y, al peso de ignorado pensamiento,
doblas la frente cándida,
como el lirio, que inclina su corola
al beso de las auras.
Y de las flores con inquieta mano,
hoja tras hoja arrancas,
y alzas a mí los ojos un instante,
quieres hablar... ¡y callas!
¡Ah! si al poeta concedió el Eterno
la inspiración, que a descifrar alcanza
ese confuso y vago y misterioso
lenguaje de las almas;
Si veo tu rostro, que el rubor colora,
si veo tu frente, que en silencio bajas,
¿a qué, luz de mis ojos, alma mía,
pregunto si me amas?
A Nuestra Señora del Carmen
I
Su frente, coronada de encinas, el Carmelo
levanta poderoso, con noble majestad,
rompiendo de los aires el trasparente velo,
buscando las regiones de ardiente tempestad.
Con tenebroso manto las nubes lo rodean,
sobre sus rojas peñas sus rayos quiebra el sol,
los vientos del desierto lo queman, y lo orean
las fugitivas brisas del Ponto bramador.
Si el rayo lo ilumina con su sulfúrea lumbre,
si roncos huracanes lo azotan por do quier,
la verde cabellera, que flota en su alta cumbre,
se agita con rugidos, mostrando su poder.
Parece que en su altura se aspira en el ambiente,
en inflamados átomos, espíritu de Dios.
Preñada de anatemas, enérgica, imponente,
en su empinada cumbre la voz de Elías tronó.
Tronó llamando al rayo de cólera divina
sobre la torpe frente de la impureza audaz,
y, a su terrible acento, cayeron en ruina
los ídolos infames, del alto pedestal.
Y adelantando el curso del tiempo venidero,
rompiendo el sello augusto que guarda el porvenir,
profético su espíritu ver hízolo el primero
el astro refulgente de Redención lucir.
Los campos se agostaban con pertinaz sequía,
al fuego calcinados de sol abrasador,
en hondas y anchas grietas su exhausto seno abría
la tierra, demandando raudal consolador.
No erraban por el aire los pájaros ligeros,
ni en las tendidas ramas vibraba su cantar;
detuvo el río su curso, los céfiros parleros
callaron, era todo silencio y soledad.
Y el cauce del arroyo, que férvido humeaba,
en ondas ligerísimas de cálido vapor,
cubrían las secas hojas, que el viento arrebataba,
con plañidero y triste y desigual rumor.
Elías, sobre la cumbre riscosa del Carmelo,
propiciatoria ofrenda al cielo presentó,
y llama abrasadora bajó del alto cielo,
y, allí fugaz posándose, la ofrenda consumió.
Fijó en el horizonte sus ojos el profeta,
buscando el cumplimiento de la promesa fiel,
y blanquecina nube miró mecerse inquieta,
y rápida extenderse, del mundo por dosel.
Los suplicantes brazos tendió hacia el firmamento,
sus ojos se inundaron de desusada luz;
¿qué ha visto en esa nube, que extiende raudo el viento,
cubriendo con sus pliegues el firmamento azul?
¡Ah! ¡no saluda en ella el Iris de bonanza,
vertiendo sobre el mundo su lumbre celestial!
¡ah! ¡no saluda en ella tan solo la esperanza,
para los mustios campos, de bienhechor raudal!
Hirió su mente un rayo de inspiración divina,
y nuevo sentimiento brotó en su corazón;
que ha visto en esa nube la imagen peregrina
de la que Santa Madre será del Redentor:
La Virgen escogida, la bienhechora fuente,
la Reina de los ángeles y de los tristes luz,
la que de estrellas ciñe la soberana frente,
el arca de alianza, ¡la Madre de JESÚS!
¡Oh celestial, Señora! ¡el miserable mundo
aun no santificaba la huella de tu pie,
y ya el alma de Elías sintió brotar fecundo
tu amor, al santo fuego de inspiradora fe!
¡Cantó tus alabanzas el eco del Carmelo,
la tierra oyó gozosa su plácido rumor,
y palpitó de júbilo al ver el alto Cielo,
en pechos escogidos, arder tu santo amor!
II
Y apenas
del cristianismo
la doctrina germinaba,
humilde templo se alzaba
del Carmelo en la región;
y a la Reina de los ángeles,
sobre el viento silencioso,
subió puro y amoroso
perfume de adoración.
Y, al soplo de Dios, los siglos
fueron rápidos corriendo,
de la eternidad cayendo
en el abismo sin fin;
¡y siempre, Madre amorosa,
de la cumbre del Carmelo
alzó su ferviente vuelo
una oración hacia ti!
¡Feliz quien, por vez primera
mirando la luz del día,
oyó tan santa armonía
junto a su cuna vibrar;
y en una atmósfera pura,
que la impiedad no sofoca,
vio tu nombre en cada boca
y en cada pecho tu altar!
Cuando, cual ave cansada
que busca afanosa el nido,
un buque vaga perdido
del Ponto por la región;
si a las playas de Occidente
dirige la rauda quilla,
en la gaditana orilla
buscando su salvación;
Ve destacarse el marino,
en el horizonte claro,
a un lado luciente faro,
emblema de caridad;
y al otro sagrado templo,
donde la imagen se adora
de la santa protectora
de los hijos de la mar.
¿Veis por las tendidas calles
ese grupo penitente,
y vario tropel de gente
que en silencio marcha en pos?
Descalzos van: rudo mástil
llevan en hombros cansados,
y en sus rostros atezados
brilla cristiano fervor.
Fue un día que roncamente
la tempestad rebramaba,
y, al soplo del viento, alzaba
gigantes olas el mar.
Con un velo tenebroso
se enlutaba el firmamento;
si el rayo lo hendía violento,
lo cerraba el vendaval.
Lejos del puerto tranquilo,
juguete del viento insano,
enmedio del Océano
flotaba frágil bajel.
Bajo su quilla, rugiente
inmenso abismo se abría;
sus negras alas cernía
la tempestad sobre él.
Como pálidos fantasmas,
emanación de un conjuro,
sombras se ven en lo oscuro
por el buque discurrir;
sombras de míseros seres,
que con la muerte luchando,
al viento y al mar, temblando,
su sepulcro ven abrir.
Cayeron los recios mástiles
sobre el puente; en son violento,
rasgó las velas el viento,
lamió la cubierta el mar;
y, erizados los cabellos,
junto al gobernalle roto,
lívida llama el piloto
vio sobre el buque flotar.
Entonces, puestos de hinojos,
perdida toda esperanza,
pusieron su confianza,
Virgen del Carmen, en Ti;
en Ti, estrella de los mares,
a cuyos suaves fulgores,
el mar calma sus furores
y alienta brisa feliz.
Y cuentan que, hendiendo el ábrego
los espesos nubarrones,
entre sus rotos girones
brilló el firmamento azul,
y te vieron, Santa Madre,
con los ojos de su alma,
nuncio de vida y de calma,
vestida de inmensa luz.
A tu mirada, las olas,
ya contenidas, rugieron,
más sumisas se tendieron
con suave ondulación,
como enjaulada pantera,
del hombre a la voz pujante,
arrástrase suplicante,
mas rugiendo, en su prisión.
Pasó la tormenta ruda,
barrió las nubes el viento,
y en el claro firmamento
tornó el sol a aparecer;
y en la destrozada nave
oró el náufrago de hinojos,
con lágrimas en los ojos
bendiciendo tu poder.
¡Oh llama santa! ¡fe pura!
¡fuente de eterno consuelo!
¿qué fuera en el triste suelo
la vida humana sin ti?
Si tu fuego el pecho enciende,
¿qué bien el hombre no alcanza?
¡ah! ¿quién pierde la esperanza,
aunque se sienta morir?
Marchad al templo sagrado:
marchad, náufragos dolientes,
y allí, humilladas las frentes,
himnos de gracias alzad;
y al trono de Dios asciendan,
en eco solemne, inmenso,
como las nubes de incienso,
que perfuman el altar.
Y, aunque con mofa os contemple
la incredulidad impía,
¡ah! levantad a MARÍA
la fervorosa oración;
que si de la vida el aura
goza vuestro pecho ahora,
¡de esa divina Señora
lo alcanzó la intercesión!
III
¡MARÍA, Reina del
cielo, dulcísima Señora,
consuelo del que sufre, tesoro de bondad,
mi voz también te ensalza, mi voz también te implora!
Escucha, Santa Madre, de un alma que te adora
el férvido cantar!
Grabado está en mi pecho tu nombre melodioso,
que alienta mi esperanzas suena mi aflicción.
¡Ah! ¡yo espero invocando tu auxilio poderoso,
que al entregarme al verso del eternal reposo,
y tu nombre abra a mi espíritu la celestial mansión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario