José Marchena y Ruiz de Cueto
(Utrera, 18 de noviembre de 1768 – Madrid, 31 de enero de 1821), más conocido por el sobrenombre de Abate Marchena que recibió durante los últimos años de su vida, fue un político, escritor, periodista y traductor español. Pasó la mayor parte de su vida exiliado en Francia para escapar de la persecución inquisitorial de la que fue objeto en su juventud. Durante ese tiempo fue casi exclusivamente un escritor de lengua francesa, en la que compuso diversos panfletos y numerosos artículos periodísticos. Son obras suyas la tragedia Polixena, el breve tratado Essai de Théologie, el pastiche del Satiricón titulado Fragmentum Petronii, unas Lecciones de Filosofía moral y Elocuencia, así como diversos poemas en español. Como periodista, fue redactor de los periódicos El Observador, La Gaceta de la libertad y de la igualdad, Le Spectateur français y La Abeja Española.
(Utrera, 18 de noviembre de 1768 – Madrid, 31 de enero de 1821), más conocido por el sobrenombre de Abate Marchena que recibió durante los últimos años de su vida, fue un político, escritor, periodista y traductor español. Pasó la mayor parte de su vida exiliado en Francia para escapar de la persecución inquisitorial de la que fue objeto en su juventud. Durante ese tiempo fue casi exclusivamente un escritor de lengua francesa, en la que compuso diversos panfletos y numerosos artículos periodísticos. Son obras suyas la tragedia Polixena, el breve tratado Essai de Théologie, el pastiche del Satiricón titulado Fragmentum Petronii, unas Lecciones de Filosofía moral y Elocuencia, así como diversos poemas en español. Como periodista, fue redactor de los periódicos El Observador, La Gaceta de la libertad y de la igualdad, Le Spectateur français y La Abeja Española.
Marchena fue uno de los españoles que más activamente participó en la Revolución francesa como agitador político y colaborador más o menos estrecho de personajes tan destacados como Brissot, Miranda y Sieyès. Su intervención en los acontecimientos revolucionarios le atrajo en numerosas ocasiones las iras de las autoridades francesas, que le hicieron pagar con varias estancias en prisión. Durante la Guerra de la Independencia española, se alineó en el bando afrancesado y ocupó diversos cargos en la administración de José I. Tras la guerra, Marchena se vio obligado a exiliarse de nuevo a Francia. Solamente volvería a España tras el pronunciamiento del general Riego, con la idea de participar en la vida política española, pero la muerte le sorprendió a los pocos meses de su regreso.
Sobre todo, Marchena es uno de los traductores españoles más influyentes del primer cuarto del siglo XIX. Se le deben la primera traducción castellana del Contrato Social y de otros libros de Rousseau, además de versiones de obras de Molière, Montesquieu, Voltaire, Volney y Lucrecio, algunas de las cuales han conocido repetidas ediciones a lo largo de los siglos XIX y XX.
Hijo de un fiscal del Consejo de Castilla, se opuso tenazmente a seguir la carrera eclesiástica a la que le había destinado su familia. Estudió en los Reales Estudios de San Isidro en Madrid y luego se matriculó en leyes en Salamanca, donde se graduó de bachiller en 1788. En esta época entró en contacto con el pensamiento de Rousseau y Adam Smith por medio de su profesor Ramón de Salas; Juan Meléndez Valdés le despertó su vocación literaria y le animó a componer poesía. En 1787 la Inquisición le encausó por poseer libros prohibidos y por proposiciones heréticas. A fines de ese mismo año editó un interesante periódico, El Observador, que acredita ya a su autor como un ardiente admirador de la cultura francesa y más en concreto como un entusiasta casi fanático de Voltaire. Eso motivó la suspensión de ese periódico y su condena posterior. De allí pasó a Madrid, donde escribe su Oda a la Revolución francesa en 1789.
En 1792 parte al exilio a Francia, perseguido por la Inquisición, y permanece un año en Bayona, entregado a sus labores de traductor; publica en agosto de ese año, con Miguel Rubín de Celis, la Gaceta de la libertad y de la igualdad, que introducen clandestinamente en España. En octubre redacta la proclama A la nación española. Entabla amistad y correspondencia con Brissot, y se pone en relación con los diputados girondinos en París en 1793. Ese mismo año entra al servicio del Ministerio de Asuntos Exteriores francés gracias a una recomendación de Brissot al ministro Lebrun-Tondu.1 Su función era la de redactar propaganda revolucionaria destinada a ser difundida en España. Con la proscripción de los girondinos el 31 de mayo de 1793 sufrió la persecución de Robespierre y fue capturado en Burdeos, conducido a la capital, y recluido en la prisión de la Conciergerie, donde permaneció hasta unos meses después del 9 de termidor.
Tras su liberación colaboró estrechamente con el nuevo régimen de los termidorianos, término que designaba a aquellos de los jacobinos que, como Tallien, habían derrocado a Robespierre a los que se asociarían poco después los girondinos que habían sobrevivido a la proscripción. La unidad de este partido fue resquebrajándose a lo largo del año y la ruptura fue completa tras la aprobación del decreto de los dos tercios. Marchena se opuso a este decreto en discursos y panfletos como el titulado José Marchena aux assemblées primaires. Ello motivó que el grupo en el poder tratara de asimilarlo, como haría con otros muchos republicanos, con la oposición monárquica: poco después de la insurrección realista del 13 vendimiario, Marchena fue detenido bajo la acusación de ser uno de sus instigadores, cuando realmente había tratado de evitarla. Liberado en un primer momento, fue de nuevo detenido a los pocos días y a principios de 1796 fue desterrado a Suiza junto con el general Francisco de Miranda.
A su regreso a Francia en 1797 publica el periódico Le Spectateur Français en colaboración con Valmalette y el opúsculo Essai de Théologie; de nuevo es encarcelado en París en 1798. Obtuvo un puesto de inspector de contribuciones del ejército en 1800 y publica en Basilea su Fragmentum Petronii, un supuesto fragmento del Satiricón encontrado en un monasterio de San Galo, en realidad obra del propio Marchena, al igual que las notas que acompañan al fragmento. Entre 1801 y 1808 vive en París entregado al estudio y a la escritura. Colabora en la Décade Philosophique de París, en el Correo de Sevilla y en las Variedades de ciencias, artes y literatura que dirige Manuel José Quintana en Madrid; también sigue su incansable labor de traductor. En 1806 trata de hacer pasar como verdadero también unos falsos poemas de Catulo, sin tanta suerte como tuvo con el fragmento de Petronio.
Regresó a España como secretario del general Murat, con quien estuvo en España durante la Guerra de la Independencia, desempeñando también diversos cargos en la administración josefina, fundamentalmente como ideólogo y panfletista del régimen afrancesado. Fue director durante un breve periodo de 1810 del Correo político y militar de Córdoba. Abandonó el país con la corte del rey José Bonaparte, residiendo sucesivamente en Perpignan, Nîmes y Montpellier. En este segundo exilio tradujo el Emilio de Rousseau (Burdeos, 1817), las Cartas persas de Montesquieu (Nîmes, 1818) y las Novelas de Voltaire (Burdeos, 1819), entre otros muchos textos ilustrados y liberales. (Emilio, ó de la Educación, por J.-J. Rousseau, traducido por J. Marchena, Burdeos, Pedro Beaume, 1817. Cartas persianas, escritas en francés, por Montesquieu, puestas en castellano por J. Marchena, Nîmes, impr. de P. Durand-Bellé, 1818. Novelas de Voltaire, traducidas por J. Marchena, Burdeos, Imprenta de Pedro Beaume, 1819.)
Regresó a Sevilla en 1820 con el triunfo de la revolución liberal de Rafael de Riego, aunque murió al año siguiente en Madrid en casa de su admirador y albacea testamentario Juan MacCrohon. De estos últimos dos años es su Discurso sobre la ley de monacales que le vincula a los liberales exaltados del llamado Trienio Liberal. Era de talante exaltado y un auténtico enemigo del tradicionalismo clerical español, a cuya alianza con el poder político acusaba de la decadencia de su país. Tradujo las Cartas persas de Montesquieu, varias comedias de Molière, las Novelas de Voltaire, el poema materialista y ateo De rerum natura o Sobre la naturaleza de las cosas de Lucrecio en endecasílabos blancos, los cantos que el escocés James Macpherson compuso e hizo pasar bajo el nombre del bardo céltico Ossian y, anónimamente y desde Francia, un sinnúmero de obras de enciclopedistas y de la llamada segunda generación de enciclopedistas o ideólogos, con el deseo de modernizar el arcaico pensamiento español, obras que procuraba introducir en España de contrabando desde Francia, donde se imprimían.
Como crítico se le deben unas interesantes Lecciones de filosofía moral y elocuencia, especie de antología de la literatura clásica española, precedida de un importante Discurso sobre la literatura española de muy interesantes puntos de vista y que, aunque rigurosamente clasicista y abominador de la intolerancia ideológica del clero y el desarreglo de la tradición literaria española, admite del movimiento romántico el postulado de que la literatura es emanación y reflejo del espíritu y costumbres de un pueblo. Como poeta, un poema sobre Eloísa y Abelardo y diversas composiciones en que ataca la intolerancia española. Como autor dramático, la tragedia Polixena, así como numerosos opúsculos y panfletos de tema político dictados por las circunstancias.
A Amarilis
Soledad deliciosa, bosque umbrío
¡ay, cómo en tu retiro busco en vano
alivio al inmortal quebranto mío!
Me hirió de Amor la poderosa mano,
de Amor la flecha aguda envenenada
que contra mí lanzara el inhumano.
¡Oh mil veces feliz edad dorada
en que fue la ternura y la firmeza
del constante amador siempre premiada!
Agora al rendimiento, a la fineza
se retribuye indiferencia fría,
al obsequio humillado cruel dureza.
¿Qué mal dios en su cólera daría
el siempre infame honor a los mortales,
que tanto de natura los desvía?
Él el pudor nos trajo, él sus fatales
leyes a Amor impuso, y él los bienes
más dulces transformó en acerbos males.
De mi dulce enemiga los desdenes
el acaso los causa, y hace en llanto
mis ojos dos raudales ¡ay! perenes.
Sigue, Amarilis, de Cupido santo
las leyes, del amor sigue el sendero
exento de pesar y de quebranto.
Honor, de la natura comunero,
ejercite en el vulgo su tirana
dominación y su poder severo.
Tú escucha del Amor la soberana
voz, que al deleite agora te convida;
que esta la edad en su verdor lozana.
Huye la primavera de la vida
cual un ligero soplo, un breve instante,
y nunca torna si una vez es ida.
Vendrá ¡ay! la vejez corva, y el amante
que agora sólo espira tus amores,
y que esquivas más dura que diamante,
Lejos huirá de ti; de adoradores
la turba que te cerca de contino,
cual brillo suele de caducas flores
tal desparecerá; que del destino
esta es la ley severa, inexorable;
éste de la hermosura el hado indino.
Tal la purpúrea rosa, que al amable
Céfiro abrió su seno, el soplo airado
del vendaval deshoja, y despreciable
yace y marchita en el florido prado.
A Carlota Corday
¡Oh pueblo malhadado!
Con mil cadenas tu cerviz altiva
amarrará a su carro la anarquía;
de libertad te priva
el padre de los dioses indignado,
en pena de tu infame cobardía,
hasta que con altares
la diosa que ofendiste aplacares.
De Bruto el alma santa,
rasgando las esferas celestiales,
en ti vino, y tu diestra generosa
de sus armas fatales
a los tiranos, ciñe. ¡Ay! cuál levanta
el vulgo vil al cielo su espantosa
voz por su soberano,
muerto, Carlota, por tu noble mano.
El fragoso camino
es este del Olimpo; el inflexible
Catón y Marco Aurelio por él fueron;
por él siguió el terrible
azote de los reyes, el divino
Rousseau; por él los dioses concedieron
escalar las moradas
a las divinidades reservadas.
Salve, deidad sagrada;
tú del monstruo Sangriento libertaste
la patria; tú vengaste a los humanos;
tú a la Francia enseñaste
cuál usa el alma libre de la espada,
y cuál sabe inmolar a sus tiranos;
tú abriste la carrera,
y en la lid te lanzaste la primera.
De tu pueblo infelice
sé deidad tutelar: ¡Oh! no permitas
que a la infame Montaña rinda el cuello.
Mas ¡ay! que en balde excitas
con tu ejemplo el vil pueblo que maldice
el brazo que le libra. ¡Ay! que tan bello
heroísmo es perdido,
y pesa más el yugo aborrecido.
Que en las negras regiones
las Furias hieran con azote duro
del vil Marat el alma delincuente;
que en el Tártaro escuro
sufra pena debida a sus acciones,
y del gusano eterno el crudo diente
roa el pecho ponzoñoso,
¿será por eso el pueblo más dichoso?
La libertad perdida
¡ay! mal se cobra; en pos de la anarquía
el despotismo sigue en trono de oro;
su carro triunfal guía
la soberbia opresión; la frente erguida
va la desigualdad, y con desdoro
el pueblo envilecido
tira de su señor al yugo uncido.
¡Oh diosa! los auspicios
funestos, de la Francia ten lejanos;
torne la libertad a nuestro suelo;
así con puras manos
los hombres libres gratos sacrificios
te ofrecerán, Carlota; tú del cielo
donde asistes, clemente
protege siempre la francesa gente.
Belisa en el baile
Cual rosa sobresale entre las flores,
o cual la luna en la mitad del cielo
a las estrellas todas señorea;
cual entre chozas de pajiza aldea
se levanta del suelo
el erguido palacio; así Belisa
abrasando de amor a mil pastores
entre las zagalejas sobresales,
y todos los zagales
la danza y las pastoras descuidando
absortos a Belisa están mirando...
Los sus ojos de fuego
que de un azul brillante
el Amor ha pintado
doquiera que los pone abrasa luego;
ni hay corazón helado
que su mirar no encienda en un instante.
El rubio y rizo pelo
en ondas mil de oro al aire dado
por el cuello nevado
desciende en largas trenzas hasta el suelo.
Cual se ve entre celajes
Febo en Abril sereno
ya cerca de Ocidente,
tal por entre las gasas y plumajes
se columbra tal vez el blanco seno
y su pecho que late blandamente.
Mas ella a danzar sale: las zagalas
le ceden envidiosas
el puesto: avergonzadas
la maldicen llorosas
con su belleza airadas;
mas la pastora amable
desarma su furor con risa afable.
¡Cuán concertadas son sus cabriolas!
¡Cuán muelle el paso! ¡Qué animado el gesto!
¡Qué viveza en la acción! ¡Cuánta finura
del cuerpo en el contorno delicado!
Las Gracias y el Amor la han maestrado
y a rendir corazones la han dispuesto.
¡Oh fatal condición! ¡Oh pena dura!
Belisa, que los Cielos han formado
para inspirar amor a los mortales,
de amorosos cuidados
exenta y libre su poder ignora.
Amor; tu harpón dorado
asesta y hiere de Belisa el pecho;
yo besaré gustoso mis cadenas;
voluntario me echo
el dogal apretado,
y de hoy más tu cautivo me confieso,
si tus grillos de lirios y azucenas
a mi Belisa echases
y en una misma cárcel nos juntases.
El amor rendido
Las pesadas cadenas
del despotismo atroz ufano hollando,
cantemos, lira mía,
el acordado tono al cielo alzando,
la presente alegría
y las pasadas penas;
libertad sacrosanta, tú me inspira;
que sólo libertad suene mi lira.
Mientras fue mi morada
la esclava Hesperia, del rapaz Cupido
la flecha penetrante
de aguda llaga el corazón ha herido;
hoy peto de diamante
a su punta acerada
oponer quiero, y, de firmeza armado,
sus amenazas arrostrar osado.
¡Oh deidad inclemente!
¡Oh Cupido implacable! ¡Oh santo cielo!
¿Qué beldad peregrina
Viene a las Galias del hesperio suelo?
¡Oh belleza divina!
A tus pies reverente
me postro humilde, y ante ti rendido,
Amor, confieso a voces, me ha vencido.
Al duro yugo atado
la cerviz humillada, al fiero en vano
perdón ¡ay Dios! le pido;
que en mis lloros se ceba el inhumano,
y al carro en triunfo uncido,
con el dedo mostrado,
el quebrantado cuerpo puede apenas
arrastrar las gravísimas cadenas.
De mis ojos cansados
huyó por siempre el apacible sueño,
y en perenes raudales
de amargo llanto el porfiado empeño
de mis penosos males
en mi daño obstinados
¡ay! los ha para siempre convertido,
y en quebranto inmortal ¡ay! me ha sumido.
Deidades sacrosantas
que en Olimpo subido hacéis manida,
muévaos mi humilde ruego;
apagad en mi pecho la encendida
llama de amante fuego;
postrado a vuestras plantas,
de vos aguarda un triste este consuelo;
mas ¡ay! que al desdichado es sordo el cielo.
¡Oh deidad sobrehumana!
A ti fue dado, hermosa, solamente
la pasada alegría
tornar ¡ay triste! al corazón doliente;
ablanda, diosa mía,
tu condición tirana;
mira cuál a tus pies ruego amoroso;
di una sola palabra, y soy dichoso.
La primavera
¿Ves, hermosa, la fuente que bullendo
el céfiro menea blandamente?
Amor la agita: mira su corriente
hacia el amado arroyo huir riendo.
Mira volar la abeja susurrante
en torno de las violas olorosas,
y su néctar le ofrecen amorosas,
zagala; que es la flor también amante.
¿No escuchas gorgear los ruiseñores,
de aguda flecha el tierno pecho heridos,
y en melodiosos trinos no aprendidos
explicar sus dulcísimos amores?
¿No ves las palomillas amorosas
exhalar sus arrullos inflamados?
¿Los pichones no ves enamorados
responder en querellas cariñosas?
Todo es amor; la alegre primavera,
al universo nueva vida dando,
naturaleza yerta va inflamando,
que Enero con su escarcha entorpeciera.
Y tú, por más que lo rehuyas dura,
has de rendir a Amor el cuello erguido,
que todo se avasalla ¡ay! a Cupido:
tal es la ley eterna de natura.
La Revolución Francesa
Suena tu blanda lira,
Aristo, de las Ninfas tan amada,
cuando a Filis suspira,
y en la grata armonía embelesada
la tropa de pastores
escucha los suavísimos amores.
Mientras mi bronco acento
dice del despotismo derrocado
de su sublime asiento,
y con fuertes cadenas aherrojado
el llanto doloroso
al pueblo de la Francia tan gustoso.
Cayeron quebrantados
de calabozos hórridos y escuros
cerrojos y candados;
yacen por tierra los tremendos muros
terror del ciudadano,
horrible baluarte del tirano.
La libertad del cielo
desciende, y la virtud dura y severa;
huye del francés suelo
el lujo seductor, la lisonjera
corrupción, el desorden;
reinan las leyes con la paz y el orden.
El fanatismo insano
agitando sus sierpes ponzoñosas
vencido clama en vano;
húndese en las regiones espantosas,
y con él es sumida
la intolerancia atroz aborrecida.
Dulce filosofía,
tú los monstruos infames alanzaste;
tu clara luz fue guía
del divino Rousseau, y tú amaestraste
el ingenio eminente
por quien es libre la francesa gente.
Excita al grande ejemplo
tu esfuerzo, Hesperia: rompe los pesados
grillos, y que en el templo
de Libertad de hoy más muestren colgados
del pueblo la vileza,
y de los Reyes la brutal fiereza.
Oda a Lícoris
Después de un año entero
Venus ¡ay! no te cansas de abrasarme,
ni tú, Cupido fiero,
con inmortal dolor de atormentarme,
aunque en llanto sumido,
y de pena me tengas consumido.
El congreso sagrado
que en Francia destruyó la tiranía
por otros sea loado,
y del brazo francés la valentía,
que hiende en un instante
del despotismo el muro de diamante.
El pueblo su voz santa
alza, que libertad al aire suena;
el opresor se espanta,
y la copa del duelo bebe llena
que en crueza ceñido
ya hizo apurar al pobre desvalido.
¿Quién podrá dignamente
cantar los manes de Rousseau, clamando
libertad a la gente,
del tirano el alcázar derrocando,
la soberbia humillada,
y la santa virtud al trono alzada?
Que yo en amor ardiendo
sólo a Lícoris canto noche y día,
Lícoris repitiendo
por la montaña y por la selva umbría,
la cítara tocando,
y de mis ansias el ardor templando.
Los besos amorosos
que cogí de su boca regalada,
más dulces, más sabrosos
que la ambrósia por Hebe derramada;
su blanda resistencia
que grata convidaba a más licencia.
Y mis glorias pasadas
canto por siempre ¡ay! ya desparecidas,
tan por mi mal halladas
y cual tenue vapor desvanecidas.
¡Oh tiempo, cuál volaste,
y en qué dolor sumido me dejaste!
A una dama que cenó con el autor
Dase Dios por manjar a su escogido
pueblo en la pascua cena misteriosa;
Cristo es comida y mesa deliciosa
del hombre de amor tanto confundido.
Jesús asiste en gloria y prez ceñido
eternamente con su amada Esposa;
¡de amor omnipotente portentosa
hazaña! En tierra mora, al Cielo es ido.
Tú que por diosa adora el alma mía,
bellísima Amarilis, a ti es dado
hacer tan gran milagro nuevamente.
Cristo se ha dado a sí en la Eucaristía:
¡ay! tú date a mi pecho enamorado,
y vivirás en él eternamente.
El sueño engañoso
Al tiempo que los hombres y animales
en hondo sueño yacen sepultados,
soñé ante mí los pueblos ver postrados
alzarme rey de todos los mortales.
Rendí el cetro a las plantas celestiales
de Alcinda, y mis suspiros inflamados
benignamente fueron escuchados;
me envidiaron los dioses inmortales.
Huyó lejos el sueño, mas no huyeron
las memorias con él de mi ventura,
la triste imagen de mi bien fingido.
El mando y el poder desparecieron.
¡Oh de un desventurado suerte dura!
Amor quedó, mas lo demás es ido.
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