Eduardo Jordá (nacido en Palma de Mallorca, en 1956) es un escritor y poeta palmesano afincado desde 1989 en Sevilla.
Trancurre su infancia en Palma, donde reside en una casa junto al mar en la que ancla sus raíces. Obtendrá la licenciatura en Filología Hispánica por la Universidad de Palma de Mallorca en 1978, influyendo también en él sus amigos Allan Baker y Cristóbal Serra. Hasta su traslado a Sevilla ha vivido en un hospital de Burundi, una isla de Malasia y una granja costera al oeste de Irlanda.
En su actividad como escritor su narrativa se encuentra a caballo entre la autobiografía, el ensayo, la ficción y la crítica, enmarcada en el contexto de sus viajes. Al igual que en su poesía, el autor se sitúa entre la realidad y la ficción, como una frontera difusa entre lo que es la memoria y la imaginación. Colabora como articulista en el ABC Cultural, el Diario de Mallorca y en publicaciones andaluzas del grupo Joly. Compagina su actividad literaria con la de traductor.
"-¿Qué le exiges a un poema para que te guste?
-Que contenga los tres elementos de esa ecuación que para mí constituye el pensamiento poético: emoción, inteligencia y música, por este orden. Y que esa ecuación me haga ver el mundo con contornos nunca vistos, con luces nuevas, con sombras desconocidas, con formas impensadas."
— Nadie parecía, nº 12-13, invierno 2003.
Obra
Prosa
La fiebre de Siam, 1988. Editorial Laia, S.A.. ISBN 978-84-7668-160-2.
Van Morrison, 1990. Ediciones Cátedra, S.A.. ISBN 978-84-376-0918-8.
Hank Williams, 1992. Ediciones Cátedra, S.A.. ISBN 978-84-376-1130-3.
Tánger, 1993. Ediciones Destino, S.A.. ISBN 978-84-233-2130-8. Libro de viajes.
Terra incognita, 1997. Di7, S.L.. ISBN 978-84-89754-05-8. Diario.
Canciones gitanas, 2000. Ediciones Península S.A.. ISBN 978-84-8307-295-0. Diario.
Orco, 2000. Prensas Universitarias de Zaragoza. ISBN 978-84-7733-532-0. Relatos.
La ciudad perdida, 2001. José J. de Olañeta, Editor. ISBN 978-84-7651-759-8. Colección de artículos.
Afectes secundaris, 2001. Caixa de Balears Sa Nostra. ISBN 978-84-95352-60-6.
Norte Grande: viaje por el desierto, 2002. Ediciones Península S.A.. ISBN 978-84-8307-434-3. Libro de viajes, por el desierto de Atacama en Chile.
Lugares que no cambian, 2004. Alba Editorial, S.L.. ISBN 978-84-8428-209-9. Crónicas y relatos de viajes.
Glorieta de los lotos, 2004. Ediciones Espuela de Plata. ISBN 978-84-96133-37-2. Recopilación de artículos periodísticos.
Playa de los Alemanes, 2006. Algaida Editores, S.A.. ISBN 978-84-8433-852-9. Relatos.
Pregúntale a la noche, 2007. Fundación José Manuel Lara. ISBN 978-84-96824-24-9. III premio Málaga de novela de 2007.
Esperando la tormenta, 2008. Alfonso Martínez Galilea, Editor; AMG editor. ISBN 978-84-88261-74-8. Libro de viajes. XIV premio Viña Alta Río-Café Bretón de 2008.
Poesía
La estación de las lluvias, 2001. Editorial Renacimiento, S.A. (Sevilla). ISBN 978-84-8472-022-5. IV premio de poesía Renacimiento de 2000.
Ciudades de paso, 2001. Editorial Pre-Textos. ISBN 978-84-8191-405-4.
Tres fresnos, 2003. Ediciones Península S.A.. ISBN 978-84-8307-541-8.
Madrid, once de marzo. Poemas para el recuerdo, 2004. Editorial Pre-Textos. ISBN 978-84-8191-615-7.
Mono aullador, 2005. Algaida Editores, S.A.. ISBN 978-84-8433-620-4. III premio Ateneo de Sevilla de poesía de 2005.
Mais ça arrive, 2006. Antología traducida al francés.
Instante, 2007. Fundación José Manuel Lara; Fundación Caja Rural del Sur. ISBN 978-84-96824-25-6.
4 poemas de “Mono aullador”
Poema del café
“Yo le rezo al café de la mañana.
Le pido que me traiga la paciencia
de la que está hecha, sí, toda alegría.
Le pido conversar con mis abuelos,
que llevan muchos años en la tumba.
Le pido que me traiga los recuerdos
que me enseñen quién fui, y cómo seré algún día.
Y le pido también, con cada sorbo,
que hasta mí traiga el canto de los mirlos,
y unas nubes huidizas, y una música
que me haga regresar a los lugares
en los que nunca he estado. Y le pido
el amor de los míos, que es tan frágil
como el brezo que crece entre las rocas.”
Acción de gracias
¿A quién daré las gracias
por el azar que trajo hasta nosotros
la frágil ebriedad de los sentidos,
y nos dejó perplejos, casi incrédulos,
porque nos convenció de que este mundo
conservaba el honor y la cordura?
¿Y a qué debo el prodigio
del vuelo del cernícalo en las llamas
de esta nube indecisa
que al mirarme asegura
que los dos, ella y yo, no somos nadie?
¿Y a quién podría agradecer
los murmullos de un hombre
que nunca osó gritar, porque creía
que el mundo es demasiado asustadizo,
y tímido y ansioso,
así que no quería acongojarlo
con ruidos ni desaires?
¿Y quién me concedió esta luna pálida
que cautiva a los niños
y hace que se estremezcan y se rían
como un elfo burlón de los pantanos?
¿Y a quién daré las gracias
por la felicidad de las auroras,
por la escarcha que tiembla entre las ramas,
por los sueños que traen a los que amo
desde ese pozo insomne en que perdura
el débil resplandor de un fuego fatuo?
¿Y a quién podría agradecer
que unas pobres palabras
-pan, mesa, vino, sueño-
me lleven hasta ti
como garzas que vuelan sobre juncos
cuando los niños juegan con cometas?
Tim Buckley (1947-1975)
Qué confuso y qué bello es todo ahora.
El verano empezó hace ocho días.
Una vez más, las noches perfumadas,
los ruidos del Pacífico, las puertas
que se quedan abiertas, y las risas
en la luz que golpea y que perdona.
Vuelan los arrendajos, poseídos
por la vida que estalla. Quiero atrapar el éxtasis
azul de las glicinas, el vuelo ágil
de un pájaro intranquilo, el amuleto
del amor que perdura por los siglos
de los siglos, por siempre nuevo e inocente.
Sospecho que mi vida será corta,
pero yo siempre quise arder, vibrando
como hacen las estrellas y los ríos.
Todo es posible, sí. Soy joven, fuerte.
Lo que tenga que hacer, sé que lo haré.
He sabido besar a las sirenas
en las aguas heladas, y a menudo
he sentido el temblor de la amapola.
Arderé y arderé porque soy joven.
Arderé y arderé porque soy bello.
Mi hijo puede esperar. Las muchas mujeres
que me amaron también esperarán.
Esta vida es la mía. Que arda bien
en mis manos que atrapan este mundo.
Arderé como el sol de las cosechas.
Arderé como el viento en los arbustos.
Arderé y arderé porque soy joven.
Arderé y arderé porque soy bello.
Amigo, ya es la hora de que acerques
esa aguja a mi brazo.
Una hoja de arce
La rozo con el pie, en esta acera
muy cerca del Boulevard des Pyrenées.
Si una estrella rojiza anunciara al fin el alba
tras una larga noche de tormenta,
no sería más bella que esta hoja.
A lo lejos, las hayas del color de la arcilla
ocupan las laderas fatigadas
de las altas montañas que aún no han visto la nieve.
De momento, el otoño es muy benigno.
Y el mundo se desplaza muy despacio,
igual que una gabarra de carbón
al remontar un río de aguas sucias.
Si cojo esta hoja de arce, siento el peso
de un tiempo que quizá fue siempre justo.
Crepita como el fuego entre mis manos.
Fue una estrella de mar que no vio el agua.
Fue un murmullo de pájaros y ríos.
Y ahora es una pobre cosa
pero aún poderosa e invencible,
mientras perdure su color
que es de cobre y de hierro
como las fieras lanzas de la Ilíada
o como la corona de un rey bárbaro.
Si no me viera nadie
me inclinaría ante esta hoja de arce.
Tiene el color de un hombre
que se está despidiendo para siempre
de la única mujer a la que ha amado.
Nada deben
Los míos no dejaron documentos.
Nada se sabe de ellos, más allá
de algunas conjeturas. Fueron pobres,
nunca hicieron preguntas, aceptaron
todo cuanto el buen Dios les destinó.
Comieron, engendraron y murieron
sin orgullo y sin odio, jubilosos
si llegaban a viejos, y afligidos
si debían marcharse antes de hora.
En catalán se amaron e insultaron,
y en catalán se despidieron de este mundo,
y me siento un traidor al evocarlos
en una lengua que ellos no entendían.
Dejaron pocas fotos, escasas posesiones,
ningún escudo heráldico. Fueron campesinos,
cocheros, empleados, cocineros:
gente sin importancia que no ensució la Historia
porque la Historia, por suerte, no se acordó de ellos.
Si protestaron, siempre fue en voz baja.
Los oyeron sus hijos, sus mujeres, sus amos,
pero nunca el buen Dios, duro de oído.
Y ahora están mezclados con la tierra
y forman el paisaje de un suburbio.
Son esquinas, colmados, adoquines
y cafés llenos de humo. Son caballos
rodeados de tábanos. Son tapias.
Son plazuelas desiertas con farolas,
tal vez cascotes, grúas, barro. Sé
que nadie los reclama ni recuerda.
Con ellos no fue próspera esta isla,
ni tampoco más pobre. Nada deben.
Nada importante hicieron o dejaron.
Ni siquiera yo sé cuál es su historia,
y aunque la conociera, también sería inútil.
¿Quién podrá redimirlos, devolviéndoles
todo cuanto les fuera arrebatado?
De nada servirán estas palabras.
Irán, como las vidas de los míos,
como su amor y su fe, su alegría
y su temor, a perderse muy pronto
en esta oscuridad que nos envuelve.
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