Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

martes, 28 de diciembre de 2010

161.- AGUSTÍN PORRAS


Agustín Porras nació en Antequera (Málaga) en 1957. Reside en Madrid desde 1975. Buen aficionado al mundo de la poesía (dirigió, entre otras, las revistas Poesía, por ejemplo, La primera piedra y El invisible anillo), hoy coordina El Alambique.
Es autor de una pequeña biografía de Gustavo Adolfo Bécquer (Ed. Eneida, Madrid, 2006), de la reciente y sorprendente edición de Nuevas rimas de Gustavo Adolfo Bécquer (Olifante Ediciones de Poesía, Colección Veruela, Zaragoza, 2010) y de la antología Cuatro gatos. Otras voces fundamentales en y para la poesía española del siglo XXI (Huerga y Fierro editores, Madrid, 2009), un acercamiento a la obra poética de Ángel Guinda, Javier Salvago, Lorenzo Martín del Burgo y María Antonia Ortega. Como poeta, ha publicado el libro Ojalá (Huerga y Fierro editores, Madrid, 2006) y el simpático romance La mosca becqueriana (Olifante Ediciones de Poesía, Colección Papeles de Trasmoz, Zaragoza, 2009).





CUANDO MURIÓ MI HERMANO JESÚS

A mi madre. A mis hermanos Enrique, Antonio
María, Manuel, Carlos, José Luis, Mari Celia,
Luis Fernando, Juan, Rafael, Javier, Mari Carmen, Pablo y Mario.


Cuando murió mi hermano Jesús
juré que le vengaría.

Él fue el más honrado representante
de nuestra familiar enajenación,
pero con tanto éxito simbolizaba
la incomprensible dinámica del mundo
que, justo en el instante
de poder brindar ¡al fin!
por su heroico regreso a la salud,
le atacó una antigua
(y hasta aquel entonces dormida) enfermedad
extremadamente violenta.

Cuando murió mi hermano Jesús
juré que le vengaría.

Recuerdo que, siendo él muy niño,
le era imposible dormirse
sin antes atrapar (literalmente)
la realidad de su ya enigmática naturaleza;
y cómo, a pesar de los severos registros
a que era sometido cada noche,
siempre lograba, inexplicablemente,
alcanzar el día aferrado a un tornillo,
un puñado de tierra,
un tapón de corcho, una piedra,
un muelle de alguna de las camas...

Cuando murió mi hermano Jesús
juré que le vengaría.

Es verdad que durante su breve
y dolorosa historia
apenas conoció situaciones de peligro
en las que no participara,
pero siempre creí
que aquella pasión tan generosa
con que solía envolver
la ingenuidad de sus errores
recibiría, tarde o temprano,
una más que merecida compensación.
Jamás podré entender a un Dios
capaz de permitir
crueldades como ésta.

Cuando murió mi hermano Jesús
juré que le vengaría.

Algo mayor en edad
(pero no por eso menos testarudo),
también yo viví, desde muy joven,
en grave y permanente conflicto,
convencido de que el único placer
que debía con justicia corresponderme
era el de sentirme culpable
de tanto cobarde
e innecesario sufrimiento;
y hacia este último, sin duda, me dirigía
cuando tuve la enorme fortuna de tropezar
con el abrazo
de su incondicional afecto.
Todavía hoy me sorprende
con qué insistencia,
tras la pérdida de nuestro padre,
desplazó su idealizada figura de tutor
hasta el atormentado adolescente que yo era,
habiendo (como había) otros once varones,
nueve de ellos adultos, en la casa.

Cuando murió mi hermano Jesús
juré que le vengaría.

Muchas fueron las emociones que compartimos,
aunque no llegásemos a un acuerdo
sobre la actitud que mejor aliviaría
nuestra común tristeza:
a él, como al hierro los imanes,
le atraían fatalmente toda clase de utopías,
soñando en soledad
con un imposible paraíso para todos;
a mí, por el contrario,
sólo imaginarme ser capaz
de abandonar un dolor tan narcisista
superaba cualquier tipo de ficción.
¡Qué extraña experiencia es discutir
el posible sentido de la vida
con alguien que sabe
que muy pronto ha de perderla!

Cuando murió mi hermano Jesús
juré que le vengaría.

Juré que le vengaría, sí,
aunque han pasado ocho años
desde aquella primera despedida
y aún estoy muy lejos
del alegre, lúcido y sereno autorretrato
que prometí ofrecerle a su memoria
cuando llegase el momento
de nuestro definitivo adiós
(que éste y no otro
es el principal argumento
de tan saludable amenaza).

A veces me desespera
la penosa habilidad que todavía conservo
para aplazar, indefinidamente,
un simple gesto inequívoco de amor,
pero quiero creer que algún día
me atreveré a representar,
con toda naturalidad,
la enorme ilusión que exige
y sabrá justificar este poema
nacido en Málaga
el mismo día, la misma noche,
de aquel verano de 1994
en que murió mi hermano Jesús,
y yo, violento e impotente a su lado,
juré que le vengaría.

( marzo, 2003 )




POR FIN
A Alberto Bailón

He soñado
que me entregaba a la muerte.

Lejos de temerla,
me aferraba a ella
como a un bote
las víctimas de un naufragio;
como a la vida
un joven enfermo terminal.

He soñado
que me entregaba a la muerte.

Ojalá este simbólico deseo
vaticine el adiós definitivo
a tanta enajenación
y despierte en mí
naturaleza suficiente
para existir sin miedo.

He soñado
que me entregaba a la muerte.

Y aunque nada envidio menos
que toparme con ella cara a cara
(pues nunca como ahora disfruté
de verdadero diálogo con el mundo),
espero recibir agradecido
esta grave y última experiencia
que me reserva la vida.

Por fin soñé
que me entregaba a la muerte.

Publicado por las afinidades electivas - España




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