Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

martes, 28 de diciembre de 2010

118.- ENRIQUE BALTANÁS


Enrique Baltanás nace el 24 de noviembre de 1952 en Alcalá de Guadaira (Sevilla).
Es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla, en la que actualmente enseña Literatura Española.
- NARRATIVA:
A punto de dejarlo (2001).

- POESÍA:
Ex libris (1993).
El círculo del tiempo (1995).
Las señales del fuego (1997).
Papel de música (1998).
La matière de France (2003).
Medidas provisionales. Poemas escogidos (1994-2004) (2004).
El argumento inacabado (2005).

- ENSAYO:
Las columnas de Hércules. Realidad o invención de Andalucía (1999).
La materia de Andalucía. El ciclo andaluz en las letras de los siglos XIX y XX (2003).
Los Machado. Una familia de cultura en España (2006).






POÉTICA

No buscas que tu nombre venga en antologías
ni que de ti se ocupen en su letra menuda
minuciosos manuales.

Tan sólo que algún día,
dentro de mucho tiempo, un lector solitario
—pues siempre solitario es el ser que llamamos
lector— vaya, y en una biblioteca,
casi al azar, descubra unas palabras
cubiertas por el polvo de los años.

Y tras soplar el polvo y repasar las páginas
encuentre que esas páginas le entonan
como un poco de whisky en una tarde fría del invierno.

Las señales del fuego, 1997.






Una rosa se abre sin testigos
Una rosa se abre sin testigos en el silencio de la noche.

En la cama de un hospital alguien ensaya trabajosamente
un gesto parecido al de morirse
o tal vez muere y nadie se da cuenta.

Unos brazos y un pecho tibio acogen
a la vida que nace de la sangre, entre sangre, llorando.

Alguien palpa la niebla, como buscando, fuera, el sol
que él cree que brilla.

Las estrellas contemplan
el baile de dos cuerpos enlazados, que se abrazan
en la música. Y caen. Y se alejan
uno del otro
por una calle entre veloces autos.

Y, mientras, una rosa, en el silencio
de la noche se abre para nadie.



Tan cerca de mi casa
El campo está a muy pocos minutos de mi casa.
Basta sólo cruzar dos o tres calles
para encontrar de pronto el rumor de este río
enroscado en su sueño de azudas y juncales.
Son sólo unos minutos los que median
entre el claxon metálico y el silencio del aire
que la chicharra rasga, o esta canción del agua
que monótona cae como a un estanque.
Son sólo unos minutos, y parece que cambia
algo más que el paisaje.
Al vadear el río y entrar en el pinar
parece que allí encuentro de mí lo que más vale,
o que es tal vez lo único, eterno y verdadero.
Los troncos de los pinos, que se retuercen gráciles,
me recuerdan la vida, que es azar y que es norma,
y que es bella en sus giros de mañanas y tardes.
Al igual que estos pinos yo he vivido
siempre atado a esta tierra que me parte
en dos el corazón,
y que a mi vida hace,
no sé bien por qué extraño torcedor,
monótona aventura y costumbre cambiante.


Por eso necesito recorrer sus senderos.
Bajar hasta este río,
perderme entre el pinar, por los alcores
que ya de verde y malva van vestidos.
Nadie elige nacer, ni de quién nace,
el primer domicilio;
yo no escogí siquiera el rumbo de mi muerte,
ni el lugar de mi oficio.
Yo soy como la piedra, como el árbol,
como este quieto río
que fluye y permanece,
y que huye y se queda inmóvil en su sitio.
Este albero de oro me nutre las raíces
y este cielo de siempre en mi rama respiro.
Yo conozco la tierra mojada del invierno,
el color del otoño en sus blandos inicios,
la breve primavera que tan pronto es verano,
y todo es previsible, aunque solemne, rito,
y lo cumplo y celebro como si ya no fuera una costumbre.
Y sé también los nombres de todos los molinos,
las cosas y los casos, las historias...
y de cada campana su sonido.
Todo siempre es igual.
Y hay veces que me aterra un fatal fatalismo...
El mundo es un palacio fastuoso e inmenso
cuyas llaves me dieron, y yo mismo he perdido...

Por eso vuelvo aquí, como esta tarde,
adonde todo está de mí tan cerca
que casi soy yo solo lo que veo
en el breve paisaje en que se encierra
cuanto fui, cuanto soy, cuanto he soñado,
y es mi sola y mi única riqueza.
Y celebro y despido los hombres que no fui,
en un deshaucio frío que quiero volver fiesta.
Ya la luz de la tarde se retira
y en el cielo se prenden las primeras estrellas
y una nave lo cruza con luz intermitente
—adiós, adiós, oh sombras viajeras—
y yo tomo el camino del regreso,
por la vera del río —sus aceñas
dormidas en el agua,
sus silenciosas piedras,
sus álamos, sus fresnos, el pinar que corona
sus vueltas y revueltas—
y voy con paso lento, como en sueños,
como dado a un lamento tan dulce que consuela...
Un hombre necesita de un espejo,
y aquí está mi cristal, donde mi aliento deja,
al pasar como una vaga sombra,
un vaho efímero de no sé bien qué niebla.
Y ya la noche alumbra con su luna el pinar,
que es más que nunca sombra, sueño, ilusión edénica
y elegía infantil
en esta angustia que me araña eterna.
Por un sendero blanco ya me alejo
del bosque en el que hundí mis sueños y levanto mi hoja nueva,
y veo el río al par de mí correr, detenido y fugaz, hacia su muerte
igual que yo abandono los cerros, la ribera
de este río al que tantos, antes de mí, fantasmas se asomaron,
como el ancla en la lámina del agua se refleja.
Y vuelvo hacia mi casa,
donde sé que me esperan
—¿a mí? ¿al otro? ¿al mismo?—
el rencor en un plato, las nubes en la agenda,
nostalgias al teléfono, cuentas conmigo mismo,
clausura abierta de una biblioteca
con libros cuyas páginas se borran al abrirlos,
un mal amor guardado en la nevera,
el maullar de unos gatos invisibles,
el dorado esplendor de la miseria
de quien fracasa en todas sus victorias,
la búsqueda en la niebla
ante un húmedo espejo de cristal y de tiempo.
Y lejos queda lo que está tan cerca.




La vida retirada
Pasear estas calles que te ven cada día.
Reconocer los rostros que pasan a tu vera;
sus nombres, sus edades, condiciones y oficios.
Gozar de la sorpresa de que el día amanezca.

Mirar pasar las nubes, deshacerse en el cielo.
Aspirar el perfume del naranjo en la plaza.
Asomarse a ese puente cuya imagen de piedra
soñolienta se llevan, río abajo, las aguas.

Sentir llegar la noche con sus pasos de sombra,
el sueño que es la cura de la herida del día.
Ver abrirse la rosa de la nueva mañana.

Un día y otro día en el mismo lugar
en el que estás de vuelta sin nunca haber partido,
y que sea la muerte un tren que se retrasa.





Anotación hallada en el cubo de la basura

Abandoné el lugar donde vivía.
Mis antiguos amigos ya me habrán olvidado.
En donde vivo ahora soy un número
y una letra en mitad de un corredor.
Un rostro anónimo, entre la multitud, cuando paseo.
En mi familia soy
ya tan sólo un retrato colgado en la pared
por quien nadie pregunta ni nadie echa de menos.
Cada semana voy a una tienda distinta
(distingo el pan de todas las tahonas)
No llamo a nadie. No escribo. Sólo leo
infatigablemente vidas de otros
para olvidar la mía.





18 de julio de 1936 (10:45 a.m., en un lugar de España)
El buen olor crecía del romero
silvestre y el espliego entre los árboles
y las quebradas piedras de aquel monte.

Había un río inaudible de cristales bruñidos.
Había rocas dormidas en un sueño de musgo.
Y sonaba el silencio que se oye en el campo.

Desde allí el llano inmenso ajedrezado
de ocre y verde lindaba con el cielo
poniendo un trazo gris al horizonte.

El tiempo, sin pararse, retenía
su fulgor en la luz de aquellas horas
perfumadas de armónica
y encalmada belleza.

Nadie tomó esta foto.
Pero el paisaje no es imaginario.
Eran horas precisas.
Tiempo real que nadie visitaba.




Poesía de la experiencia
Me dicen que no alcanzo a ser filósofo
ni escucho las palabras del silencio,
que me limito a dar
vueltas alrededor de mi experiencia,
que es la misma experiencia de los otros.
Que más que cabalgar sobre la ola
me ahogo en las orillas de mi llanto.
Me han avisado de que el mundo cambia
cada vez que su rostro impredecible
posa ante los fotógrafos.

Y, sí, el mundo cambia;
conocerá la tierra nuevas glaciaciones
y episodios de fuego y de ceniza,
guerras, revoluciones
y nuevas metafísicas y ciencias,
pero el tiempo geológico no es mío,
ni siquiera este río que me arrastra,
sólo esta gota es mía
y cuando caiga habrá acabado todo.





7 haikus
I
Altos cipreses
le dan sombra al camino
que recorremos.


II
Pinar de noche.
El foco de la luna
no nos encuentra.


III
Cantan las niñas
en el frío olivar
de la memoria.

IV
La flor azul
de los jacarandás
cae en silencio.

V
Vaso con rosas.
Calendario barroco
sobre mi mesa.

VI
Último osario
que me habrá de guardar:
bibliografías.

VII
El grillo toca
el timbre de la noche.
Sale la luna.


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