Miguel Álvarez de Sotomayor y Abarca
Lucena (Córdoba), 1767-1839
UN ESCRITOR LUCENTINO EN LA BATALLA DE BAILÉN
Por ANTONIO CRUZ CASADO
Catedrático de Lengua y Literatura, IES Marqués de Comares, Lucena.
Aunque la figura y la obra del escritor lucentino Miguel Álvarez de Sotomayor y Abarca (1767-1839) no se incluyen aún en lo que pudiera considerarse la historia canónica de la literatura española, su aportación poética y narrativa no ha sido totalmente olvidada. Sin embargo, es preciso insistir en la divulgación y estudio de su creación, porque ello supone la recuperación, para la cultura de la transición entre el Neoclasicismo y el Romanticismo, de una figura representativa de su momento histórico. En este sentido, queremos recordar, en coincidencia con el centenario de la batalla de Bailén, un poema de Miguel Álvarez, en el que se evoca de forma somera el relevante hecho histórico y en el que se manifiesta la curiosidad de destacar que él mismo, como militar que era, participó en la contienda a las órdenes del famoso general Reding, tal como indica el título: “Proclama a los andaluces a poco tiempo de haber conseguido los triunfos de la gloriosa batalla de Bailén, en cuya acción tuve el contento de tener las armas en la mano, a las órdenes del General Reding”. Como se sabe, el general Teodoro Reding (1755-1809) suele ser considerado el verdadero artífice de la victoria de los ejércitos españoles en Bailén, en un momento en que el general Castaños permanecía aún en Andújar.
Queremos, en la ocasión presente, recordar algunos datos biográficos de este escritor y militar andaluz, que sigue en ese sentido a conocidas figuras de nuestro pasado cultural (desde Garcilaso a Cadalso), e incluir a continuación el poema citado, que presenta una estructura de proclama en primera persona, por parte de un participante en la batalla, un soldado que pudiera considerarse un trasunto literario del propio personaje. De esta forma, la mayor parte del texto está escrita en primera persona y es una incitación a las armas al mismo tiempo que un alegato en contra de los ejércitos napoleónicos en su intento de apoderarse de Europa; por otra parte, nos encontramos ante una evocación patriótica y un tanto nostálgica del rey Fernando VII, puesto que Álvarez era un partidario acérrimo, casi furibundo, de la monarquía fernandina, como se pone de manifiesto en muchos lugares de su obra. En cuanto a la fecha de composición del poema, hay que considerarlo relativamente cercano al año 1808 y posterior al mismo, quizás datable en torno al año 1813, cuando el monarca español está aún prisionero en Valençay, cuestión que aparece mencionada en el poema.
Se incluye esta composición en el libro segundo, titulado “La tarde”, de su extensa recopilación poética El día, colección que todavía permanece inédita en gran parte. (Actualizamos en esta edición el aspecto gráfico del texto, siguiendo los usos ecdóticos más frecuentes, aunque no modificamos algunos términos específicos, propios de la época, señalados en el lugar oportuno).
Por lo que respecta a Miguel Álvarez de Sotomayor y Abarca, hay que indicar que había nacido en el año 1767, según se deduce del acta de defunción del mismo, y en Lucena, de acuerdo con los datos de su expediente matrimonial.
Sus padres, Miguel María Álvarez de Sotomayor y Francisca Javiera de Abarca, pertenecen a una ilustre familia; son, como se les define en los Padrones de Nobleza de Lucena, Caballeros hijosdalgos nobles. El padre, también dedicado a la carrera de las armas, tenía por los años del nacimiento de Miguel el título de Capitán del Regimiento de Caballería de Santiago, en tanto que hacia finales de siglo, en 1795, se indica que había sido también Sargento Mayor del regimiento de Santiago y Gobernador de Puicerdá; el noble caballero había fallecido ya para 1799, año en que muere también la madre, Javiera Abarca, dejando por albacea a su hijo Miguel.
Miguel se dedica a las armas, concretamente a la marina. En 1795 es ya Teniente de Fragata de la Real Armada destinado a Cartagena, desde donde contrae matrimonio por poderes con su prima María Pascuala Álvarez de Sotomayor y Martos; la ceremonia tiene lugar en la parroquia de San Mateo de Lucena el 22 de mayo del año señalado.
Como los contrayentes tienen parentesco necesitan "Bula y Letras apostólicas de Su Santidad", tal como se indica en el documento matrimonial.
Es posible que el joven marino pasase algunas temporadas en Lucena, tal como se cuenta en su novela autobiográfica Efectos del amor propio, en la que se narra también la sorpresa y el contento de sus paisanos al tenerlo entre ellos.
Durante esos descansos en su ciudad natal se relaciona con los socios de la Sociedad Laboriosa de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Lucena y en ésta lee en 1818 un amplio poema titulado La voz del pueblo agradecido. En este primer tercio del siglo XIX Álvarez parece tener más tiempo para dedicarse a la literatura; son de entonces la mayoría de sus obras conocidas, muchas de ellas poemas de longitud variable dedicados en su mayor parte a la Virgen de Araceli. Muere el escritor siendo ya Teniente de Navío en Lucena, el día 29 de junio de 1839, a consecuencia de una hidropesía y a la edad de setenta y dos años. Sus restos descansan en la capilla familiar del templo franciscano de esta ciudad.
Las obras de Miguel Álvarez de Sotomayor y Abarca son muy numerosas y muchas de ellas nos han llegado manuscritas. Entre las más tempranas están una Égloga a la muerte de Carlos III, impresa en Barcelona en 1799 y otro poema titulado El desengaño, impreso en Antequera en la misma fecha. Manuscrito estaba, hasta que lo editamos en el año 1991, su importante poema aracelitano El genio de Aras, así como su novela epistolar Efectos del amor propio, que apareció también en edición nuestra en 1994, entre otros muchos de los que dimos noticia en los años siguientes.
En esta ocasión recurrimos a su amplia colección poética titulada El día, dividida en tres partes: “La mañana”, “La tarde” y “La noche”. Estas fases del día están relacionadas con los poemas que se agrupan en cada sección y con los estadios fundamentales de la vida humana, tal como indica el autor en el prólogo: “Un día parece ser la vida del hombre. No hablo precisamente en cuanto a su duración y sólo me limito a lo muy semejante de los aspectos: la juventud no es otra cosa que una mañana risueña, bosando siempre contentos y alborozos, sin prevención, medida, madurez ni reflexiones. Algo logra ya de estos importantes auxilios la media edad y semejante a la tarde disfruta resplandores de la mañana y tinturas obscurecidas de la noche. Pero ésta no es en todo semejante a la vejez y última edad del hombre. En ella todo es meditación, todo cordura, todo silencio y a todo se conduce el alma guiada por los benéficos consejos de la experiencia. Bajo este fundamento he querido ordenar mis pobrecillas producciones, exentas ciertamente de todo merecimiento, como nacidas de una imaginación estéril, sin gusto, cultivo, ni principios. Pero ellas han sido suficientes a mi consuelo y entretenimiento en los distintos cambios y agitaciones de mi vida, según van colocadas, y aun me lisonjeo que han merecido excitar el complacencia de mis amigos, tal vez por sólo efecto de su voluntad. Y no siendo en mi ánimo, en manera alguna, manchar la prensa con estos despreciables borrones, me parece tengo suficientes motivos en los antecedentes expresados para disculparme a mí mismo el placer de conservarlos”.
Por nuestra parte, no consideramos estos poemas “despreciables borrones”, como lo hace su autor, recurriendo al tópico de la modestia literaria (que es con frecuencia falsa modestia), sino que nos parecen creaciones muy aceptables y representativas del pensamiento del autor, así como del período en que le tocó vivir, a caballo entre la Ilustración y el Romanticismo.
Proclama a los andaluces a poco tiempo de haber conseguido los triunfos de la gloriosa batalla de Bailén, en cuya acción tuve el contento de tener las armas en la mano, a las órdenes del General Reding.
“¡A las armas, andaluces,
desnudad la ardiente espada,
de sus anteriores timbres
tantos tiempos olvidada!
La traición, el menosprecio,
que entorpeció vuestras armas,
ya el cielo quiso estinguirla
volviendo por vuestra causa.
Nunca mayor, nunca, nunca
podrá el tiempo presentarla
más debida a vuestro empeño,
ni más digna de abrazarla.
Los muros de Valencey
testigos son de las ansias
con que Fernando suspira
los estragos de su patria.
Los caudalosos arroyos
que aquellos cimientos bañan
con las lágrimas se aumentan
que en tan vil prisión derrama.
Angustiado y prisionero
por la traición más villana,
sujeto está por el mostruo
que de su imperio lo arranca.
El viento fatiga a quejas
y a pesar de su constancia
por los males de su pueblo
ya casi el valor le falta.
Fernando cautivo yace,
yace sin él nuestra España.
¿Cómo, andaluces, podéis
vivir con pérdida tanta?
Acordar a la memoria
las venturosas hazañas
de que testigo es el Betis,
con el Darro y el Guadiana.
De nuestros caros abuelos
acordar la ardiente saña
con que adquirieron horrores
que a nosotros se trasladan.
Siempre bajo el duro peso
de las mortíferas armas
en la lid envejecían
por defensa de la patria.
Por un Fernando, andaluces,
llenasteis de honor la fama,
regando el paterno suelo
de la vil sangre africana.
Por otro Fernando ahora
con generosa constancia
regar de sangre aun más vil
la infiel y traidora Francia.
¿Francia, prorrumpí? Me pesa
de articular tal palabra,
pues hasta su nombre el labio
de producirlo se infama.
Francia torpe y regicida,
patria del odio y la infamia
donde la sangre aún humea
de tu ignorante monarca.
¿Pretendías repetir
tus traiciones en España?
¡Al arma, al arma, andaluces,
que vuestro Fernando os llama!
Lleve el viento a sus oídos
de los clarines y cajas
el eco marcial que anima
nuestro amor y su desgracia.
Sepa que ya sus banderas
en Sevilla tremoladas
de sangre vil y rendida
se miraron salpicadas.
Sepa que el león hispano
de su blasón nos señala
en Bailén con guerra activa
el águila infiel desgarra.
Sepa que las nobles lises
de mil triunfos coronadas
la estirpe regia acreditan
sobre el traidor que la ultraja.
Sepa... mas no sepa, no,
por vagas noticias nada,
llegue el suceso a su oído
cuando a sus ojos la hazaña.
Oiga de pronto los vivas
y bendiciones que lanzan
nuestros generosos pechos
a su vista soberana.
Mire vencidas legiones
delante de nuestras armas,
que destrozan y aniquilan
fuerzas que engendró la infamia.
Advierta que sus vasallos
que tanto en serio se ensalzan
con las manos, con los pies,
con los dientes, con el alma,
del lóbrego Valencey
trastornan y despedazan
por formidables que sean
los cimientos y murallas.
Mírese Fernando al frente
del fiel pueblo que lo ama,
aclamando fervoroso
al gran Dios de las batallas.
¡No hay que dudar, esto es hecho,
andaluces, a las armas!
Justos principios nos guían
y Dios con nosotros marcha.
Los mismos somos que fueron
un Gonzalo y un Villalba,
y un millón que hijos del Betis
fueron honor de la España.
¡Oh, cuántas glorias te ilustran!
¡Oh, cuántos triunfos te ensalzan!
¡Oh, adorada patria mía!
Voces en tu aplauso faltan.
Los vencedores de Jena,
de Austerliz, Marengo, Italia,
vedlos que cobardes huyen
al solo nombre de España
Si a espensas del dolor inicuo
y la traición más villana,
indefensos los miramos
señores de nuestras plazas.
Si de la corte a Fernando
con vil astucia arrebatan,
si traidores les ayudan
que nos oprimen y engañan,
si con armas, si con fuerzas,
y si con negras falacias
de nuestra honradez abusan
y ya dueños se declaran,
y si así, casi oprimidos,
tan sin acción ni ventajas,
tan sin recursos ni fuerzas,
muertas ya las esperanzas,
fueron capaces los bríos
de la española constancia
a exterminar los aleves
acobardando su audacia,
¿qué nos detiene, andaluces?
¡Al arma, tocad al arma,
pues que Fernando cautivo
sus fieles vasallos llama!
¡Dejar el hogar tranquilo
y empuñar la dura espada,
que con Fernando y honor
volveremos a la patria!
El padre anciano, la esposa,
no nos detenga la marcha,
que si ellos respiran es
por envidia que les causa.
Nuestra ventura codician,
sintiendo su fuerza flaca,
y nuestros pasos bendicen
sus amorosas palabras.
¡A la campaña, andaluces,
soldados, al arma, al arma,
que en pos de nosotros viene
el gran Dios de los batallas!”
Esto a la orilla del Betis
un soldado pronunciaba
y mil vivas repetían
millones que lo escuchaban.
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