CRISTÓBAL ROMERO LÓPEZ
Cristóbal Romero López nace el 20 de mayo de 1931 en Arcos de la Frontera, Cádiz, pasando a vivir en Jédula, una pedanía de Arcos, donde reside su familia.
Es allí donde inicia su vida escolar. En Arcos empieza el Bachillerato que no termina.
En 1949 con Antonio Luis Baena, amigo y compañero de los primeros versos, entabla amistad con Julio Mariscal y Antonio Murciano que ya empezaban a destacar en el mundo de la poesía; formando con cuatro poetas jóvenes –Carlos Murciano, Juan de Dios Ruiz Copete, Manolo Capote Bernot y Eduarda Vázquez– el grupo ALCARAVÁN, la tertulia y la revista del mismo nombre. Después la colección de libros y el premio.
Reacio a publicar, sus poemas aparecen en las revistas de la época. Autor de varios libros de poesía y cuentos inéditos. Sólo ha publicado un libro de poesía infantil: Ábreme y verás en la Editorial Escuela Española en 1989.
En 1986 gana el premio Ciudad de Alcalá en Cádiz con el poema: “Recordando a mi padre”. En 1987 el tercer premio de Poesía Corta, con un poema de 39 sílabas en Jerez de la Frontera.
En 1989, el premio SEARUS con el poema “Los signos del amor”.
Jubilado ya, vive y disfruta con los recuerdos.
Reseña biográfica tomada de la Antología 25 años de Poesía Searus, 2002
Obra: “LOS SIGNOS DEL AMOR”
1º Premio, XII Certamen de Poesía Searus, 1989
He escrito AMOR, y se ha llenado todo
de hondísima templanza.
J. García Nieto
También escribo amor
y todo se me llena
de una brisa sutil por el vacío
que deja el corazón
para este menester gustosamente.
Se me ha subido al árbol y ha abatido
aquellos frutos que, maduros,
se abren en sazón y me embriagan
al momento del zumo acidulado
de la pura fruición.
Extraída la miel, sólo el vinagre
hace poso en el último rincón de la memoria.
Escribo amor y ya no humea
de tanto fuego que abrasaba
desde los ojos a los labios,
desde las manos hasta el pecho,
y que pasaba de la voz más queda
hasta el susurro.
Del lenguaje insinuante
al gritado en la boca buscando el eco mismo,
la percusión de la palabra pura.
Al fuego nuestro que antes avivara
el leño sugerente,
ahora es la propia carne sobre el hondo asador
quien levanta la llama del rescoldo.
Como el pájaro, rompo con el pico
el espejo del charco y me saturo
tan sólo con el agua que inundara su huella.
Cada vez lo pasado está más lejos.
Las cosas han llegado al espejismo
y el tiempo joven es inalcanzable.
Ahora cada utensilio
marca su sitio sobre el mueble.
Pues nos ha desmentido ya el espejo
colgado en la pared
y sólo los retratos conservan la sonrisa.
Cantan las aves con los mismos trinos
y, en el balcón, son los geranios quienes
con idéntico ímpetu
van sucediéndose
mientras por nuestra ruta regresamos
con menos brotes cada primavera;
pues la savia no llegaba a los extremos,
se cansa y se retiene.
Pero hay como un milagro
que cada día se renueva:
La atmósfera que trae
el olor limpio y húmedo
de los cuartos de baño,
el blancor de las sábanas,
el fiel recogimiento
de las habitaciones en penumbra.
O cuando abres las ventanas
y es el sol quien penetra recorriendo
toda la casa, hurgando los rincones,
encendiendo las alas de las moscas
que atrevidas lo cruzan.
O es acaso el perfume que venteas
del frasco entre las manos
y en pleamar constante el aire mina
y me llega, almizclero, en ese hálito
de la hembra que proclama
el total poderío de su cuerpo.
Siempre en la misma copa,
refulge el agua en el cristal diáfano
y al anhelado brindis
modifica tu imagen diferente:
altos los pechos, y los ojos grandes,
deformada visión de la belleza
que queda entre la rosa de los labios
en hacinadas gotas de rocío.
¿Estas escurridizas del cristal
calman la sed o solamente sirven
de engaste y ornan el fresón pulposo?
Luego la entrada en triunfo en el hogar
–en el balcón, la palma
del domingo rameado
de gritos infantiles–,
donde abarcan tus brazos
mi cuello y lo circundan.
O aquel día en que, anclada en la ventana
por causa de la lluvia
(las primeras caricias otoñales,
cuando a nosotros sube el vaho de la tierra
y en el jardín, los mirlos
posados en las ramas del albérchigo
primaveran las hojas amovibles),
no pudiste mostrarte más radiante
bajo la luz vencida.
Son estos signos del amor escritos
con indeleble tinta en los pliegues ocultos de la piel
como estigma glorioso,
como la mano sobre el pecho
achicharrando en otro tiempo y tibio
en esta hora mágica de los atardeceres.
Salutación y despedida
del retorno imposible.
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