ÁLVARO GARCÍA es un poeta y escritor español nacido en Málaga, en 1965.
Ha sido incluido en las antologías La generación de los 80, Fin de siglo, 10 menos 30, La nueva poesía, La lógica de Orfeo y Poesía española reciente (1980-1990), entre otras.
Para lo que no existe puede considerarse su obra maestra; en él, el poeta recrea la distancia entre la existencia y su reverso. Sus poemas buscan la mayor tensión por medio de la perfecta selección léxica.
Caída recrea una ruptura amorosa con la posterior mudanza, hecho que se abstrae para significar la mudanza de todos los significados, la caída en la conciencia del tiempo y en el simple estar; aunque dividido en seis cantos, se trata de un poema largo, al igual que El río de agua, mosaico de realidades que componen un único río, una única fluencia hacia la plenitud, hacia la música.
Como traductor destacan sus ediciones de Larkin, Auden, Atwood y K. White. Ha debutado en 2005 como ensayista literario con Poesía sin estatua. Ser y no ser en poética, donde se expone el paso de la experiencia vital a la poemática.
AL DESCUIDO DEL TIEMPO
Una vez te perdiste detrás de la mañana.
Escápate a su sangre por las manos.
Que te encuentren al alba de la huida
con las manos moradas de crepúsculo
y perros que olfateen una medida blanca,
un juego con horario hasta el extremo razonable
de la cal del muro.
No hay nada que perder, salvo la vida.
Sáltate el tiempo y sigue hasta el peligro:
es un veneno dulce de moras en la mano.
Volverá por la noche, entre la sangre,
una temeridad de zarzas lívidas
cuando todo el lugar era una búsqueda
y tú estabas perdido en la felicidad extensa y malva.
Ya sabes mucho de la nada, niño que te prometes no volver a escaparte.
Fuera del conocer, la cicatriz de la desobediencia.
También el tacto único de una palabra abstracta, libertad,
que una vez tuvo forma contra todos.
Tú eres lo que huyes.
Tú eres lo que huyes y todo lo que robas a tus años.
Después es la insolvencia de la tarde
una conversación acerca del vacío.
Al descuido del tiempo como un nublado rápido,
afuera hay más paisaje.
Y dentro está la madrugada áspera y el fuego tibio de la aceptación.
Todos querrían perderse por un campo de moras y no volver jamás.
Han perdido su edad y no la encuentran
en la brisa del riesgo que no corren.
Si dejas tú de coger moras,
la humanidad se mustia un poco sin saberlo.
(De Para lo que no existe, 1999)
SITUACIÓN
No hay nada que perder, salvo la vida.
Sáltate el tiempo y sigue hasta el peligro:
es un veneno dulce de moras en la mano.
Volverá por la noche, entre la sangre,
una temeridad de zarzas lívidas
cuando todo el lugar era una búsqueda
y tú estabas perdido en la felicidad extensa y malva.
Ya sabes mucho de la nada, niño que te prometes no volver a escaparte.
Fuera del conocer, la cicatriz de la desobediencia.
También el tacto único de una palabra abstracta, libertad,
que una vez tuvo forma contra todos.
Tú eres lo que huyes.
Tú eres lo que huyes y todo lo que robas a tus años.
Después es la insolvencia de la tarde
una conversación acerca del vacío.
Al descuido del tiempo como un nublado rápido,
afuera hay más paisaje.
Y dentro está la madrugada áspera y el fuego tibio de la aceptación.
Todos querrían perderse por un campo de moras y no volver jamás.
Han perdido su edad y no la encuentran
en la brisa del riesgo que no corren.
Si dejas tú de coger moras,
la humanidad se mustia un poco sin saberlo.
(De Para lo que no existe, 1999)
SITUACIÓN
Hablar de nada es, hoy, hablar de mucho.
No va a llover por más que tú analices.
Mantente, pues, a un lado y piensa en Beckett:
no hay nada que decir ni que escribir,
pero es imprescindible expresar eso.
Nadie respira porque le apetezca.
Si las palabras deben respirar,
que emigre este poema hacia sí mismo
y sea el verde sol del árbol solo.
La poesía tal vez sea un oxígeno,
un subir a por aire necesario
para bajar después a lo de siempre.
Te acuerdas de Mondrian y sus silencios,
tan plenos, tan callados, tan hablantes.
Lo mismo que él, solista del color,
tendrías que decir hoy lo que digas.
Que te perdone el día con su urgencia;
que te disculpe el hierro del instante.
Deja la actualidad, que se hace sola,
y ve al presente, que te necesita.
(De Intemperie, 1995)
LA RAZÓN
Vivir ante el cristal de un lento mundo
nos pone complicados: esta tarde
con avenidas rápidas y a las seis es de noche
descubro la vergüenza
de no saber llegar al centro de otras vidas
si no es mediante pobres abstracciones.
La de que no haya vidas sino vida,
por ejemplo, y por tanto
la mía sea la de todos.
Se encienden las ventanas.
(De Intemperie, 1995)
LA TARDE
Confían los objetos
su caudal de memoria a su color estático.
Te dicen. O te inventan
un instante de olvido.
Sin asomarme a ver lo que hay tras ellos,
celebro su silencio más que duele.
Con la necesidad
aceleramos el destino.
Confían los objetos.
(De Para lo que no existe, 1999)
PALABRAS
Yo sigo el rastro de la tinta oscura
para encontrar palabras que sean lo que son y al mismo tiempo
lo que no pueden ser, lo que transita.
Las horas que gastamos en pensar;
la exactitud de lo que no es exacto;
el margen de equilibrio que admite que los dedos del presente
nos mancillen.
La sensación de estar donde no estamos
y también la contraria:
no ser jamás del todo lo que somos.
Materia y consistencia y transparencia:
como una fina lámina de mármol
deja pasar la luz.
(De Para lo que no existe, 1999)
ENCUENTRO
La sensación de estar donde no estamos
y también la contraria:
no ser jamás del todo lo que somos.
Materia y consistencia y transparencia:
como una fina lámina de mármol
deja pasar la luz.
(De Para lo que no existe, 1999)
ENCUENTRO
Este es Vuillard, que mira los cargueros,
que pinta el balanceo de los mástiles,
que mira tanto que se desentiende.
La cabezonería del pintor,
la descripción del mundo, el inventario.
Este es Vuillard, el que mira los barcos.
Vuillard el de la barba vagabunda.
Este es Vuillard, el que pinta a un amigo
que escribe con un lápiz diminuto
o rasca en un papel o pega un sello.
Este es Vuillard, ojos definitivos.
Llega un momento en el que el retratista
se pinta, en camiseta, lavándose las manos,
como si descansara, como si regresara,
como si al fin quisiera pensárselo dos veces,
como si decidiera lavarse al fin las manos.
Azul es el color de una noche cualquiera
y verde es el color del mediodía.
Inaugura a diario las cosas de a diario.
Este es Vuillard el viejo.
(De Intemperie, 1995)
que pinta el balanceo de los mástiles,
que mira tanto que se desentiende.
La cabezonería del pintor,
la descripción del mundo, el inventario.
Este es Vuillard, el que mira los barcos.
Vuillard el de la barba vagabunda.
Este es Vuillard, el que pinta a un amigo
que escribe con un lápiz diminuto
o rasca en un papel o pega un sello.
Este es Vuillard, ojos definitivos.
Llega un momento en el que el retratista
se pinta, en camiseta, lavándose las manos,
como si descansara, como si regresara,
como si al fin quisiera pensárselo dos veces,
como si decidiera lavarse al fin las manos.
Azul es el color de una noche cualquiera
y verde es el color del mediodía.
Inaugura a diario las cosas de a diario.
Este es Vuillard el viejo.
(De Intemperie, 1995)
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