Ángel Rodríguez López
Nació en Jaén. Ha publicado en una revista literaria de Madrid, "La hamaca de lona" y colaborado con "Ediciones Raro" en la colección "Literatura de kiosco". Ha sido incluido en antologías como: "Poetas de Jaén", por Raquel Rodríguez; "Puta poesía" y "65 salvochea". También ha colaborado con "Voces del extremo" en dos ocasiones. En 2012 publicó su primer libro, "Poesía para perdedores", y actualmente trabaja en un nuevo poemario, aún sin terminar.
“poesía para perdedores” de Ángel Rodríguez López
Poeta, cántale al pájaro y al árbol, al río y al prado.
Poeta, si eres poeta, que juegue en tus versos el barrio,
que salten las latas de conservas y bailen los jaramagos.
Poeta, tú, poeta, haz un canto de sirena,
pero no olvides el puño en alto,
el arado, la sangre que aún chorrea por las medianas,
el escarabajo y el escupitajo hecho polvo de silicosis.
No olvides la herramienta,
la espalda mojada de sudor, ni en el periódico una esquela.
Escribe, poeta, escribe:
haz que queme la letra.
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Saber sobrevolar el sabor del carmesí de tu entrepierna
siempre me pareció la mayor aventura del universo.
Siempre intentaba bucearte sin prisa,
como comiendo un lento helado de sabor canela congelado bajo tu ombligo,
subía reptando por tu barriga,
lamiendo su árida llanura como la serpiente que busca su presa,
llegando al cuello y escalando por tu verde pelo,
árbol femenino,
luz candil del amor exquisito de tu cuerpo.
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I
Los treinta centímetros que separan tu boca de la mía
me parecen la mayor distancia a la que jamás he de enfrentarme.
“Poesía para perdedores” esta editado por el Ayuntamiento de Málaga (Área de Cultura) en su colección Monosabio.
OTROS POEMAS
Si hay algo que me gusta es pasear durante la mañana y cruzarme,
como en un bucle continuo de pasos,
con los compañeros sin nombre y con zapatos de cada día.
La chica guapa,
con sus piernas largas como un ovillo caído por la escalera de su rodilla,
que me cruzo en el quinto árbol de una calle
donde el letrero pende
con el ritmo cansino de la rutinaria tos tuberculosa
con la que el sol se proyecta en mi pecho.
Allí miro sus senos reventando el sujetador
que le asoma tan tácito como disoluto.
El mendigo,
que canta hacia adentro melodías económicas
céntimo a céntimo,
derrochando tristezas que bajan rodando en recuerdos calle abajo,
con su cazuela vacía y su luto de sonrisa espera,
espera que llegue el invierno y cerrar los ojos,
entretejiendo sus párpados en una mortaja de hambre.
En su ventana,
como cada día, se asoma ella,
Roberta,
con su tizne cobrizo en las ojeras,
con el cráneo tapado por un pañuelo que chorrea
verdades de seda
en hilos de cobre;
desde su balcón saluda a los niños que cargan letras camino del matadero.
Ella afila su lápiz, y con óxido, riega sus macetas de plástico.
Dulce es leve, tan leve que sus pies no sienten el suelo
y su huella es un aborto de pisada
con cinco viznagas en ramo color ceniza.
A ella sólo le pertenece un puñado nada
una cadena oscura de lunares que se aferran a su espalda
como mejillones redondos a su cuerda,
hilados en su cebadero a mordiscos que los sujetan.
Dulce, la pobre Dulce, la del nombre de almíbar,
lo único que es suyo son sus manchas de verruga
y una miseria honda y vocera que hace que los gatos del barrio
escondan su cabeza entre las ruedas a su paso, buscando guaridas de caucho.
Carmen se ha hecho vieja hoy.
Será que los años de orfanato le han crecido sobre la espalda
y la encorvan en las cuestas arriba,
o será el recuerdo siempre tibio de su muñeca de cartón
sobre el retrete recién usado
el que ha teñido de blanco su cabello,
o las losas ajenas limpias bajo su rodilla
las que la han atrapado al mirar su reflejo sobre ellas.
A Carmen, la hija de Carmen,
le ha crecido entre sus piernas la carne de sus cuatro hijos
que, ya poco jóvenes, se agolpan entre sus dedos ahora artríticos
y cuando los abre salen caminando lentos como un carro cojo.
Pero esta mañana se ha levantado sobre sus más de sesenta Marzos
y se ha agarrado a sus rodillas hasta elevarse, alta como el chopo cercano al río.
Será que su pecho se cansa y late casi sin ritmo
y sus manos se dejan vencer por el tiempo
y caen derrotadas como el fruto derramado por el árbol.
Será que el tiempo, ahora, pasa para ella más rápido y los días,
a veces,
tan sólo parecen horas.
María es liviana como la arena en un vendaval a media tarde
cuando el sol se precipita triste entre los montes vacíos
de la tierra yerma.
A veces veo a Violeta paseando,
su falda baila con las medias calle abajo.
Baja, como cada mañana,
con la tristeza entre las orejas.
Violeta avanza por la calle
y se hace pequeña
y leve como un verbo monosílabo,
con su botón colgado
en la camisa mil veces pasada por la piedra del deseo.
Ella pasa su paso en la calle y posa
su peso de huesos ya ceniza de tarde
por las baldosas que bajo ella sonríen
desdentadas.
Yo me haría hormigón
por el placer de tocarla en un abrazo rígido
Ella serpentea entre ciudadanos
y escapa.
A Luna se le ve de lejos y se le goza.
Su amistad que aleja a los amigos
No hace que se disuelva como beso en el viento.
Por eso, a ella, se le mira desde lejos
y se marcha rápido
y se lleva su andar y su boca rauda a otro lado.
Pero si se queda
y te toca y te besa y te da y no toma
y te bebe y te muerde y abraza con su pelo de rizo de albahaca.
Si se queda y lame sin prisa las palabras
y te cobija y alimenta
y te sustenta y ama, sincera, como un animal ama,
y te mira y te canta sin voz sílaba ni arpegio con sus uñas manchadas de tierra calma.
Si se queda,
si no se marcha y amanece en su cama
y no anochece a kilómetros de su tibia almohada,
si se queda, si no se marcha.
Luna canta si no se marcha
si se queda,
si tuviera su piel reposo.
Si Luna se queda.
Si te abre su puerta un lunes,
ahora menos cárdeno, de octubre,
y silba prendida a la candela de su dedos
parece que las ventanas se abren en rodajas,
que se desparraman los goznes
que ha llegado la paz a casa manchada de su saliva fuerte,
sin aderezo, saliva de ella que espanta oídos de fieras
y amansa los cuartos del despeñadero
que oye las ágiles ancas de la rana en su vieja charca.
Si se queda Luna.
Si se quedara.
Marta siempre camina lento,
con prisa pero lenta,
le cuesta trabajo no trabarse en el paso
con esos pies suyos, tan enormes.
Por eso Marta llega tarde
y los besos le caducan entre los dientes
y su lengua se reseca de respirar fatigada por la boca.
Sus rodillas son torpes y se le encadena el muslo al gemelo
haciendo un largo paseo su camino.
Sube, Marta, lenta por su cuesta arriba arrastrando los píes
ya casi sin dedos buscando sin encontrarse.
Se hace su día largo,
la calle enorme y su mundo pequeño sobre su suela raída.
Pero camina, ella siempre camina,
sin pausa y hacia delante
vomitándole resistencia a la derrota, negándole triunfos la fracaso.
Si digo “La amo”
no es la unión de vocales y consonantes
las que hacen la fonología del sentimiento.
La amo, pero cómo no amarla,
junto a su sábana tibia y su pelo encarnado en beso.
Cómo no amarla si le baila la luna en la boca.
Si el río pasa miedo si ella se desploma junto al borde de la orilla
y no lo toca.
Cómo no haberla amado
si llena vacíos con huecos
si alza apretada con ira la mano,
si el hambre la calla golpea al crujir de tripas que la amordaza.
Amarla a pié juntillas,
con sus soliloquios en ristre y su mirada sin ganas
con su verde en el viento y su grito que amarga
y su tizne en el pecho.
Cómo no amar a Clara,
la que espera esperanzas y se hiela de frío
cuando sabe que el viento no amaga
y suenan en las ventanas los cristales
Clara se abren las tripas a tiras y escarcha
mientras muerde sus labios la rabia.
Sería tan difícil no amar a Clara.
A Martina se le cae el viento de los ojos si mira lejos.
Alza la frente sin prisa,
como cantando despacio quejíos sin padre.
A las cinco de la mañana se levanta Martina
ya con el cansancio anclado a los hombros y reparte fruta
con eso dedos tan suyos, teclea precios matando hambres,
desesperadas ambrosías ordenadas en cajetas grises,
anémonas partidas en dos que rebosan en las baldas y caen,
como el agua en su vaso,
hacia afuera, lenta, gota a gota.
Miserias de dulce, que alejan orgullos,
crepúsculos en tomate,
melones desvirgados con caricias de sandía,
que chorrean, hasta el codo su caldo, dulce de almíbar,
manzanas, peras de hojalata,
jarrillos de pulpa que abarcan licores color añil,
granizos de cobre que rompen los cristales de los escaparates,
pariendo esquirlas, llenando el orbe con abortos de cuarzo,
besos sin azufre se alzan tras ella,
sangres de chocolate y sarro de pimientos a caballo.
Caballos a lomos de caballos,
yeguas corriendo, como una hecatombe de hormigas salidas,
a boca jarro,
de sus encías sin dientes.
Isabel tenía los píes toscos y las manos curvas
como un cayado que nunca sostuvo.
Caminaba lenta por la calle mientras los niños del barrio
jugábamos a burlarnos de ella con el balón entre las piernas,
como una bola encajada en bridas que salen y entran sin orden aparente.
Se agarraba a las ventanas
mientras su giba
sobresalía entre los barrotes del salón de casa.
Entre sus hombros, una mata de pelo cano se vencía
y escurría del moño ralo, mazorca que nace farfolla.
Arañaban sus dedos los hierros del camino,
lamían sus manos las esquinas
hasta llegar al jazmín.
Cada verano, en las noches de aire en fuego
y conversaciones pasadas,
con el baile de abanicos sobre pechos mamados
por criaturas ahora ajenas,
hilvanaba, Isabel hilvanaba flores
que olía en silencio y cabizbaja.
Al subir a casa,
ya con el sueño temprano que muerde los ojos,
le perseguían olores de viznagas
que chocaban con ese cuerpo tan menudo tallado por el espanto.
Bien sabía que besar a Silvia era como montar en bicicleta,
y no por la matemática de piñones y platos
que ruedan en pos de ruedas
para avanzar sin miedo.
Sería que sus labios no se extrañaban
en el paso de los años y las vueltas
a vueltas del volver de la lengua
cada vez parecían más rápidas,
granizo que se deshace tras la tormenta.
Por eso su saliva era aire
y viajabas sin moverte de su boca
por una carretera preñada de mordiscos,
a veces,
otras, los desniveles de vahos buscaban
soluciones de lamidos huérfanos y canciones frente a la ventana,
como si Audrey se hubiera mudado al barrio.
A la salida del pueblo viejo,
junto al descampado donde los muchachos picaban sueños,
han abierto un gimnasio que ya huele a cieno de guantes
y suelas que saltan sobre una comba que insulta al viento.
Lorena lo regenta,
con su diente de oro y su silencio frío que sale,
vomitado, por ese puro que chupa y chupa.
Decían que su croché de izquierda tambaleaba al cielo,
que Rocky Marciano, sobre su piedra cuadrada,
suspiraba a verla doblar cabezas y saltar estómagos.
Se hablaba de sus piernas, de cómo aparecían y desaparecían
y estallaban en un cuerpo y el sudor saltaba,
fuegos de artificio.
Un asalto y otro y otro más.
Lorena ya aguanta que la muerdan y baja la defensa
ya vencida de derecha y asume los golpes.
Lorena aguanta todo por 40 euros,
su culo es duro y por eso hay que follarla con ganas,
y sienta su gesto en su cuna de rodillas
y agarra con los labios el suplicio de saber que esta velada aún no acaba,
que ya no hay rival a quien tumbar
ni brazo que subir,
ni cinturón de hojalata dorada,
ni gancho
ni derecho directo certero que sienta el oponente
como un garro de clavos sobre el orgullo.
Cuando los muchachos acaban y se limpia la pena de las comisuras,
mira al saco y le avisa:” sigue ahí colgado
espérame una noche más, sólo un poco,
pues mañana serán mis pies lo que vuelen sobre el suelo”.
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