Rafael Balsera del Pino
Rafael Balsera del Pino, nace en Córdoba en 1923 y fallece en la misma ciudad el 14 de febrero de 2008.
Maestro y dramaturgo.
Biografía
En sus estudios primarios tuvo la influencia del olvidado maestro nacional don Modoaldo Garrido Díez de profundas raíces intelectuales, repúblicas y sociales. Revalidado el bachillerato universitario, cursa estudios de Magisterio e inicia los de Filosofía y Letras.
En 1945 ejerce como profesor en la Escuela Normal de Córdoba, donde imparte las asignaturas de Pedagogía e Historia de la Pedagogía. Posteriormente en 1950 comienza su labor pedagógica como maestro donde tendrá varios destinos, entre ellos Montemayor y en las Escuelas Unitarias en Córdoba, de la calle Montero o la de la barriada del Zumbacón. Tras varias convocatorias de oposiciones dentro del Magisterio, pasa en 1962 a Montilla donde dirigirá la Campaña de Alfabetización de Adultos, será en 1965 cuando regrese definitivamente a Córdoba como director del Grupo Escolar Nuestra Señora de Linares, puesto que ocupará hasta su jubilación.
En 1980 le fue concedida la Cruz de Alfonso X el Sabio por sus méritos en la enseñanza.
Las condiciones de pobreza y marginación en que vivían los alumnos del Zumbacón tendrán para él una influencia decisiva para optar por un compromiso social y para su trayectoria profesional. Igualmente su larga vida como maestro influyó y dejó huella perenne en varias generaciones de alumnos y profesionales del magisterio.
Rafael Balsera fue una persona que formó parte de la oposición intelectual al franquismo, integrado entre otros grupos al Círculo Cultural Juan XXIII y colaborador del Seminario de Sociología e Higiene Social dirigido por Carlos Castilla del Pino.
Como dramaturgo comienza su trayectoria al ser miembro fundador de la Sociedad de Conciertos y del TEU, donde montó y codirigió obras de Graham Green, Albert Camus o Alfonso Sastre, entre otros. Queda truncada esta carrera como escritor dramático en 1959 al serle censurada su obra cumbre “Ágora silenciosa” que le será reconocida en 1986 mediante su publicación y puesta en escena en 1995 en el Gran Teatro de Córdoba.
Al año de su muerte, marzo de 2009, se le rindió un homenaje en el Gran Teatro, presentado por Pedro Roso, interviniendo Julio Anguita González y Carlos Castilla del Pino. El acto se cerró con un breve concierto de Maite García (arpa) y Laura Llorca (flauta).
Obras
Ágora silenciosa Córdoba
El filósofo en su silencio Córdoba
Tiempo de desaliento
La misa de Andrés Bruma Sevilla
Fondos de la ironía
Madrugadas de las dos orillas
Obras inéditas
La máscara bajo la piel: extractos
¿Quién de los dos?: extractos
Sus obras, de “Ágora silenciosa”, que junto con “Fondos de la ironía” y “Madrugadas de las dos orillas”, forman la trilogía “Tiempo de desaliento”. Trilogía que recoge su experiencia de la Guerra Civil y de aquel “período interminable de rostro desdibujado y letal que fue la paz del vencedor”.
ÁGORA SILENCIOSA (Extractos)
A la memoria de mi maestro MODOALDO GARRIDO DÍEZ, muerto en Córdoba, en el amanecer del día 10 de agosto de 1936.
Fuiste insigne por naturaleza, y cuando te destruyeron nos quedó de tu palabra un gran
deseo.
«Donde hacen la soledad,
a eso llaman paz».
TÁCITO (Historias)
«Oh tiempo, que ves pasar todos
los destinos humanos, dolor y
alegría, la suerte a la que hemos
sucumbido, anúnciala a la
eternidad».
EPITAFIO A LOS GUERREROS ATENIENSES
MUERTOS EN LA BATALLA DE QUERONEA
«El hecho de sentirse privilegiados
une al hombre de espíritu y a su
protector aun a pesar de su mutuo
menosprecio».
W. JAEGER, «La política de la cultura de
los tiranos».
La acción se desarrolla en un lugar imaginario próximo a la fertilidad de una cuenca,
donde confluyen corrientes milenarias del espíritu.
País de colinas sagradas y mármoles antiguos en cuyas blancas aristas reverbera la luz fríos cristales de agua. Llanuras de palpitante soledad donde la arena cristaliza y crecen, sin aroma, las rosas del desierto; donde el azul de sus cielos diurnos y la vivaz llamarada de sus astros se unen al aire cristalino que limpia la llanura en la que cualquier partícula de polvo parece brizna de metal.
Es un pueblo extrañamente destinado para alumbrar al mundo el milagro del pensamiento humano. País de hombres que fueron más allá de la forma de las cosas, y que inventaron seriamente la risa.
Tierra de la ironía sobre cuya extensión se hizo difícil la magia y la esperanza.
PRÓLOGO
EL SUEÑO DE DIÓMEDES
ESCENA I
Diómedes reposa en el grato silencio de la estancia. Leve es la luz.
Los pulsos escanden el paso de las horas, y Láquesis, dulcemente, devana la madeja. Y es, entonces, cuando Diómedes se incorpora del lecho como impulsado por la melancolía. Crece la inquietud para derrota del sosiego. Por los tránsitos de piedra que rodean la estancia se siente el blando volar de fatídicas aves que amaitinan, buscando, entre las sombras.
Diómedes ha creído escuchar gritos distantes que ascienden hasta él desde los bajos fondos de la noche; hay un oscuro clamor de metales antiguos, resonancias de sangre de la Historia. Después de un prolongado silencio, una tuba helicón lanza la señal sobre los montes bermejos, sobre el silencio mineral de los declives, advirtiendo a la ciudad -por si en el sueño se le hubiera olvidado- que vive vigilada.
VOCES VELADAS ENTRE LA NIEBLA DEL SUEÑO.
¡Diómedes! ¡Diómedes!
(Distante y apagado).
¡Diómedes!
(Breve silencio)
¡Qué bien se aviene ahora
tu descanso indolente
cobardemente hundido
sobre el oscuro fondo
de la noche!
Tú, que fuiste llamado
¡hijo de la arrogancia!
y señor de tus días,
cuya voz levantaba
su apogeo
bajo el ardiente sol
de la mañana,
te escondes de la luz
de la que fuiste hijo
y te cubres el rostro
evitando el fragor
de tu memoria.
¿Por qué huyes de ti?
¿Por qué te ocultas tu
imagen verdadera?
Vuelve sobre tus pasos
y contempla
los tránsitos lejanos
de tu vida
donde quizá encuentres
la razón esencial
de tu memoria,
abierta como una vieja herida
sin remedio.
DIÓMEDES. Como hijo de Lacides
y nieto de Agrimanto
se apoderó de mí
la pasión por la tierra.
Pude haber sido
como ellos,
pude haber cancelado
mi existencia
en el regazo de los montes
y en los surcos feraces,
dilatados,
porque los dioses me asignaron
un destino pacífico,
un transcurrir callado
de envejecido río
que descansa
en la anchurosa mar, serenamente.
Aquel tiempo,
de voces ya perdidas
en los ríos del alba,
me habita la memoria.
¡Ay, la cumbre celeste
coronando silencios
de la nieve!
Eolias codiciado
por los australes vientos
de la aurora,
a cuya lejanía
-cómplice de los sueños-
el corazón volaba.
Llevados por rumores
de esquilas
-párpado vegetal-,
apacentaban los esclavos.
Las abejas
bordoneaban la dulzura,
y áspera la cigarra
horadaba la tarde
con sus hirientes solos.
Y era entonces,
cuando yo me volvía
-con instinto de ala
que regresa-
hacia el umbral seguro
donde habitaba el Alma:
¡benéfica y marchita!,
con la sobria costumbre
de ocultarnos a todos su tristeza,
árbol frondoso de los años,
a cuya sombra protectora
se confiaron siempre
los cofres del recuerdo
que guardaban intacto
-como en vasos sagrados-
un tiempo ya perdido
que pudo eternizarse
en su presencia.
Pero llegó el momento
-¡ay madre arrebatada!-
en que vuelves tu rostro
hacia las sombras.
Y hubo un oscuro clamor
interminable
por las frías riberas de tu ausencia,
donde, piedra enlutada, tus ojos
levantaron templos para la noche.
Y de lemuria nenias
se ofrendaron
al sombrío esplendor
de tu silencio.
Y de lemuria, llantos.
Y de lemuria, cárdenos los mantos
¡Ay muerte, oscuramente tierna,
pesadumbre del mundo
tu incansable afanar
sobre las rosas lívidas!
¡Ay nostalgia de boreales vientos
que envolvieron el apogeo insigne
de la piedra,
hoy yacente y humilde, derrotada,
-plinto para una alondra a ras del suelo-
que impasible miraba el paso
inexorable
de un destino cumplido,
hundido ya en la noche
que se anuncia!
CORO. Un destino truncado por tu mano.
¿Qué has hecho de tus días,
Diómedes?
Deshabitado ya por ti
el río de tu estirpe,
resecas ya sus piedras,
no tendrás,
junto a tu lecho último
quien recoja
tu quebrada palabra
ni quien te ampare
el rostro
con la blanca piedad
del lino mortuorio.
¿Dónde está la esperanza
de tu origen?
Quedaron por nacer
aquellos brazos
que hubieran seguido
la costumbre
de cultivar la tierra
y cambió sin remedio,
con su muerte
-¡madre yacente!-
tu destino pacífico.
DIÓMEDES. En lugar de los surcos
y su calma
se apoderó de mí
el eco de los mármoles.
CORO. Fue un momento trivial,
y doloroso,
cuando cambió el signo
de tu vida.
DIÓMEDES. ¡Toda pasión
por el conocimiento es buena!
CORO. Pero a ti te arrastraron
las palabras.
DIÓMEDES. El hombre es, sobre todo,
ardiente voz
que cruza por el ágora.
CORO. Creciste demasiado en la ironía,
y el eco de los mármoles
fue la embriaguez de tu existencia.
DIÓMEDES. Los frutos de la razón y de la mente
pueden también
ser útiles al hombre.
Yo pensé en mi ciudad
¡y en la justicia!
CORO. ¿Por qué mientes, Diómedes?
¡Cómo te engañas!
DIÓMEDES. ¿Ponéis algún reparo?
Porque presumo...
que me estáis acusando.
CORO. Fuiste la encarnación
del pensamiento puro,
apartado del hombre
y sus afanes,
porque sólo atendías
a tu universo íntimo, doliente,
y al desorden secreto de tu vida.
DIÓMEDES. Parece que se olvida
aquello que nadie ha repetido:
¡yo di la libertad a mis esclavos!
CORO. Acaso necesitas recordarlo.
Quizá te tranquiliza un hecho tan confuso.
DIÓMEDES. Fue algo muy concreto, innegable.
CORO. Únicamente perseguías
un gesto llamativo
que pudiera servirte en tu deseo
de influir sobre ilotas
y de poner tu nombre
en boca de extranjeros
como si fueras un arconte
que el pueblo reclamara.
En sueños germinabas
una revuelta peligrosa...
¡sólo era en sueños!
DIÓMEDES. Yo compuse un tratado
acerca de la ciudad perfecta,
y di la libertad a mis esclavos.
CORO. Sin duda, lo presentas
como si se tratara
de un hecho generoso,
pero no fue otra cosa
que apartar de tu casa
y de tu vista
a quienes despreciabas.
DIÓMEDES. Acogieron, felices,
aquella libertad
que jamás esperaron.
CORO. En realidad,
¿por qué te engañas?
preferiste, entonces,
que tu casa se quedara desierta,
cuando ella, ¡prónuba de tus días!,
se alejó para siempre
bajo la piedra insomne ¡alondra
de su nombre
derrotado en el alba!
DIÓMEDES. Nunca he negado
que en soledad escancié
los vinos más amargos.
CORO. Pero has presentado
tus motivos
como si hubieras servido
a la ciudad
heroicamente.
DIÓMEDES. Nadie puede negar
que me arrojé con ímpetu
al ámbito del ágora,
y me opuse a las leyes
que eupátridas injustos
hicieron decretar
a los Arcontes.
CORO. Tu casa era un desierto
y te volviste
a los enfrentamientos,
huyendo
del larario apagado
donde la soledad
era una diosa esquiva.
DIÓMEDES. No alcanzo a comprender
vuestro reproche,
pues cada uno marcha
por caminos
donde la pesadumbre
es llevadera.
CORO. Pero llegó aquel tiempo
en que fuimos
duramente probados.
Y, ¿dónde estabas tú,
Diómedes ardiente?,
cuya voz poderosa
cruzaba por el ágora
como el batir de alas.
Te buscaron tus fieles,
sin descanso,
y nunca te encontraron.
DIÓMEDES. Hacía mucho tiempo
que todos mis discípulos
me habían abandonado.
CORO. ¿Te confundes acaso?
¿O te conviene hacerlo?
DIÓMEDES. Sutiles adversarios arruinaron mi escuela.
Mis discípulos descubrieron, entonces,
que mi doctrina acumulaba errores.
Hoy viven bien, dejándole a las águilas
aquella libertad de que gozaban.
CORO. Te confundes sin duda.
Pues antes de que esto ocurriera
ya habías cruzado
la distancia,
donde celeste el mar peina sus ondas
como delfines;
y cuando thánatos sombría
azotó
la llanura, tú estabas ya muy lejos,
en otras tierras calmas,
descifrando papiros junto al Nilo,
sobre cuyas riberas
lamento funeral llevan los vientos.
DIÓMEDES. Anduve aquellas tierras
atraído
por el arte secreto
de conservar los cuerpos.
CORO. Un deseo de saber muy oportuno,
pues poco antes
intentabas los modos
de Anarcasis el escita
en el libre decir
y en valentía.
Pero no te halagaba
el repetir su fin,
¡tan lamentable!,
de morir por un dardo atravesado.
DIÓMEDES. La prudencia corona
la aspiración del sabio
por modesto que sea.
CORO. Tu regreso fue lento.
Thánatos parecía
perder su vocación,
por la fatiga,
de matar sin descanso.
Y volviste prudente
con Ruma, tu adoptivo,
buscando en las ruinas
de tu casa,
que fueran el asiento
del pórtico rehecho
de tu vida.
Después,
¡tú bien lo sabes!,
te ofreciste a Panta
que se quedó cautivo
en la torre de la luz
de tus poemas.
El sabía
por Píndaro advertido
«que las palabras
duran más que los hechos»,
«que las grandes hazañas
necesitan cantores»
que depuren su infamia
y las rescaten del olvido
con que el tiempo acostumbra
a borrar los sucesos.
Y frente a él
-teñido aún de púrpura caliente-
le ofreciste el oro
de tus viejos preludios
campesinos,
la mirra de tu voz
-como un incienso tierno
y desgranado-.
Le ofreciste también
tu miedo,
tu angustia
y la miseria
de no saber
quién eras,
realmente,
cuando te viste
convertido:
¡eólico cristal!,
¡mélico puro!,
¡cantor de oficio
en la llanura pánica!,
al servicio de Uno
y su familia.
DIÓMEDES. ¿Por qué tanto rigor?
¿Cómo es posible?
¡Oh, Moiras, hermanas de las Horas!,
si mi destino ha de seguir
sin pausa
su caminar adverso
¿qué motivo detiene
vuestra mano
para cortar el hilo
de mi existir doliente?
CORO. Quizá no esté cumplido
el tiempo señalado,
y has de esperar,
paciente,
siguiendo tu costumbre
de escanciar, solitario,
los vinos más amargos.
DIÓMEDES. (Violento)
¿Quién se atreve a juzgarme
sin admitir defensa?
¿Quién eres tú, despiadado enemigo
que perturbas mi sueño?
(Pausa)
¿Te callas?
(Pausa)
¿Por qué motivo enmudeces
ahora?
CORO. ¡Porque yo no soy nadie!
Estás solo en tu casa.
Ni siquiera está Ruma
que se escapó en la noche,
siguiendo su costumbre,
y derrama su aliento
sobre el mundo.
Y han sido tus recuerdos.
Ha sido
tu memoria incansable,
abierta
como una vieja herida,
quien perturbó tu sueño.
Estás solo,
¡solo!
Únicamente soy
el eco de ti mismo,
tu voz
que ha rebotado
sobre el mármol
de tu casa desierta.
¿Lo comprendes ahora?
¡Diómedes! ¡Diómedes!
¿Qué has hecho de tu vida?
(Es la madrugada. Entre la voz del viento en la
llanura, se escucha, levemente, el funeral lamento
de la hiena).
ESCENA II
(Entra Ruma).
RUMA. ¡Diómedes! ¡Diómedes! ¡Despiértate!
DIÓMEDES. ¿Por qué me impides el descanso?
RUMA. Escuché que gritabas y he comprendido que Oniro,
con malos sueños, te maltrata
DIÓMEDES. Porque la noche, ¡dulce hermana de Erebo!, ya sólo es
una puerta que se abre a mis años perdidos.
RUMA. ¡Aparta de ellos tu mirada!
DIÓMEDES. ¿Y cómo podría hacerlos si la melancolía me lo
impide?
(Excitado).
En cambio, para ti la noche es confidente de ~ tu vida.
El camino propicio a tu derroche. ¿De dónde vienes a
estas horas?
RUMA. Me subí tus caballos desde el río. Por una causa
extraña, se niegan a beber durante el día.
DIÓMEDES. ¡Mi discurso de Creto está esperando! Y mientras tú
llegabas me dominó el cansancio. ¡No perdamos más
tiempo! ¡Marchémonos al Agora!
RUMA. ¿A estas horas, Diómedes?
DIÓMEDES. Serán las más propicias para escuchar si tu voz,
poderosa, se aviene con agrado al eco de los
mármoles.
(Ruma, esclavo, hace un gesto de impaciencia
ante la idea de marchar a estas horas al ámbito del
Agora para ensayar el discurso inspirado que
Diómedes ha compuesto con motivo de la divinización
de Creto).
OSCURO
No hay comentarios:
Publicar un comentario