Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

sábado, 3 de septiembre de 2011

829.- MANUEL TERRÍN BENAVIDES


Manuel Terrín Benavides
Nace en Montoro (Córdoba) el 30 de junio de 1931, de familia campesina asalariada; ejerce de niño labores de campo, con paréntesis de escolaridad; se emplea de barquero cuando mozo y estudia luego electrónica aeronáutica, subespecializándose en Equipos de Radar y Microondas, con cursos en Estados Unidos. Está casado, con dos hijos, y reside en Albacete.
Con mil ciento treinta y ocho premios literarios –335 de cuento y 803 de poesía–, ha sido catalogado por los medios de comunicación del pais como el poeta y escritor más galardonado en lengua española, lo que le ha traído muchos sinsabores.
Es Académico de la Real Vélez de Guevara, de Écija (Sevilla) y de la Real y Pontificia de Lérida.
Lleva publicados veinte títulos –dieciseis de poesía y cuatro de narrativa–, todos ellos galardonados nacionalmente, debiendo a este hecho su publicación los premios:

Ciudad de Cuenca.
Dama de Elche.
Ciudad de Guadalajara.
Ciudad de Toledo.
Ciudad de Algeciras.
Otros premios obtenidos a nivel internacional son:

Certamen Julio Cortazar, de Buenos Aires.
Certamen Universidad de Río Piedras (Puerto Rico).
Certamen Liceo Internacional de Cultura de Hollywood.
Certamen Casa de España en Pasadena (California).
Certamen Sao Paulo de Narrativa.
Certamen Sao Paulo de Poesía.
Certamen Hispanófilos de Londres.
Certamen de Santa Mónica (California).
Montoro, ha rotulado una calle con su nombre.

Ganador del Premio «Fernando Marimón Benages» de Poesía del II Certamen Literario Tertulandia.







Monólogo espiritual desde el paisaje

Así, Señor, sencillas y solemnes
son tus manos fecundas y tus hondas
razones, como el verso reflejado de este río
dilatado en su ocaso, como soplo de adelfa
que el corazón me abulta mientras te hablo en silencio
desde el firme penacho de la tierra piadosa.

Yo se, Señor, que estás en todas partes,
hasta en la incertidumbre de los poetas tristes,
hasta dentro del agua
que suaviza con manos temblorosas
los cabellos del junco, pero sólo consigo
ver tu totalidad, tu luminosa
totalidad, tu mundo de silencio tan auténtico,
erguido como estrofa del paisaje.

Señor: aquí contigo
cuando entornan los búhos sus ojos de ruleta,
las montañas emergen, pardas cejas
de tu frente infinita, y yo te ofrezco un hombre
realizado y concreto.
Yo, sobre la potencia de la tierra fecunda,
siento ahora besar el prodigio con labios principales.

Pasan manos de sombra relajada
sobre la piedra y las humildes rosas
de los lentiscos: aves
que vuelan hacia el sur y van dejando
un sacramento nuevo en la campiña
mientras tristes vencejos, goterones
de su noche flotante,
alzan tu poderío cielo arriba,
allá donde los sueños de un poeta se salen de la tierra.

Yo se que nada vale, Señor, este ramaje prodigioso
de la estructura orgánica, que todo es como un gesto
de tu nunca entendida indiferencia,
pero estoy en los pliegues de tu manto redondo y no concibo
la muerte, ni tu muerte, derrumbe de supremas
magnitudes, ni la mía tan leve
que ha de venir cubierta de absoluto silencio.

Todo emerge total, agradecido
de tu cáliz inmenso; hasta la hierba
parece espuma verde de un pensamiento tuyo.

Frente a frente este día, Señor impresionante.

Estas criaturas simples que nunca se analizan
conocen su precisa trayectoria
y yo, que soy razón, que tengo el alma
sentada en el pretil del pensamiento,
hoy no entiendo las causas de la muerte,
de todo lo que es bello y se rompe cualquier tarde.











Alargo el alma para hacerla puente
sobre crenchas históricas de espuma;
alargo el alma en magnitud de suma;
siempre de contenido a continente.
Borro después la línea divisoria
del tiempo y me sorprende el transitivo
reflejo de esas calles y ese altivo
muro crucificado por la historia.
Derrotada la espalda la mentira
nace un lecho de verdes acuarelas.
Arévalo: pilastras paralela
bajo las cuales nuestro honor respira.
Hoy miro el cochinillo, desafío
del arte culinario, grato aroma,
y dulcemente avaro se desploma
el corazón del tiempo sobre el mío.
¡ San Pedro se conducta uniformada
donde un salmo de piedra se refleja!.
Aquí derramaré mi sangre vieja
para hallarla después resucitada.
San Victorino: amor que purifica.
Al alba, cuando Dios abra la puerta
de esta luz infinita, magna oferta,
la eternidad revienta y me salpica.
Cómo brilla la calma, cómo suena
rumor de Adaja y Arevalillo
mientras la tradición del cochinillo
se hace oración bajo la luna llena.
Miro el arte de Arévalo en pradera
donde el cuervo levanta nuevas quejas
donde llanos fecundos son guedejas
rebeldes de una inmensa cabellera.
Lo encuentro entre la escarcha suntuosa
de los corderos, nanas del paisaje,
liturgia con pastoral con homenaje
de espuma que en rebaños se desposa.
Lo encuentro en el trigal que desafía
marítimos naufragios mientras arde
bajo sol que en los brazos de la tarde
repite disciplina de agonía.
Lo encuentro en los cipreses donde pido,
delante de la tumba de una madre,
ser magia de esa tierra cuando ladre
sobre mi honor el perro del olvido.
Arévalo soy yo, Yo, sumergido
dentro de su silencio paralelo
sé que en sus calles se desdobla el cielo
y el corazón de Dios late invertido.
Vivir esta ocasión, darle a la vida
otro significado diferente.
Llegar a Arévalo, elevado puente,
siempre doblando el punto de partida.
Campesinos honestos, espadañas
sobre mar de semblanza amarillas.
Llevan de frente el sol y en las entrañas
almanaques de lluvias y semillas.
Cuando atardece aquí, desde esta altura,
los campos silenciosos, beso llano,
parecen la cubierta de un piano
donde duerme solemne partitura.
Degustar el tostón con reverencia.
Recorrer los caminos del pasado
con paso firme, pero no firmado,
que en esto puede estar la diferencia.
Aquí, sobre el desierto de la pena
donde entierro mi angustia y mi mentira,
artesa soy de amor porque respira
mi boca todo aquello que almacena.
Y aquí, sobre la magia poderosa
del cochinillo, arte y fantasía,
por el don del encuentro de este día
se me abre el corazón como una rosa.
Llegar a Arévalo bajo la magia del Cochinillo

Encierro de Doña Blanca








Memoria sentimental

Porque llueve padre, sobre los caminos
yo escucho tus pasos más cerca que nunca.
La sublime pereza de los olivos viejos
hoy golpea la tumba que te envuelve
como espasmo siniestro, lejos de las montañas
donde ibas rumiando la oblación de la piedra,
más lejos todavía del viento, de este otoño
que deja al descubierto los nidos de los pájaros.
Ayer eran dos manos en los surcos atentas a su origen,
dos manos minerales organizando el campo,
un tránsito de ancianas enlutadas
como alguien de otro tiempo, la piel de las muchachas
coronando un silencio de pudor navegado,
las águilas que hienden sus garras
en la luz del relámpago.
Pero los años fueron pasando
como un galope de caballos que se amontonan
y las puertas de la vida se cerraron
delante de tu paso como una carcajada.
Nadie verá dos veces su camisa nueva
desde la misma playa.
Bajo esta lluvia, padre,
yo convoco tu cuerpo como amor que se tuerce,
este campo sombrío donde entornan los búhos
sus ojos de ruleta. Yo convoco
arbustos que salpican de pájaros el rostro
del firmamento, piedras como altares
simétricos, la luz alcoholizada
de esta tierra manchada de cansancio legítimo,
todo aquello que es bello y se rompe cualquier tarde
para siempre.
Los muertos, padre mío, son rocas incendiadas
en horizontes fúnebres,
piedra plural, beso o golpe de luto
que alienta la anarquía de la madera estática.
Ya no veré tus manos que agitaban la tierra,
tu corazón de lámpara encendida,
aquel hondo desfile de precrucificados
camino de los surcos, del sol de cada día.
No hay solución, buen padre, no hay cobijo.
Los muertos son de Dios pero no tienen patria.
Ya derraman dos pájaros la escarcha del almendro
y los montes son pómulos de tu rostro yacente.
Ya besas el prodigio con labios principales
mientras vagas lejano, detrás de toda historia,
allá donde los sueños de un poeta se salen de la tierra.
Ya los tristes vencejos, goterones
de su noche flotante, levantaron el vuelo
sobre esta lluvia lenta que se duerme
como una música en tu corazón.
Los hombres, padre mío, somos abatideros
que van hacia el ocaso,
arroyuelos que nunca se reclinan dos veces
en la misma ribera.
En silencio partiste, bello mar que refluye
lentamente: tu aroma es lo que queda.
En la tierra has entrado como la luz en el vacío,
pasos profundos abandonando los caminos abiertos.
Si todo acaba, padre, mejor en estos campos
donde crece el olivo de la misericordia,
mejor junto al rescoldo de los surcos pacientes
con la flor del olvido retenida en los labios.
Nadie pudo salvarte. Los cipreses acechan
cada paso distinto:
como cazadores tienen los ojos largos.
Hemos hecho juntos muchos caminos
con los pies decorados
por el esmalte del amanecer.
Hemos visto plumas tornasoladas
en el arrobo de los nidos, una culebra de rosas,
charcos bajo la luna como pupilas frías
y las botas podridas de algún soldado muerto.
Quiero ahora que sepas
que andamos todos con tus pies, que se comparte
la corona de espinas. Mi conciencia
hoy redondea el azulejo frío
de tus cabellos, muda se acompasa
con la flor de la sangre, con la sombra homicida
de este crujido inmenso de la madrugada
abriendo los cerrojos de la ribera opuesta.
Porque llueve, padre, sobre los caminos
yo escucho tus pasos más cerca que nunca.
Hoy ya sé que avanzamos de espaldas al murmullo
y todo se concreta para que amemos lo terrible:
el gato que retiene la noche en las terrazas,
el salmo de la duda, la sandalia
de aquel que un día se levanta malhumorado
y nos echa a patadas de la vida.
Pero eres, padre mío, esa sombra que nadie
ha podido enterrar.
Por eso, mientras llueve,
mientras borra el diluvio la invasión de mis pasos,
yo iré a buscarle tu mensaje al viento
con el alma desnuda.









Ahora que el otoño se reclina en el viento
y los árboles abren su pudor a la tierra
y la lluvia, concurso de lágrimas, entierra
debajo de sus alas la luz del firmamento;

ahora, cuando el alma, desnuda de equipaje,
es lo mismo que un pueblo sin sol que nadie habita
y un pájaro viajero mi nombre resucita
porque también mi nombre se marcha de viaje;

ahora que los muros se han cubierto de hiedra,
borra formas la niebla sobre la piel del llano
y yo, flor sin aroma, sumiso cortesano,
te miro y sólo encuentro una mujer de piedra;

ahora, amiga mía, cuando sólo deseo
darle vida a los besos que guardo en la memoria,
atravesar el patio de mi pequeña historia
y entrar en la penumbra como presunto reo;

ahora que me duele más que nunca la herida
causada por los años colgados en la puerta
de mi casa vencida -para tí siempre abierta-
donde cada mañana se arrodilla la vida;

ahora que los chopos muestran ingenuamente
sus caderas desnudas y los nidos vacíos
quedan al descubierto, silenciosos y fríos
como niños descalzos con su cruz en la frente;

ahora que los ojos, cubiertos de penumbra,
miran el cuerpo amado desde larga distancia,
soy más tuyo que nunca, más luz de tu fragancia,
más hijo de la luna que los mares alumbra;

y espero que se aleje la loba del olvido,
que unas huellas no apaguen el fulgor de otras huellas,
que el fuego de mis manos encienda tus estrellas
cuando caiga el otoño como soldado herido;

y es tiempo de tormentas, de liturgia creciente,
de rezarle a los muertos y olvidarlos después,
de escribir una historia con la pluma al revés
elogiando el pasado porque ya no hay presente;

y te digo mil veces, amiga, que te quiero,
que voy por los caminos con tu nombre en la boca,
que aunque el tiempo convierta nuestros labios en roca
mi mente cada día prolonga tu sendero.




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