Ibn al-Labbana
Abu Bakr Ibn Isa al-Dani, llamado Ibn al-Labbana ('el hijo de la lechera') fue un poeta andalusí nacido en Benisadevi (ahora Jesùs Pobre) (Taifa de Denia) a mediados del siglo XI y fallecido en la Taifa de Mallorca en 1113.
Ibn al-Labbana viajó por todo Al-Ándalus ofreciendo sus servicios como poeta áulico a distintos reyes de taifas. De su primera época data una moaxaja compuesta en honor de Al-Mamún de Toledo. También escribió panegíricos dedicados a los hudíes de Zaragoza y al monarca Mubassir Nasr al-Dawla de Mallorca, donde acabó sus días. Pero sin duda ha pasado a la historia por formar parte de la Academia de poetas de la corte de Al-Mutamid de Sevilla, de la que sólo eran miembros los líricos que habían superado unas difíciles pruebas de destreza en el arte poético. En Sevilla coincidió con Abenámar y Abenzaidún, dos de los mejores poetas de la época. Se ha elogiado la fidelidad de Ibn al-Labbana para con el poeta rey de Sevilla, pues le acompañó al exilio en la cárcel de Agmat (próxima a Meknés) hasta la muerte de Al-Mutamid en 1090.
Su más célebre composición poética es la casida en la que expresa el dolor por la partida de la corte taifal de Al-Mutamid de Sevilla desde el puerto de Triana al destierro tras la conquista almorávide de la ciudad. El poema refleja el canto del cisne de la refinada cultura de los primeros reinos de taifas:
Todo lo olvidaré menos aquella madrugada junto al Guadaquivir, cuando estaban en las naves como muertos en sus fosas.
Las gentes se agolpaban en las dos orillas, mirando cómo flotaban aquellas perlas sobre las espumas del río (...)
La elegía más famosa es el llanto que Ibn al-Labbana dedica al rey Al-Mutamid cuando, junto a su familia, embarca en Triana para el destierro en 1091, tras la llegada de los almorávides:
Mañana y tarde con sus nubes lloran
los cielos a los ínclitos señores,
a los hijos de Abbad esclarecidos;
a los montes altísimos que hoy tienen
demolidos los hondos fundamentos
en los que un día se apoyara el mundo.
Fueron cubil que la desgracia al cabo
pudo forzar, aunque su boca inmune
mantenían sus sierpes y leones;
santuario que tenía a su servicio
las esperanzas, y que ya no tiene
piadoso peregrino ni devoto.
Vacía está la casa generosa.
Huésped, ensilla tu montura; allega
–sostén de tu camino– los relieves.
Parte, nómada, tú que en este valle
quisiste alzar tu tienda. Ya no es tiempo:
las gentes huyen y la mies se agosta.
Y tú, jinete, que montaste un día
caballos que piafaban orgullosos
en fi las a la guerra aparejadas,
depón las armas y el acero deja,
porque has amanecido entre las fauces
del más fi ero león, del más terrible.
Nada se puede hacer contra el Destino
cuando llega su tiempo, y todo tiene
plazo y lugar de muerte señalado.
Antes los poderosos Abbasíes
fueron también desposeídos; antes
Bagdad fue desolada que Sevilla.
Cuanto les fue sagrado defendieron
hasta caer vencidos, y hoy los llevan
amarrados, en fi la, a dura soga.
A lomos de luceros cabalgaban,
y hoy encima los llevan de grilletes,
sólo en lo negro al corcel iguales.
De sus blancas gargantas arrancaron
los petos de sus fi eras armaduras
y en copos de sus cuellos los convierten.
Todo lo olvidaré menos aquella
madrugada junto al Guadalquivir,
cuando estaban en las naves como
muertos en sus fosas.
Las gentes se agolpaban en las
dos orillas, mirando cómo flotaban
aquellas perlas sobre las espumas del río.
Caían los velos porque las vírgenes
no se cuidaban de cubrirse,
y se desgarraban los rostros
como, otras veces, los mantos.
Llegó el momento y ¡qué tumulto
de adioses, qué clamor el que a porfía
lanzaban las doncellas y los galanes!
Partieron los navíos, acompañados
de sollozos, como una perezosa
caravana que el camellero arrea
con su canción.
¡Ay, cuántas lágrimas caían al agua!
¡Ay, cuántos corazones rotos se llevaban
aquellas galeras insensibles!
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