Daniel Florido, nació en Santa Olalla (Huelva), en 1910 y murió el 1º de mayo de 1975.
DANIEL FLORIDO, UN POETA A DESCUBRIR
Hace años, hojeando esa tan ineludible como desastrosa antología en dos volúmenes de poetas onubenses editada sin firma por el Instituto de Estudios Onubenses Padre Marchena, reparé en un autor del que sólo se reproducían dos pequeños textos y una lacónica nota biobliográfica que rezaba de esta guisa: "Reside en Algeciras vinculado al comercio de librería. Ha publicado el volumen poético Mi ruta. Hace crítica de libros en la revista Bahía". Tras la nota, dos sonetos de recia ejecución donde se atisban ciertos rasgos, insuficientes con todo, para calibrar la verdadera personalidad del escritor de Santa Olalla. En la exhaustiva Historia de la poesía en Huelva, firmada por M. Sánchez Tello y J. Baena Rojas su nombre ni siquiera aparece a pesar de ser uno de los timones de la revista mencionada, extremo que ha sido seguido escrupulosamente en los posteriores intentos antólogicos sufridos estoicamente por este provincia.
Nacido en 1910 en una familia obrera, su formación es la de un autodidacta. Como a tantos otros amamantados en los predios del novecentismo (pensemos en Arcensio) se encontró de bruces con el golpe militar del 36 (hasta cuándo habremos de consentir el perverso eufemismo de guerra civil) y es así que tuvo que salir por pies de su pueblo, primero hacia el norte, donde es encarcelado, para acabar en Algeciras, ciudad de la que no saldrá ya hasta su muerte, acaecida en el 1º de mayo de 1975, y donde fundará la revista Bahía junto a Manuel Fernández Mota y Antonio Sánchez Campos, sin duda uno de los referentes de la poesía andaluza en la década de los 60.
Como Jesús Arcensio, con el que guarda tan numerosos paralelismos estéticos como previsibles desavenencias ideológicas, frecuentó poco el estrevejín de las imprentas y sólo publicó pequeñas entregas ya en el último tramo de su vida y que luego recogió postumamente su amigo y mentor Manuel Fdez. Mota en un volumen inencontrable y magnífico titulado De Cristal (Algeciras, 1996), que no llega a las 300 páginas, aunque sabemos que en el ayuntamiento santaolallero se conservan numerosos inéditos a los que sería conveniente echar un vistazo.
La doble mención de Arcensio (triple ya) no es en ningún sentido banal ni gratuita cuando tratamos la figura de Daniel Florido. En ambos encontramos expresamente un espíritu agrario del mundo, que no se manifiesta tanto en la devoción paisajista que ambos profesan sin fisuras, cuanto en la muy similar interpretación que dan del hombre, como humilde e incierto esqueje sobre el que sigue girando la existencia, aquél que no sólo construye con sus propias manos el paisaje, sino que a través de su mirada honda le confiere su sentido. Tanto en Florido como en Arcensio la inmersión en el paisaje no puede ser entendido más que como la re-construcción minuciosa de sus respectivas infancias, vistas desde el destierro y desde la pérdida, de ahí ese cierto aire melancólico y acaso bucólico-existencial con que los dos poetas serranos se enfrentan a sí mismos.
La poesía de Florido, queda dicho, es de tesitura antropocéntrica, con claras coincidencias formales con eso que los críticos han dado en denominar generación del 36, de la que Hernández, León Felipe y Rosales son sus puntales más visibles y paradigmáticos. Con todos ellos (sus estrictos contemporáneos), Florido comparte no sólo una sólida defensa de las formas, sino una zurbaranesca, cuando no machadiana noción de la realidad, donde juegan a la vez realidad y transcendecia, sobriedad y emoción. Florido, un hombre que se sabe desterrado de su niñez y sus campos, que se ve alejado de ese lost paradise mítico en la que se desenvuelve su infancia, que vive en carne propia esa punzante dualidad entre el dolor de la pérdida y la imposibilidad de volver, un hombre, en suma, extraño en un ambiente urbano, con el dolor añadido y omnipresente de la derrota, gusta de recrearse en una humilde piedra, en un árbol cualquiera, en las contumaces abejas, en una estrella errática... para desde ellas echar afuera (acaso echar adentro) ese ser adolorido pero profundamente esperanzado.
Pero lo que nos llama más poderosamente la atención de Florido es su serenidad frente al pasado y su esperanza tranquila frente al futuro. No hay en su obra ni un sólo gesto de resquemor ni de cólera, él que, ya perdido todo, a punto estuvo de perder la vida a mano de los vencedores. Horaciano hasta la médula, Florido aparece en sus versos como un hombre que supo hacer frente con dignidad a la derrota, y jamás se cebó en sus mínimas victorias. Detrás de sus palabras, pocas y grandes, se esconde sin duda más que un buen hombre, un hombre bueno y es ahí donde Florido nos hace reflexionar, donde su poesía se vuelve habitable, necesaria, humanamente plena y conmovedora.
De agradecer, por último, que el ayuntamiento de Santa Olalla, por mediación de su concejalía de cultura, consciente del valor de su poeta fallecido, se ocupe de él, e involucre a los más jóvenes (y no tan jóvenes) en su conocimiento, a través del homenaje que anualmente se le tributa. Un gesto hermoso, qué duda cabe.
Manuel Moya
Anochece...
un vértigo de silencio
suspende los latidos de la vida.
Las distancias anulan dimensiones
invadiendo relieves y presencias.
El nogal se mete en su sombra,
se hace sigilo el rumor del bosque
y un viento de algodones
rellena las trompetas del sonido.
Es la mutación solemne
donde los sentidos flotan
en limbos irreales.
Ahora vendrá la luna
con su grito pálido
y romperá el embrujo.
Volverá el taladro de los grillos,
la sierra de los sapos,
y la sangre detenida
recobrará su curso.
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