Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

lunes, 15 de junio de 2015

ÁNGEL OLGOSO [2.093]


Ángel Olgoso

Ángel Olgoso (Cúllar Vega, Granada, 26 de febrero de 1961) es un escritor español.

Estudió Filología Hispánica en la Universidad de Granada. Miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada y de la Amateur Mendicant Society de estudios holmesianos, Auditeur del Collège de Pataphysique de París, y fundador y Rector del Institutum Pataphysicum Granatensis, donde ha otorgado el rango de Sátrapa Trascendente −entre otros escritores y artistas− a José María Merino y a Umberto Eco.

En 1991 publicó Los días subterráneos, primer libro de relatos al que seguirán en este género La hélice entre los sargazos (1994), Nubes de piedra (1999), Granada, año 2039 y otros relatos (1999), Cuentos de otro mundo (1999, 20032 y 20133 ), El vuelo del pájaro elefante (2006), Los demonios del lugar (2007), Astrolabio (2007 y 20135 ), La máquina de languidecer (2009), Los líquenes del sueño. Relatos 1980-1995 (2010), Cuando fui jaguar (2011), Racconti abissali (2012), Las frutas de la luna (2013), Almanaque de asombros (2013), Las uñas de la luz (2013) y Breviario negro (2015).

Muchos de sus relatos han sido traducidos al inglés, alemán, italiano, griego, rumano y polaco y han sido recogidos en más de cuarenta antologías sobre el cuento, entre las que destacan: Pequeñas resistencias. Antología del nuevo cuento español (2002), Grandes minicuentos fantásticos (2004), Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual (2009), Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (2010), Aquelarre. Antología del relato de terror español actual (2010), Cincuenta cuentos breves: una antología comentada (2011), Antología del microrrelato español. 1906-2011 (2012) y Cuento español actual (1992-2012) (2012).

Está considerado por la crítica especializada como un maestro del cuento, «uno de los autores de referencia del relato breve y fantástico en español», del que se ha resaltado su «capacidad verbal e imaginativa que es una excepción en la literatura que ahora mismo se escribe». En este sentido Irene Andres-Suárez destaca que «la narrativa de Ángel Olgoso constituye un verdadero despliegue de talento, originalidad y perfección y se sitúa en la línea de aquellos autores que no han necesitado cultivar la extensión para ser reconocidos como grandes escritores, me estoy refiriendo a Jorge Luis Borges o a Anton Chéjov, por citar dos ejemplos señeros y, por lo tanto, ya va siendo hora de que se le preste la atención que merece. Al margen de las modas y de las corrientes imperantes, Ángel Olgoso ha sabido forjarse, con tenacidad y exigencia extremas, un mundo propio dentro de la tradición literaria y someter la lengua a su máxima tensión verbal hasta llevarla a su punto de incandescencia. Con ello, no sólo ha conseguido iluminar con una luz distinta los temas que le interesan, sino convertirse en un prosista sobresaliente y en uno de los más destacados autores de cuentos y de microrrelatos de la literatura española actual». Otros han afirmado al respecto que estamos ante «un escritor de la estirpe de Borges y de Felisberto Hernández, de los que poseen una abrumadora capacidad de fabular y de resumir la vida, y sus enigmas, en dos páginas. Estos cuentos, de cuentista estricto, en los que hay una alquímica fusión de realidad y ficción, con ese extrañamiento feliz que redondea las narraciones, dan una idea de su imaginación, de su elegancia narrativa y de sus variados recursos», resaltando que nos encontramos ante «un autor casi secreto y sin embargo deslumbrante», ya que «la obra de Olgoso despide el aroma y el sabor de esa fórmula que creíamos perdida: la felicidad de la pura literatura», debido a que su producción «tiene la capacidad de contarnos cada relato como si sintiéramos que está construido para nosotros, tallado en exclusiva como una piedra preciosa». En definitiva, la crítica literaria se ha hecho eco de que «Olgoso escribe desde la perspectiva de quien percibe la extrañeza del mundo. Lo fantástico, la historia, las mitologías, un lenguaje evocador y exacto que esquilma las posibilidades léxicas del castellano, el eco de autores imprescindibles −Borges, Calvino, Cunqueiro, Kafka, Perucho, Cortázar−, la subversión de las reglas que gobiernan la realidad: todos estos elementos contribuyen a crear una atmósfera donde conviven el estremecimiento y el goce estético», por todo lo que han venido a señalar a Olgoso como «urdidor de un cuidado y original clasicismo, [del que] algunos de sus cuentos han merecido ya la calificación de “obra maestra” en un suplemento cultural». Su última obra, Las frutas de la luna, es para José María Merino «un libro fuera de lo común en todos los sentidos».

En la encuesta que El síndrome de Chéjov realizó a críticos, autores, libreros y editores sobre los libros más destacados de relatos publicados en España entre 2007 y 2012, Ángel Olgoso fue el autor más valorado, junto a Alice Munro y Juan Eduardo Zúñiga.

En 2014 publicó Ukigumo, un libro de haikus que permanecía inédito desde 1992 y con el que retoma el género poético que cultivó en sus inicios literarios de los años setenta.

Además ha colaborado con relatos y crítica literaria en revistas como: Quimera, Nayagua, Litoral, Clarín, Nuestro Tiempo, Letra Clara, Ficciones, Wadi-as Información y Mundo Hispánico, así como en periódicos como: Diario de Granada, Ideal de Granada, La Opinión de Granada y La Vanguardia de Barcelona.

Premios

Entre sus más de treinta premios destacan:

Premio de la Feria del Libro de Almería 1994 por La hélice entre los sargazos.
Premio Gruta de las Maravillas 1995 de la Fundación Juan Ramón Jiménez por Iris.
Premio Caja España de Libros de Cuentos 1998 por Cuentos de otro mundo.
Premio Clarín de relatos 2004 de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles por Estorninos en la higuera.
Finalista del XIV Premio Andalucía de la Crítica 2008 por Los demonios del lugar.
Finalista del XVII Premio Andalucía de la Crítica 2011 por Los líquenes del sueño. Relatos 1980-1995.
XX Premio Andalucía de la Crítica 2014 de relato por Las frutas de la luna.

Obra

Relato

Los días subterráneos. Sevilla, Qüásyeditorial, 1991.
La hélice entre los sargazos. Almería, Instituto de Estudios Almerienses, 1994.
Nubes de piedra. Granada, Reprografía Digital Granada, 1999.
Granada, año 2039 y otros relatos. Granada, Comares, 1999.
Cuentos de otro mundo. Valladolid, Caja España, 1999. 2.ª edición: Los Ogíjares, Dauro Ediciones, 2003. 3.ª edición: Granada, Nazarí, 2013.
El vuelo del pájaro elefante. Granada, Relatos para leer en el autobús, nº 11 Cuadernos del Vigía, 2006.
Los demonios del lugar. Córdoba, Almuzara, 2007.
Astrolabio. Granada, Cuadernos del Vigía, 2007.
La máquina de languidecer. Madrid, Páginas de Espuma, 2009.
Los líquenes del sueño (Relatos 1980-1995). Zaragoza, Tropo Editores, 2010.
Cuando fui jaguar (Bestiario en edición artesanal de J. J. Beeme). Angera (Italia), La Torre degli Arabeschi, 2011.
Racconti abissali, Pisa (Italia), Siska Editore, 2012 (traducción de Paolo Remorini).
Las frutas de la luna. Palencia, Menoscuarto, 2013.
Astrolabio. Granada, TransBooks, 2013.
Almanaque de asombros. Granada, Traspiés, Vagamundos libros ilustrados, 2013.
Las uñas de la luz. Roquetas de Mar, Cuadernos Metáfora, 2013.
Breviario negro. Palencia, Menoscuarto, 2015.

Poesía

Ukigumo. (Edición hispanoitaliana). Granada, Nazarí, 2014.







Ukigumo, de Ángel Olgoso, publicado en la editorial Nazarí, de Granada, 2014.

Ukigumo (nubes pasajeras) está dividido en tres secciones: la primera de medida libre, Kaoru (aroma), la segunda de medida estricta, Akashi (gema) y la tercera de dípticos, Utsusemi (caparazón de cigarra): si las dos primeras aparecen impregnadas de elementos naturales y de la unión del mundo visible con el invisible de las emociones, la tercera lo hace de reflexión filosófica al modo del budismo zen.

“Con estos haikus escritos en 1992 (época en la que aún no era común un género tan delicado e inefable) quise buscar la iluminación a través de la sencillez, de un estilo limpio y austero, de una respiración cadenciosa, de una precisión casi flotante, como esas nubes que nos sobrevuelan mientras se desdibujan con nitidez; a través de una poesía que, sin alzar la voz pero con la conciencia alerta, aspirara a retener el instante más que la secuencia, las pequeñas ondas de la emoción del yo más que de las mareas del alma, a alimentarse de diminutos asombros, de las sorpresas de la naturaleza vislumbradas de pronto y que sacuden el momento vivido” (Ángel Olgoso).
Como si de un ikebana o de un origami granadinos se tratara, apunta la editorial, fusión singular entre Oriente y Occidente, Ukigumo se edita al fin -en edición hispanoitaliana- y pone al alcance de los lectores la plenitud expresiva en tres breves versos, cuyo sentido reverbera luego transmitiéndonos la auténtica palpitación de nuestra frágil existencia.

KAORU (aroma):

Nada queda de la sublime pureza
en la feria de lo real.
Nubes multiformes se estiran arriba.


..


Tordo.
Disparo de un cazador:
átomo de plumas.


..


Perfectos como la trabazón de las estrellas
son los dibujos
del pulido caparazón de un caracol.

..


AKASHI (gema):

Desde las nubes
una nube nos mira
a la deriva.


..


Se ha movido
un poco, y sin viento.
Espantapájaros.


..


Olvida al hombre,
mira la gentil nube,
y entenderás.


..


UTSUSEMI (caparazón de cigarra)

Sesteabas y hacías volar piedras planas sobre el agua;
pero el verano se ha ido, huérfano de infancia.


..


Los muertos velan el cadáver del vivo
en el féretro de la noche dilatada.


..


Círculos en el agua, trazos en la arena,
surcos en la almohada. Vida invisible.


..




El eco atropellado
de la lejana tala de árboles
se pisa la cola.



La lluvia no suena si no golpea sobre algo,
una mujer sin su piel no está desnuda.





Todo es perecedero.
Hasta el dolor del deseo
se abonanza.





Cuando intentas conocerla,
la nube no es más que una nube,
y se disipa.





La uva no conoce el vino que destilará.
El vino no conoce la uva que habitaba.





La luz del sol
embiste la escarcha
con risa crujiente.





Hojarasca otoñal:
arces pelirrojos, rubicundos álamos.
Melancólico esplendor.





Huellas inciertas, misteriosas,
emergen bajo la nieve primaveral
en senderos olvidados.





Igual que un murmullo
verde y desflecado,
así es el sauce.





Una palpitación, una esencia,
un eco súbito, un piadoso destello
de lo que ha sido amado.





La luna tiembla sumisa
en el charco
pisado por un perro.





El eco en el viejo puente del desfiladero
existe, pero nadie que lo escuche.





Límpida serenidad universal.
El silencio de las noches de verano
es fragantemente azul.





Tu destino: salto de agua
que se zambulle en un remolino
y se desvanece en una neblina pasajera.





Cerezas montaraces,
gotas de sangre relumbrando
abigarradas.





Los muertos velan el cadáver del vivo
en el féretro de la noche dilatada.





¡Cuánta belleza,
brizna de hierba sin nombre,
pobre y diminuta!





Entre las nubes
el sol, zahorí celeste,
busca tesoros.




Seis microrrelatos 
Por Ángel Olgoso 

LA MUJER TRANSPARENTE

La mujer se desnuda, unta de miel todo su cuerpo con minuciosidad, se revuelca a conciencia en un montón de trigo dispuesto en el pajar, recoge parsimoniosamente los granos pegados a la piel, uno por uno, y elabora con ellos una sabrosa torta que dará a comer al hombre cuando regrese. Con la leña del horno arden también pasadas aflicciones y crueldades, se queman una vez más temores y egoísmos, las lágrimas estallan de nuevo entre chispas esparciendo un fragante aroma que perfuma la casa como si fuese incienso. Los ojos de la mujer, vigilantes y esperanzados, se dirigen a la entrada y su corazón late con una fuerza que parece ensanchar las puertas. Se ha soltado la cinta del pelo y ha adornado la mesa con flores en torno al pastel incitador. Cuando el hombre llega, pasa ante la mujer sin detenerse y sin mirarla, anunciando que viene comido.



EL ESPEJO

El barbero tijereteaba sin descanso. El barbero afilaba una y otra vez la navaja en el asentador. Clientes de toda laya acudían al local, abarrotándolo. El barbero manejaba las tijeras, el peine y la navaja con velocísimos movimientos tentaculares. Ser barbero precisa de unas cualidades extremas, formidables, exige la briosa celeridad del esquilador y el tacto sutil del pianista. Sin transición, el barbero despojaba a la nutrida clientela de sus largos mechones, de sus desparejas pelambres, señalizaba lindes en el blanco cuero cabelludo, se internaba en sus orejas y en sus fosas nasales, sonreía, pronunciaba las palabras justas, apreciaciones que sabía no serían respondidas, mientras los clientes miraban sin mirar el progreso de su corte en el espejo, coronillas, nucas, barbas cerradas, sotabarbas, patillas de distinta magnitud, luchanas, cabellos que planeaban incesantemente en el aire antes de caer formando ingrávidas montañas: el barbero nunca imaginó que el pelo de los cadáveres pudiera crecer con tanta rapidez bajo tierra.



LOS BAJÍOS

Se untan con pomadas para cicatrizar las terribles grietas que deja en su piel la humedad constante y reblandecedora. Frotan sin piedad sus uñas con estropajos y perfuman su cuerpo con artemisa y lavanda para enmascarar el hedor a pescado. Toman infusiones con miel para suavizar sus destrozadas cuerdas vocales. Pero el efecto es poco duradero: ningún emplasto las libra del dolor de garganta, de las profundas estrías, del sabor submarino a algas que prevalece sobre cualquier empeño. Y, rendidas, vuelven disciplinadamente a su ocupación, como bestias uncidas al yugo, como esos niños con las orejas clavadas al banco de trabajo en la fábrica, regresan a su puesto en esta isla rocosa sin discutir la índole de su tarea, doce horas con el agua hasta la cintura, absortas entre las piedras infestadas de minúsculos cangrejos, percebes y pulgas de mar, en compañía de los cormoranes, de las flagelaciones de espuma, de la rutinaria pesadilla de las tormentas, del gemido agónico de los ahogados, siempre ojo avizor tras cualquier barco que cabotea cerca o hace ondear las velas, las grímpolas y las flámulas, llorando en silencio, soñando con subir a bordo y escapar lejos de estos bajíos, surcar las aguas crestadas de blanco hacia no importa qué país, perderse tierra adentro en un bosque de hayas, en un desierto quemado por el sol salvaje, en una atronadora ciudad, en las herbosas laderas de una montaña. Mientras tanto, la sombría marea baja les absorbe la vitalidad y sienten que su piel se va apagando como la de un lagarto que acabase de morir, ya no es más que un manchón de plata, con largos cabellos apresados en salitre y esa pronunciación de escamas abajo. Sin embargo, a pesar de todo, aún cantan con exquisita dulzura, quizá lo hagan al dictado de arcaicas servidumbres, pero cantan sin parar, aún cautivan, aún entonan promesas que atraerán irresistiblemente a marinos incautos.



ÁRBOLES AL PIE DE LA CAMA

Volvía del trabajo, al anochecer, cansado, casi enfebrecido, cuando se me ocurrió que me gustaría ser un animalillo silvestre, que sabría administrar esa vida simple, limpia de la confusión y el alboroto de las preocupaciones, que podría acomodar con facilidad mi conciencia a ese estado ideal. Como una bendición, alguien, lejos de escamotear mi deseo, me dio la forma de una criatura peluda y diminuta y me soltó en el bosque. Era, como vi después, una vida descorazonadora: no sentía interés por otra cosa que no fuera acarrear alimentos, avariciosa e infatigablemente, hasta mi agujero al pie del tronco de un árbol podrido; los límites de cada territorio desencadenaban continuos litigios entre los habitantes de la fronda; las voces de los pájaros me ensordecían; los parásitos habían invadido mi pelambre; los apareamientos resultaban tan gravosos como los espulgos; y mis ojos revolaban de pánico en sus órbitas cada vez que presentía a los rapaces. Aquel desconsuelo, por fortuna, no duró demasiado. Un día se acercó con sigilo un trozo de oscuridad y, aunque husmeé su hedor a distancia y oí luego las pisadas y los furiosos ladridos, apenas tuve tiempo de entrever sus dientes cerrándose sobre mí.



LOS BUENOS CALDOS

En la anochecida, cuando el extraño pasó a nuestro lado, le abrimos el cráneo con el grueso sarmiento que usamos en estas ocasiones. Un solo golpe, certero y sin rabia, nada más. El sombrero que el desconocido llevaba requintado en la cabeza rodó como a diez pasos. Mi hermano lo levantó del almagre y se lo puso en la suya. Sería un buen año aquel. Encendimos el candil. Su luz hizo rebrillar las palas. Nos remangamos y estudiamos con curiosidad el cuerpo durante unos segundos antes de enterrarlo al pie de una cepa, primorosamente, bien encamado en la hondura, como manda la tradición en vísperas de vendimia, para que su sangre retinte las uvas, para que su cecina nutra las raíces y rice los pámpanos, para que sus huesos den vigor a esta tierra requemada por la calígine y pongan a crecer el viñedo hasta que corran los jugos, nobles, únicos, virtuados por su secreto fermento.



LA QUINTA EXTINCIÓN

El asteroide se aproxima a un pequeño planeta. Magnífico en sus dimensiones y en su velocidad vertiginosa, se ha ido desbarbando durante miles de años y sólo ahora el azar le permitirá morir, golpear la corteza del cuerpo verdiazul con una determinación suicida, con un apocalíptico bramido que se propagará al instante a través de su atmósfera. Pero, contra toda lógica, desviado paulatina e imperceptiblemente de su trayectoria, el asteroide roza, sobrepasa el punto de mínima distancia y escapa de la atracción del planeta. Después su estela se pierde en el vacío, en dirección a los sargazos de viejas nebulosas. Para los seres del pequeño planeta no ha sido más que un brevísimo destello, un parpadeo a destiempo, el latido de una vena en la frente del cielo. Ajenos al peligro, indiferentes al artífice de otro posible destino, los dinosaurios no interrumpen sus premiosas luchas, pastan o devoran, procrean, persisten como amos en su mundo armónico, silencioso e inabarcable, mientras los diminutos mamíferos que huronean y se ocultan entre las grietas nunca tendrán la menor oportunidad.







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