Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

jueves, 15 de enero de 2015

RAFAEL RUIZ SERRANO [2.055]


Rafael Ruiz Serrano 

Nace en Cabra (Córdoba) en 1955. A los 5 años se traslada con su familia a Madrid, donde cursa la enseñanza primaria en el ya desaparecido colegio de los Escolapios situado en la calle Donoso Cortés. Tras la muerte de su padre, regresa a su pueblo natal. Cursa el Bachillerato en diversas localidades de la provincia de Córdoba. Realiza estudios de Filología Románica en las Facultades de Filosofía y Letras de Córdoba y Valladolid. Es, desde 1980, profesor de Lengua y Literatura. Ha impartido clases de esta especialidad en diversos centros educativos de Andalucía. Actualmente tiene su destino en el Instituto de Secundaria Luis de Góngora de Córdoba.
Es autor del poemario titulado Los amores y las vidas, publicado en 2013 por Detorres Editores. Con anterioridad, había publicado parte de su obra poética en antologías y revistas. Es autor de artículos y colaboraciones en revistas literarias, entre los que pueden citarse El olivo en la literatura, Elogio de la lectura, Un paseo literario por Córdoba, Prensa y Literatura, y Guía de lectura de La Feria de los discretos de Pío Baroja. Ha impartido cursos de formación para el profesorado sobre didáctica de la Lengua y la Literatura, publicado materiales para el curriculum de Lengua y Literatura Españolas
del Bachillerato, y colaborado en los cursos de Verano de la Universidad de Córdoba.



A la niña del espejo

A veces veo el rostro de una niña,
dormida al otro lado del espejo.
Tal vez sea aquella niña que tú fuiste,
que espera tu regreso.
Y sé que cuando vuelves, y te mira
desordenarte con cuidado el pelo,
sonríe con ternura y te pregunta
qué ha sido de sus sueños.
Dile cuando la veas que no se vaya,
que ella y tú formáis parte de mi vida,
que algunos de esos sueños se cumplieron.
Que sueñas todavía.
Que no soy el príncipe ni el dentista,
que según la canción te merecías,
pero en cambio, te he dedicado enteros,
mis noches y mis días.




A las orillas del Duero

A Pablo Vizcaíno Ruiz
(Para releer el 24 de febrero de 2029)


Por si al llegar ese día
ya no estoy, o estoy muy lejos,
por si mi memoria entonces
se ha extraviado en el tiempo,
por si mis ojos ya son,
en los tuyos, un recuerdo
impreciso y fugitivo,
en esta tarde de invierno,
para que te duermas pronto,
te voy a contar un cuento:
Érase una vez un rey
(en realidad, era abuelo,
pero por nada del mundo
se cambiaría el empleo).
Con el rey había un niño,
tan pequeño, tan pequeño,
que a hombros aquella tarde
lo llevaba de paseo;
y mientras se paseaban
como antiguos caballeros,
no por un parque temático,
sino a la orilla del Duero,
el niño, poquito a poco,
entre el calor y los cuentos
que el viejo rey le contaba,
se fue quedando durmiendo.
Su abuelo no se atrevía
a respirar; pero al verlo,
tan inocente y feliz,
quiso detener el tiempo.
Y se sentó junto al río
a contemplar a su nieto;
el río apenas corría;
el aire se quedó quieto;
y hasta el sol de agosto quiso
templar un poco su celo.
Mientras el niño dormía,
-Dios sabe si en aquel sueño
montaba el Cid una moto,
para conquistar un pueblo;
o san Saturio guardaba
su tractor en el convento;
o el pirata Sisebuto,
escapado de otro cuento,
navegaba río arriba
espantando a los conejos;
o aquella niña tan guapa
venía a darle otro beso
por cederle su columpio,
como todo un caballero;
o las campanas de Soria,
que sonaban a lo lejos,
eran la sirena antigua
del carro de los bomberos-.
Bueno, pues como decía,
el niño estaba durmiendo;
y su abuelo, conmovido,
recordó a un hombre bueno,
que por allí paseaba,
hacía mucho, mucho tiempo,
que se llamaba Machado,
que era poeta, y maestro,
y que al escribir ponía
el corazón en sus versos,
que cantaban a la vida,
y que al ver de un olmo viejo
brotar una nueva rama,
tomó nota en su cuaderno,
sabiendo, como poeta,
la explicación del misterio:
la vida es el tenue lazo
entre lo viejo y lo nuevo.
El abuelo, emocionado,
volvió a mirar a su nieto,
y sintió la dulce pena
de ser como el olmo viejo.
Y él también quiso anotar,
imitando a su maestro,
lo que sus ojos veían,
para salvarlo del tiempo:
la belleza de la tarde,
el azul limpio del cielo,
el sol tibio entre los pinos,
el aire puro y sereno
de un paisaje castellano
con trigales de oro y fuego...
…Y la cara de aquel niño,
que al escuchar otro cuento,
de princesas y dragones,
de piratas y guerreros,
como hoy, se quedó dormido,
y soñaba, sonriendo.
Como no tengo otra forma,
para explicar lo que quiero,
envuelto, como un regalo,
te dedico este recuerdo.
En Soria, agosto del doce.
A las orillas del Duero.





Confidencia

...agnosco veteris vestigia flammae
( Eneida, IV)

Lo sé, lo sé, pero mi rostro finge
oír una noticia inesperada;
Lo sé, lo sé, porque tus ojos brillan
otra vez al llegar cada mañana.
Pensabas, me dices, con ese miedo
que se parece tanto a la esperanza,
estar a salvo ya de la tormenta
y el naufragio, en aburrida calma,
si no feliz, al menos protegida
de aquel dolor que destrozó tu alma.
Pero el tibio refugio que de olvido,
soledad y renuncias levantaste,
para ocultar al mundo tus heridas,
se te antoja de nuevo insoportable;
y vuelves a reír, y tu sonrisa
ilumina tu rostro por la calle;
y a veces también lloras, pero el llanto
tiene algo de dulzura inexplicable;
y vistes otra vez de mil colores,
y esperas impaciente cada tarde.
Reconoces aquella vieja llama,
que pensaste extinguida por el tiempo,
y adviertes cómo crecen sin medida,
uno a uno los vestigios del incendio.
Regresas a la súbita alegría,
A la risa, al temor, al desaliento,
y sientes que otra vez cada mañana
te sonríen los cómplices espejos;
y disfrutas de nuevo de estar viva,
de par en par el corazón abierto.




Derribo

No es posible pasear por estas calles,
sin encontrar su seca dentellada:
el doloroso hueco de una ausencia,
en lo que fue una casa.
Con la vana tenacidad de un náufrago,
viejas huellas se aferran a la vida:
papel pintado lleno de tristeza,
donde durmió una niña…
Absurdos azulejos en el muro,
verdes, ocres, añiles desteñidos,
rememoran espacios habitados,
que hoy son puro vacío…
Nostálgicas, vacías alacenas,
que guardaron tal vez en otro tiempo,
cartas de amor, alhajas familiares,
domésticos secretos…
Cables cortados, reptan impasibles,
en busca de unas lámparas ya muertas,
roídas losas cercadas por la hierba,
muñones de escaleras…
¿Quién habitó estos patios desolados?
¿Qué fue de su futuro y sus proyectos?
¿En qué escombreras vagan, insepultos,
fantasmas de sus sueños?





Desconocido

¿Quién eres tú, que cada vez más viejo,
a veces aburrido, otras huraño,
miras mi rostro como el de un extraño,
cada día al otro lado del espejo?
¿Qué quieres de mí, lánguido reflejo,
que en mis ojos se apaga año a año,
y no sé si es verdad o puro engaño
ese gesto entre curioso y perplejo?
Eres distinto y a la vez el mismo,
que aquel niño de ojos asombrados,
que te creyó salido del abismo.
¿Qué mágico y preciso mecanismo
uno a otro nos tiene encadenados?
¿Cuál de los dos es un tenue espejismo?





Madrid, octubre de 1963

...la voz deseada
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.
J.L. Borges


Es el tiempo de entonces como un río,
de lejanas orillas
y mansas aguas, casi detenido,
del que apenas emergen los recuerdos
un instante fugaz,
para hundirse de nuevo en el olvido.
Busco tu rostro y sé que me traiciona
la memoria de fotos familiares,
de bordes troquelados y amarillos,
que mi madre guardaba como prueba
de otro tiempo dichoso, ya perdido,
y que a veces nos mostraba en silencio,
con la emoción de un rito.
Pero conservo intacto
el eco de tu voz,
y el firme y tibio tacto de tu mano
sujetando la mía,
guiándome por la ciudad inmensa,
como a través de un hosco laberinto,
esquivo y cotidiano,
padre, como si hubiese sido ayer,
y hace ya… cincuenta años.
Vuelvo a Madrid, a visitar tu tumba,
y es de nuevo un octubre del pasado,
y el día es triste y gris,
y aquel niño que yo era,
las ilusiones y el cabello canos,
soñando todavía que regresas,
vaga perdido en busca de tu mano.





Miradas y sonrisas

El desconocido de vino triste,
que en la barra de un bar está contando,
con voz entrecortada y cavernosa,
su historia de fracasos.
Y un instante, sus ojos se iluminan,
al mostrar con orgullo unos retratos.
La mujer fatigada y silenciosa,
la mirada perdida,
que regresa en el metro del trabajo.
Y de pronto parece pensativa,
como si hubiera recordado algo,
y esboza una sonrisa.
El africano que arriesgó su vida,
y en el semáforo, cada mañana,
ofrece en vano humildes mercancías,
por todos ignoradas.
Y a pesar de todo, mantiene el gesto
sonriente en su mirada.
La anciana solitaria,
que una tarde soleada y apacible,
en un banco de un parque,
tal vez añora tiempos más felices,
mientras oye unas voces juveniles.
Y sin embargo, ríe.
Y yo voy anotando en mi cuaderno,
como un coleccionista,
esos instantes llenos de ternura,
rescoldos de una vida fugitiva,
antes de que se apaguen para siempre:
Miradas y sonrisas.




Mortal y hermosa

Que a las leyes de flor está sujeta
(Francisco de Quevedo)


Es verdad que la muerte nos avisa
de su triunfo final en cada cosa
que miramos, desde la pobre rosa,
manoseada en mil versos, que una brisa
puede secar, a la fugaz sonrisa
complaciente de una mujer hermosa.
Y que por todas partes nos acosa
la arena de un reloj que cae deprisa.
Que casi sin vivir la primavera,
se nos va acabando la edad madura.
Que la vida no es más que una quimera.
Es cierto, don Francisco, la hermosura
es vana, es fugaz, es pasajera,
¡Pero nada la iguala mientras dura!




Para ir tirando

Conversar por teléfono con Pablo.
Ver cómo se va quedando dormida
muy lentamente, Blanca entre mis brazos,
al escuchar la misma melodía
con la que dormía a su madre hace años.
Salir de vacaciones con mis hijas,
y aceptar que se hayan ido marchando,
con orgullo y con melancolía.
Despertar y saber que está a mi lado;
compartir su tristeza con la mía;
pasear juntos cogidos de la mano,
y ver pasar mansamente los días.
Una cerveza fría en el verano,
con mis amigos de toda la vida.
Perderme a veces solo por el campo.
Mis libros, mis recuerdos, mis heridas,
Las cosas sin valor que quiero tanto,
que me esperan calladas y tranquilas,
en un rincón secreto de mi cuarto.
Como veis, solo son cosas sencillas.
Pero a mí me bastan para ir tirando.






Poesía

Igual que una vestal pisoteada,
permanece escondida y silenciosa.
Pero a veces, renace inmaculada,
y de nuevo, como una antigua diosa,
por sus secretos fieles invocada,
se yergue intacta, fatal, majestuosa,
y en el milagro súbito de un verso,
de pronto, nos descifra el universo.




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