Ignacio Gutiérrez Torrejón
Cádiz. 1980
Poeta. Periodista y redactor.
Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Cádiz.
Licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas por la Universidad de Cádiz.
Master en Periodismo y Comunicación.
Fundador, editor y redactor de la revista E330 (desde el 2006 hasta el 2007).
Ha publicado el poemario: Isolagnosis (Ediciones en Huida, 2013).
Nos perdimos cerca de las espinas doradas
Nos perdimos cerca de las espinas doradas,
donde los últimos rayos pintaban el cielo
y el azul se convertía en morado y el rojo
se expandía hasta ser blanco y casi transparente.
Sin saber todavía lo que significaba
-el recuerdo del barro de la orilla del lago
y algo que después nos dijeron que era humedad-
empezábamos a cansarnos de nuestros juegos.
La tarde caía y se enterraba muy profundo
y ella tenía el pelo lleno de gotas de agua.
Nos perdimos cerca de las espinas doradas,
pero ella no hacía más que reírse y reírse
y se tiraba al suelo y se manchaba la ropa
sí yo decía: ponte el abrigo, ya refresca.
Y abría la boca al mismo tiempo que cantaba
un extraño pájaro, lejos, donde los árboles.
Y cerraba los ojos y el cielo se apagaba,
y abría la boca y podía escuchar hasta las nubes,
que parecía que bajasen hasta nosotros
mostrándonos un camino que no conocíamos.
Nos perdimos cerca de las espinas doradas.
Se acercó, me cogió la mano y nos alejamos,
fíjate, muertos de risa sin saber por qué,
pero completamente muertos en cualquier caso.
Y subíamos por escaleras de algodón
aunque abajo ella gritaba como un animal,
con los ojos en blanco, y yo la zarandeaba
para que lo dejase, porque cuando hacía eso
los días y las noches transcurrían muy rápido
y en sus ojos veía algo que me daba miedo.
Nos perdimos cerca de las espinas doradas,
donde el reflejo de la luz del sol sobre el agua
se mezcla con el olor de la tierra mojada
y esperábamos, con los tobillos enterrados
en la orilla, como esculturas abandonadas.
Pero alguien se acercaba con una hoz en la mano,
alguien que pertenece y no pertenece al lago.
Y ella le esperaba con miedo y aunque venía
y nunca llegaba, la emoción se convertía
en eterna cerca de las espinas doradas.
De Isolagnosis. Ediciones en Huida (2013).
Ella dice: había algo afectivo entre nosotros
Ella dice: había algo afectivo entre nosotros,
pero no de amantes, tú eras mi hermano.
Nos cruzamos en una tienda
mientras yo elegía un vestido.
Habían pasado cinco años.
Él dice: recuerdo que cuando abriste la puerta
algo se paró en mi consciencia.
Luego, entraste y hablabas con gente,
fumabas y apoyabas el codo sobre tu mano.
O yo era tu perro o tu mi gato,
pero no estábamos enamorados.
Primero vi tu mano, después tu jersey morado.
¿Sabes que nunca hablas de tu viaje por Europa?.
Y la semana pasada me crucé con ella.
Apenas pasó por mi lado
me preguntó por ti, me dijo cómo te va,
y era su boca la que se movía.
Y nada, nada. Nos montábamos en el tren
y veíamos pasar los árboles desde la ventanilla.
Tu amiga. La que nos encontramos la otra noche.
¿Fátima? No está bien. Ha ido al médico.
Tan, tan, tan blanca y tan delgada.
Solo viéndola andar
sabía yo que le pasaba algo.
Te hizo tss tss tss cuando vio que me abrazaste.
Se tropezó con los tacones
y hablaba como una borracha.
La pobre. Y son esas las chicas que te gustan.
Caminaba a la deriva como un barco flotando en absenta.
Nunca pasó nada, nunca pasó nada.
Nunca te dije que me guste.
La luz del farol parecía tranquilizarla
pero algo desde el túnel la llamaba.
Un día me dijo que por qué no subía a su casa
y a mí se me tropezaron las palabras.
Decía: ya he cumplido mi año de amor.
O “antes quería disfrutar y experimentar,
con una primera impresión me bastaba”.
Pero miraba para atrás
cuando lo decía y era como una rueda
o un infierno. Como el pasado y el futuro
mezclados en un mismo punto.
Como Sísifo cargando una piedra.
Y conocimos a unos chicos franceses que quisieron
acompañarnos el resto del viaje.
Y nos hicimos amigos.
Y luego ella se alejaba y se metió en un túnel,
se quitó los tacones y caminó descalza.
Es un atajo hacia su casa.
Se sentó y agachó la cabeza
y uno de ellos estudiaba cine
y quería rodar un corto
y que participásemos nosotras,
y se pasó todo el viaje hablándome de películas
y contándome historias mientras me acariciaba la mano.
De Isolagnosis. Ediciones en Huida (2013).
Lo misterioso y lo desconocido circundan
el conocimiento.
Como llegar a una ciudad
por primera vez. Sus calles,
la plazas o un escaparate,
van cerrando significados
y equivalencias. Y el trazado
parece el discurso incoherente
de alguien que en sueños
habla, habla y habla y describe
imágenes que no existen.
De Isolagnosis. Ediciones en Huida (2013).
Hace ya demasiado tiempo.
Hace ya demasiado tiempo,
tanto que ni podemos recordarlo,
que el pájaro no regresa a nuestro jardín.
Su imagen solo está presente
para los árboles tricentenarios
o para el niño que recuerda algo muy lejano;
para la tierra o para el cielo,
para quien descubre y aprende a mirar
y la luz del cielo le alumbra y le ilumina
y sentado en el suelo mira,
con las rodillas manchadas de barro,
a un grupo de hormigas que transporta alimento.
Los ojos que impulsan la vida
caen sobre aquellos que esperan la muerte,
sobre aquellos que agarrados al amor confían,
para limpiarse pies y manos,
en la eterna y única corriente.
Manchados de barro por acariciar el mundo,
como el aliento del cordero
que confuso predice la tormenta,
los ojos que impulsan la vida
caen dulcemente sobre la llanura
esperando a que despierten las hojas dormidas.
De nuevo hormigas, pero esta vez observadas por un niño que mientras sus padres fuman y beben alcohol con amigos, se aleja poco a poco de ellos, y de su influencia, para descubrir el mundo con sus propios ojos y con sus manos. Casi por primera vez en su vida ha descubierto y una hilera de hormigas que trasporta alimento y las ha seguido hasta su refugio: el hormiguero. Con un palo está destrozándolo, pero no con odio, ni ira, ni maldad. Solo por curiosidad, para saber qué ocurre. Y las hormigas suben por el palo y llegan hasta sus manos. El niño las aparta con cuidado y descubre que no le dan miedo. Cuando se levanta tiene las rodillas manchadas de barro.
De Isolagnosis. Ediciones en Huida (2013).
Una visión sobre el mito de Orfeo y Eurídice.
La extraña y melancólica canción
ablandó el corazón de los demonios
y, por única vez,
al menos hasta donde conocemos,
hizo llorar a los tormentos.
Canciones de un domingo adormilado.
En cambio, son muchos quienes opinan
que los dioses no le entregaron
a su amante porque les pareció
que se mostró cobarde,
como buen citaredo,
y no fue capaz de perder la vida
para volver a estar junto a Eurídice.
Las esquinas que doblan pensamientos.
Las sicológicas esquinas
que no conocen la piedad
ante una súplica humana.
Esa tarde colgaba de mi brazo
como una carpeta
y caminábamos bajo la lluvia
hacia el metro que la dejaba en casa.
Algunos meses antes
sus zapatillas reposaban
sobre un tronco calentándose al sol.
Si abría los ojos veía
su bolso y sus gafas,
su cuerpo como una montaña
que impedía ver parte de los edificios.
Bebiendo limonadas,
tumbados a orillas del río,
quería meter los pies en el agua,
miraba para abajo y decía
“yo sólo pretendía”
o “lo único que yo buscaba”.
No valgo para mucho más.
No valgo para mucho más.
No valgo para mucho más.
Pero eso sería demasiado triste.
Sucumbió a la mordedura de una serpiente en un tobillo.
Sin mirar para atrás, yo dije:
“a lo mejor hay una jeringuilla”.
Y ya nos entró el miedo
y dejamos de andar descalzos
por el césped. Era verano.
¿Recuerdas lo qué decían nuestros padres?
No caminéis descalzos
por la arena caliente,
puede haber jeringuillas enterradas.
Entonces, siempre será peligroso.
Seré viejo y siempre
habrá algo escondido.
Recitando sus últimas palabras
bajé las escaleras buscándola
y eché un vistazo en el andén.
Cerbero conteó abiertas sus tres bocas
y la rueda de Ixión se paró con el viento.
Me giré asustado pensando
que no estaba.
Pero terminaba el invierno
y caminábamos bajo la lluvia
hacia el metro que la dejaba en casa.
Luego la historia ya está escrita.
Tanto en las hojas muertas y húmedas
que el barrendero amontona,
como entre las ramas secas de un árbol
frente a la fachada de un edificio
-algo esconden que nos preocupa a todos.
Tienes buen oído, yo sólo escucho
los pájaros silbando en mi ventana
cuando todavía estoy dormida
y, a veces, un bullicio.
Cuando sueño contigo.
Cuando sueño contigo
abro los ojos incómoda.
Como aquella vez en la que estaba
cerca de un bosque y escuchaba
algo así como una flauta.
Te veía jugando en los arbustos
y cuando miraba de nuevo
ya no estabas. Reaparecías lejos.
Yo te seguía. A mis pasos,
las ramas, rotas, crujían.
Sentía un escalofrío en el pelo
y luego venían a por mí, deslizándose,
y yo creía que me mataban, que me moría.
El día anterior habíamos visto a un hombre
durmiendo justo donde
nos gustaba tumbarnos.
Parecía un vagabundo, estaba sucio.
Para ellos no era un hombre afligido,
era un citaredo.
Orfeo bajando a los infiernos para pedir que le devuelvan viva a Eurídice muerta. Parece un sacrificio grande, un esfuerzo ejemplar. Orfeo, por amor, es capaz de llegar al lugar más tenebroso del planeta y recuperarla y, por amor, la pierde de nuevo. No fue capaz de realizar el sacrificio eterno. Si solo quería estar junto a Eurídice, la muerte hubiera sido su consuelo, pero quería algo más y no estaba dispuesto a perderlo. Luego, de regreso a su aldea, se sintió, lógicamente, conflictuado por presiones que venían de muchos lados y que sus vecinos simplificaron en la pérdida de Eurídice cuando ya apenas recordaba a Eurídice. Bajar las escaleras del metro es como bajar al infierno y su motivo es igualmente dramático. La muerte de Eurídice por la picadura de una serpiente tiene otro significado.
De Isolagnosis. Ediciones en Huida (2013)
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