Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

sábado, 19 de febrero de 2011

RAFAEL SUÁREZ PLÁCIDO [264]



Rafael Suárez Plácido 

Sevilla. Nació en 1965 y falleció en 2015. 
ha compartido su vida entre el verano grancanario y la primavera sevillana; entre la playa de San Lorenzo, en Gijón, y la sierra de Huelva. Licenciado en Filología Hispánica.

Fue un escritor tardío porque siempre prefirió dedicar la mayor parte de su tiempo a la lectura. Un auténtico devorador de libros, se especializó en poesía, pero también, especialmente en los últimos años, en filosofía. Rafael Suárez Plácido, sevillano, ha muerto tras una complicada intervención quirúrgica.

Su tardía vocación por escribir, aunque más correcto sería por publicar, se tradujo en dos libros: El descubrimiento del Bósforo (2008) y Simulacro (2013). Antes había ejercido activamente la crítica literaria en revistas como Clarín (Oviedo), Turia (Teruel), El Cuaderno (Oviedo), Cuadernos del Matemático (Madrid) y Beta (Córdoba), y en las revistas digitales Clarín Digital, Estado Crítico, Tinta China, Papel-literario y Literarias. Fue codirector de la revista cultural Hwebra y durante un tiempo publicó reseñas en El Correo de Andalucía. Licenciado en Filología Hispánica, era profesor en un instituto sevillano de secundaria.

Viajero impenitente, invirtió su tiempo en frecuentes desplazamientos a Canarias, donde pasaba habitualmente el verano, aunque siempre estaba en Sevilla en primavera. La playa gijonesa de San Lorenzo y la sierra onubense de Aracena fueron otros de sus escenarios favoritos.

Era de ese tipo de personas dedicadas a la lectura, el estudio y la meditación que un día dejan caer un manuscrito que es como un trallazo, que hace renacer la luz entre los lectores. Simulacro contiene 54 poemas donde verdea el paso de la infancia a la madurez: "Todo era tan distinto de lo que ya conocíamos / que parecíamos adolescentes reconociendo el mundo / y yo ya tenía cuarenta años / y tú tan sólo veinticuatro / ¿Quién era el desfasado? (...)"

Pasó gran parte de su vida hablando con otros y, sobre todo, consigo mismo. Un escritor tardío capaz de aprehender un instante y elevarlo a la sublimación de poema: "Hasta los treinta años, ya pasados, /ni supe de la muerte, / ni supe de personas que había muerto/ y, de golpe, llegó la enfermedad..."



NOCHE CERRADA

En la noche cerrada
ella, con pelo negro y recién limpio,
oliendo como una mujer
que conocí de niño,
se dispone a cruzar
el estrecho sendero que limitan
aquellas caracolas encendidas.

Conoce bien el juego.
Se mueve con soltura entre las mesas
y sillas sonriendo.
Me acerco a ella y le digo: Qué bien hueles.
Acabo de ducharme, me responde.

Quedan restos de aceite
dejando huir su aroma a tierra y fuego.
También algún enigma que parece
condenado a quedarse sin respuesta.



EL ROJO Y EL VERDE Y EL NEGRO

Ella está sentada en el sofá rojo.
La cabeza de lado
sobre la manta verde
que tanto le gustaba.
Yo alargando la espera
y empeñado en negar lo que ya es cierto,
entré en su habitación
para pedirle el libro
que ayer leímos juntos y escapar.
Pero estoy a su lado
y le acaricio el cuello, víctima
de una contradicción
que no sé si quiero resolver
ni cuánto va a costarnos. Me pregunta:
Dime cuándo has sido feliz.
Le respondo que ahora.
Y cuándo más infeliz.
También ahora.
Se aparta el pelo negro de la cara
-entonces lo tenía algo más largo-
y me dice:
Pensaba que venías a salvarme.



À BOUT DE SOUFFLÉ

Yo también nací en los Campos Elíseos,
en París, en 1969.
Y las primeras palabras que escuché fueron:
“New York, Herald Tribune”.

Jean Seberg con esos pantalones
tan negros y demasiado ajustados,
vendiendo el Herald Tribune en las calles
de aquel otro París
en blanco y negro.

La recuerdo contando
el final de Las palmeras salvajes,
aquella historia en la que una mujer
luchaba para cambiar su destino
y para ser más libre,
y cómo se le fue torciendo todo;
o cuando decidió
delatar a un cansado Belmondo
que ya no escapó más.

Secuencias de Al final de la escapada,
esa historia que vimos con subtítulos
en un antiguo cine de verano
que ya tampoco existe,

como nosotros
tampoco existíamos entonces.



EL RITUAL DE LA MENTIRA

No entiendo cómo puede haber quien piense
que este sea el mejor de los mundos posibles,
o que aquí somos todos
iguales,
libres y felices.

Si todo esto es mentira.



EL PLACER DE ENGAÑAR

Recuerdo que leía historias de otros
que buscaban mejorar una vida
ni fácil ni brillante,
algo gris quizás.

Descubrí el placer de engañar
para que me quisieran.

Sería escritor.



NUNCA TE HABLÉ DE MÓNICA

Nunca te hablé de Mónica.
Es asturiana.
Nos conocimos
tomando una cerveza en Jovellanos.
Vino desde Gijón
a quedarse unos días.
Recuerdo que era abril
y le gustó el sur.
Crecían lilas junto a mi ventana.
Me contaba que como se veía
la luna desde casa
nunca la había visto.
Si acaso algunos años antes,
cuando aun era niña,
en los atardeceres más oscuros
de la cuenca minera.

Vino desde Gijón
pero sentía tanto miedo
las noches de tormenta
que aprendió a no dormir
sin escuchar de cerca mis latidos.
Yo le contaba historias
que iba improvisando
y ella me miraba como una niña
que temiera perderse algo importante.

A veces le caían lágrimas.
Para que no las viera
me abrazaba aun más fuerte.
A veces se dormía
y al día siguiente me preguntaba
el final de la historia.
Yo le mentía.
Le decía que el final de la historia
nunca iba a llegar,
aunque todos sabemos
que el universo tiende a expandirse.
Pero nunca he sentido
el sonido de mi respiración
o mis latidos
como en aquellos años.
Recuerdo que fue entonces
cuando aprendí a amarte
aunque sólo te conocía de vista.
Dime, ¿es de verdad o estoy soñando?

Siempre había buscado su cuerpo
en mujeres que nunca me ofrecieron
su forma de mirar tan inquietante,
en mujeres que no temían
las noches de tormenta.
A veces ella me engañaba y me decía
que oía truenos. Yo sabía
que no era cierto, pero le dejaba hacer
y le contaba historias de otras chicas
que también aprendieron a mentir
para que la quisieran.

Supe también que hubo hombres
que se apartaron de ella
cuando sintieron
que nunca iban a ser capaces de entenderla.
Y es que eso, que a otros produce tanto miedo,
para mí, en cambio, lo es todo.

Tal vez sea que necesito
sentir que pueden sorprenderme.

Siempre estuvo a mi lado
hasta que lo llenaste tú
con tu mirada.
Ahora sólo escucho tus latidos,
y tu respiración en casa
o en cualquier otro sitio
es la respuesta a todas mis preguntas.
Ahora soy yo quien teme
las solitarias noches de tormenta.



ESCUCHANDO LAS CAMPANAS DE 
AÑO NUEVO EN KYOTO

A veces ella grita, porque le gusta
poner la música muy alta,
tan alta
que, si no gritase, no podría escuchar
lo que me dice.
Un día nos llamaron la atención los vecinos.

Japón es un país ruidoso
que también ofrece momentos
de paz.
Creedme.
Yo he vivido algunos.

Paseo junto al lago.
Sonido de unos ojos
que me abrazan.

O el año pasado, cuando la conocí,

escuchando campanas de año nuevo
en un templo de Kyoto.

No sabía que llorar fuera tan fácil.

Lágrimas de hielo
abandonan sus ojos
esta noche.

Ella iba con un grupo de amigos.
Le debió parecer que Ana y yo
no hacíamos una buena pareja.
Creo que tenía razón
porque ahora soy feliz pero antes no lo era,
o no lo era tanto. Se nos acercó.
A Ana le resultó una chica divertida,
muy guapa y divertida.
Desde su mesa parecía
que aquel monje hacía sonar las campanas
sólo para nosotros.

Me dijo que se llamaba Ori. Me gusta
cómo cierra los ojos,
y levanta la cabeza y aspira hondo.
Siempre escuchando música
y haciendo fotos.
Yo también he vuelto a escribir.

Soy feliz, pero nunca lo fui tanto
como escuchando las campanas de año nuevo
aquella noche en Kyoto.



BOLAS DE ARROZ

Hacía unas horas que había muerto.
Allí mismo se lo comunicaron.
Agachó la cabeza
aunque era algo que ya se imaginaba.
Tras un momento de silencio,
que ella supo llevar con dignidad,
le preguntaron:
¿Cuál ha sido el momento de su vida?
¿Qué momento desea que perdure
toda la eternidad?

Hubo un corte en la cinta.
Pasaron unos segundos.
Ori me acarició la mano
con las yemas de algunos de sus dedos.
Un leve escalofrío.
Volvió la imagen.

Aquella señora hablaba de un terremoto.
Tenía sólo nueve años
y vivía cerca de Tokio.
Su madre y otras madres con sus hijos,
a los que nunca había visto
ni nunca más vería,
se encaminaron hacia un bosque.
Casi una hora caminando
Cuando llegaron, los niños se pusieron a jugar
con cuerdas y bambúes.
Estaban muy cansados.
Al anochecer comieron bolas de arroz hervido
y durmieron al raso.

Ese fue el momento que quería evocar siempre.
Nadie preguntó más.



Las palmeras salvajes

Todo empezó con William Faulkner,
aquel gran mentiroso que fue Nobel,
también americano,
el cronista amargo de las hordas del Sur.
Mi padre, orgulloso, sonreía
mientras yo iba haciéndome mayor, o quizá
mejor, leyendo las historias
de aquellos personajes derrotados
antes de conocerse.
Aún era pronto para saber más,
pero tanto empeño puse
que terminé con convertirme
en un Harry cualquiera,
un personaje oscuro, el que más,
que encontré en Las palmeras salvajes,
incapaz de renunciar a su destino
por muy triste que fuera bosquejándose.

Allí aprendí que por muy mal
que estuvieran las cosas
siempre podían ponerse peor.

¡Oh, pobretón, maldito pobretón,
candoroso imbécil!



Aklan

Hay una isla

—está lejos,
más allá de donde suenan
los cuernos de Avalon—

donde nos reunimos,
para danzar,
los que sabemos de Aklan.

Y así pasamos
las noches y los días,
sin notar del paso del tiempo
más que las distintas formas
que va tomando la Luna.




Un soplo de viento

Yo también nací en los Campos Elíseos,
en París, en 1969.
Y las primeras palabras que escuché fueron:
“New York, Herald Tribune”.
(De Soñadores, de Bernardo Bertolucci)


Jean Seberg, con esos pantalones
tan negros y demasiado ajustados,
vendiendo el Herald Tribune en las calles
de aquel otro París
en blanco y negro.

La recuerdo contando
el final de Las palmeras salvajes,
aquella historia en la que una mujer
luchaba para cambiar su destino
y para ser más libre
y cómo se le fue torciendo todo,

o cuando decidió,
nunca entendí por qué,
delatar a un cansado Belmondo
que ya no escapó más.

Secuencias de Al final de la escapada,
esa historia que vimos con subtítulos
en un antiguo cine de verano
que ya tampoco existe,

como nosotros
tampoco existíamos entonces.




El descubrimiento del Bósforo

Pasan juntos la noche.
Es la primera vez.
Juntos, libres y solos.
Se miran. No sonríen.

Sus ojos son espejos en la noche
que reflejan el mundo.

Él explora aquel cuerpo
que nunca va a dejar de sorprenderle.

Imagina otros nombres.
Debajo de su cuello encuentra el Bósforo.
Descubre nuevos sitios.
Lo mismo que antes hizo con el mundo




Incertidumbre

Fueron tantas visitas a las islas,
tantas las despedidas,
los adioses inciertos y olvidados
que ya nunca sabía dónde estaba.

Desde entonces me queda
la sensación de andar siempre de paso,
de estar siempre llegando o alejándome,
dejando en manos de un supuesto azar
la dulce incertidumbre del reencuentro.




Tiempo de silencio

A partir de entonces tan sólo algunos bares
de los que todavía no me echan,
algunos poetas en los que reconozco
cadencias parecidas a las mías
y algún culo bonito
que pruebo torpemente casi siempre.

El tiempo ya no existe.
Es sólo un error imperdonable
del tiempo que vivimos.
Sólo queda el silencio.



Interior

A estas notas he dado
las íntimas maneras de un diario
o eso procuré,
imitar un cuaderno
de fragmentos,
palabras
y silencios
que acompañen mi vida.




A nuestro lado

Y sólo reconozco lealtad
a la escritura prolongada,
a la luna,
a la belleza muda de tus ojos,
a los recuerdos que aún nos salvan,
al rumor imperceptible del viento
a nuestro lado.




Raquel

Cómo explico el hechizo que ahora siento
cuando recuerdo tu cuerpo rotundo
que aprendí de memoria,
por el que anduve a ciegas tantas veces.

Qué puedo decir
de fragmentos enteros de tu cuerpo
robados a la luna,
shamra en la lengua de los árabes.

Y cómo alivio el dolor,
el secreto dolor
que va suturando lentamente
mis heridas de hombre.

Hubiera preferido disponer de tiempo,
de más tiempo, para imitar sonidos
que quedaron atrapados por el viento
y nunca más oiré,
o para hablarte de unas islas, de tus islas,
que ya no sé si existen
o sin son producto de mi imaginación,
o para escribir el relato de una mujer
que marchó bruscamente de mi lado
buscando algo más de quietud.

Los días van pasando
y no hay más cambios a mi alrededor.

Pronto iré a La Palma.
Sólo tú no estás.
Sólo yo soy otro.



El sentido de la vida

Es cierto, me dijiste,
pasamos la vida entera
buscando a quien mostrar entusiasmados
el mundo.
Y si alguna vez —por azar
o por tantas otras razones—
lo encontramos,
descubrimos que ya sólo por eso
merece la pena seguir vivos.
Incluso hay quien piensa
que ese es el sentido de la vida.

¿Cómo es posible que me conozcas tanto?




Islas

He buscado el idioma
preciso
para explicar el mundo
y la enorme dificultad que tengo
para encajar mi biografía en él.
No sé si lo he encontrado,
pero si aún fuera posible
rescatar este libro del olvido,
se lo dedicaría
a esa parte insular que llevo dentro,
a la que asisto cada día
ensimismado,
cada vez más perplejo, más confuso.




La realidad y el deseo

Tomando una cerveza en aquel bar
se me acercó un viejo.
Venía tambaleándose –era cojo–,
sosteniéndose en pie a duras penas.
Parecía cansado y había bebido,
aunque vestía bien.
Sus manos como palas de molino
eran grandes y fuertes,
trataban de ocultar un ligero temblor,
Un resquicio de debilidad.

Se me acercó y me dijo que las cosas
no son como pensamos.

Las cosas son como tú las escribes.




Felicidad

Un perro ladra
y salta cuando llego.
El café sube.
Aún puedo recordar
que tengo un padre y una madre
que esperan impacientes cada viernes
la hora del regreso.




Brisa

La brisa se reparte entre nosotros.
Los que estamos a bordo
y aquellos que han tenido que quedarse
en casa una vez más.

Reconozco en el muelle
la figura de un hombre
que sonríe sin ganas, despidiéndose,
tratando de dar ánimos
a los que se están yendo.
Es rubio, tiene los ojos claros y nublados
y una rebeca verde,
mira impaciente su reloj
en un gesto que se va a repetir
muchas veces en los próximos días.



La isla de los jacintos cortados

Las notas que acompañan
este libro.

Yo era muy ingenuo
y Ariadna parecía
un ángel a mi alcance.

Su nombre escrito al margen
con esta vieja pluma que aún uso.

Los días tan extraños que pasamos
alimentando el fuego.

La voz de aquella amiga
en La Moneda, una tarde de lluvia:

Ten cuidado, Rafa, si la conoces
ya nunca más podrás querer a nadie.

Y yo que he sido fiel.
No he dejado de recitarle cada noche
un capítulo del libro que fue nuestro.

Las noches que pasamos junto al lago
reinventando la Historia,
reescribiendo la vida.






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