Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

miércoles, 29 de julio de 2015

GUILLERMO FERNÁNDEZ TEJEDA [2.110]



Guillermo Fernández Tejeda

(Jaén, 1960) 






Entonces
cuando los taxidermistas
reparaban con ojos de muñeca
la mirada de los ángeles
y era sexo
montar en velociclo

Entonces
justo entonces
el membrillo se hizo carne
y ácido la vida.




LA VACAMARIPOSA

PRÓLOGO DE GUILLERMO FERNÁNDEZ ROJANO,

Guillermo Fernández Tejeda (Jaén, 1960) relanza H muda como colección
de poesía. En Granada, en 1981, creó, con quien suscribe, la editorial del mismo nombre bajo cuyo sello se publicó un solo libro.

Fernández Tejeda había decidido publicar en segundo lugar, pero para darle solidez al mito ha dejado que pasen treinta y tres años. Sin embargo entregó, en 1988, Fabulario tristérico para uso en tertulias lánguidas como vacas a la colección «Poeta», editada por la Diputación Provincial de Jaén en los años en que José Viñals dirigía el Gabinete de Diseño y, sobre todo, convulsionaba el espíritu de un grupo de no ya tan jóvenes poetas, que habían leído demasiado coñac de garrafa vanguardista y otras substancias, frecuentaban la élite de callejones y tabernas y cultivaban como malditos lo que no llegaba a ser intelectual y, además, no concebían la poesía como una actividad literaria, sino como una discapacidad. Un futuro prometedor que se ha hecho realidad. Su ocupación, por lo tanto,consistía en robar libros sin querer en nombre de la rosa, bebérselos, apedrear coches de policía y sucursales bancarias.

Oían a Chicho Sánchez Ferlosio y se aprendían de memoria poemas de Alfredo Zitarrosa, Fernando Pessoa y Manuel Lombardo —hermano grande, hijo adoptivo y maestro— simplemente para regocijo mutuo en tertulias privadas como rinocerontes. Pero en sus mesitas de noche descansaban Lawrence Sterne, Joyce, Ionesco o Samuel Becket. ¿Malditos? Engendro de tales, pero para su desgracia, buenas personas.

De entre ellos, en palabras de Viñals, el más lúcido, sin duda, Fernández Tejeda. Citemos a Martín Lerma y, para su escarmiento, a Antonio Nieto.
Como el lector podrá comprobar, en los dos títulos de Fernández Tejeda aparece la vaca. ¿Alguna obsesión? En el primero, la vaca funciona como referencia a un estado de ánimo combinado con la modestia de la que su autor, sin pretenderlo, siempre ha hecho gala: la poesía es un fabulario que aburre las tertulias. Fabulario en el sentido de repertorio de palabras que yacen formando un osario sin interés, ni siquiera arqueológico, abecedario mitológico en el que cada mito es solo grafía o etiqueta que no indica sentido. Y triste por el mismo motivo, porque ha perdido toda connotación con la vida, porque la vaca pace adormecida por su propia rumia. Tejeda trata pues de animarlas haciéndolas coincidir en lugares y contextos que no frecuentan. En Fabulario tristérico (y gran pavana de lechuzos) está muy claro: 


«No está. 
En el diccionario falta la mosca. 
No está, no está.» 

¿Se entiende? Está «mosca», no la mosca. Está «mariposa», no «un exceso de mariposas». Los lectores avezados en poesía post-experiencial pensarán en una prestidigitación puramente literaria. No era así. En una época en la que la Poesía de la experiencia, primigeniamente llamada «de la ternura», comienza a florecer como oxidación de la poesía de los cincuenta, había quienes solicitaban, desde una trinchera, «menos ternura y más ternera». Y como todos sabemos, la ternera es la cría tierna de la vaca, intimidad de la palabra en los años de mayor vulnerabilidad. Como verá el lector, algunos no hemos madurado.

En el segundo, la vacamariposa, como digo, después de veinticinco años, las palabras-trinchera se han convertido en abismos; la poesía, para algunos, en carta de privilegio social y para otros sigue siendo trinchera (este abuso de la metáfora ramplona). El poeta quiere seguir jugando al despiste como una manera de luchar contra sus propios fantasmas, quiere utilizar conscientemente la escritura para escabullirse del mundo, de él mismo en su mundo, pero su mirada, que sabe más que él, por ser portadora del inconsciente, ha transformado el proceso en tragedia; o mejor, ha transfigurado la ceremonia de escribir en el ejercicio del espanto. Si los sueños no pudieron diluirse en alcohol, 

«A no ser posible
seguiremos siendo cosas  
con apariencia animal 
lastimados por la
razón». 

La vacamariposa, como personaje, es «hija de larva y maquinista»; o sea, descendiente de un engendro concebido pero no nacido (¿?) que, naturalmente, no puede fecundar, y de un operario que se encarga de dirigir al monstruo inteligente que más prosperidad ha concedido a los seres humanos: la razón. 


«Entre violeta y violácea 
nace violada
por ausencia de verbo». 

La palabra, antes de ser pronunciada, ya ha  sido quebrantada. Como libro, la vacamariposa es un monstruo nacido pero no concebido por la fiesta y el estremecimiento. No nos dejemos llevar por el prejuicio de los juegos verbales. Ahí es donde el poeta quería esconderse. Cuando hay juego es pura ironía y la ironía funciona en Fernández Tejeda como un clavo ardiendo. ¿Quién da la noticia del nacimiento de vacamariposa? El «guardaguardiaguardián», personaje histriónico en su formación lingüística, pero coyunda ideológica de aquellas instituciones que se encargan de vigilar e informar del peligro encarnado en el acto desnaturalizado de la poesía. Una vez que el nacimiento del libro, quiero decir de la vacamariposa, ha sido convertido en noticia, la vacamariposa deja de ser vaca y mariposa: 


«Adelantada por los ijares 
de la murmuración 
llega al tamiz del tímpano  
convertida en mentira  
Ya no es vaca 
Ya no es mariposa». 


La voz cuartea aquello que anuncia. A partir de aquí el mundo es visto desde un desgarro. El poeta se comporta con honradez ya que en un momento determinado avisa: 


«Si aún así 
sigues el curso de los versos 
he de advertirte 
que en el último poema del libro 
muere el lector».








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