Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

jueves, 23 de marzo de 2017

JAVIER PUCHE [2.218]


Javier Puche

Javier (Málaga, 1974) es músico y escritor.

Tiene el Título Superior de Piano y el de Música de Cámara. Amplió su formación musical en Holanda, Portugal e Italia. Es profesor de piano clásico y moderno en la Escuela Popular de Música de Madrid. Fue crítico musical del diario La Opinión de Málaga. Compone música incidental para medios audiovisuales y artes escénicas.

Licenciado en Filología Hispánica, cursó el doctorado en Teoría de la Literatura y algunos años de Filosofía. Ha trabajado como corrector de estilo y como guionista de televisión. Imparte clases en la Escuela Contemporánea de Humanidades (www.ech.es). Sus ficciones han obtenido diversos premios y figuran en antologías como Por favor, sea breve 2 (Páginas de Espuma, 2009), Velas al viento (Cuadernos del Vigía, 2010) o Mar de pirañas (Menoscuarto, 2012). Mantiene el blog literario Puerta Falsa (http://puerta-falsa.blogspot.com.es).

Es autor de los libros Seísmos (Thule, 2011), Fuerza menor (La Isla de Siltolá, Sevilla, 2016).



Seísmos (Thule, 2011)
(Microrrelatos en 6 palabras) 



Llora en la celda el inmortal.

Desafina el coro de niños muertos.

Pulsó el botón. Ahora nunca amanece.

Murmura palabras terribles el pez abisal.

Perece el mosquito en una lágrima.

Atentos, miran los cíclopes al hipnotizador.

Hace mucho frío en esta ballena.

Titubea por un instante la eternidad.

El sol (cíclope insomne) nos vigila. 

El humo añora levemente al cigarrillo. 

Para hacer tiempo, fabrica relojes lentamente. 

Hay eclipse cuando el sol parpadea. 

La maté porque me llamó asesino. 

El dragón enamorado dice palabras ardientes. 

Desayuna recién nacidos el viejo caníbal. 

Indeciso, recorre un camaleón el arcoíris. 

El alféizar se llenó de ángeles. 

Abrazan al obeso las plantas carnívoras. 

Sueña océanos de sangre el bisturí. 

¿Podría decapitarme más deprisa, por favor?

Cayó un ángel en la telaraña.

Devora el caníbal al último hombre.

Este laberinto ni siquiera tiene baño.

Se aman con dolor los erizos.

La planta carnívora devoró al vegetariano.

Extenuados, surcan el mar los antílopes.

Se enamoró del forense el inmortal.

Flota sin rumbo el levitador muerto.

Sonámbulo, intentó acceder al útero materno.

Ronronea el diccionario ante el poeta.

Durante el eclipse, enfermó la luciérnaga.

Entró al caleidoscopio el camaleón suicida.

Intranquilo, resucitó para suicidarse otra vez.

Contempla el pirómano la capilla ardiente.

Hambriento, desviste Saturno a sus hijos.

Mi sombra flirtea con otro cuerpo.

Incómodo, el cadáver cambió de postura.

Acaricia el suicida a la anaconda.

Empezó a llover dentro del espejo.

Decapitado, sigue pensando el filósofo tenaz.

Intenta el espectro besarla mientras duerme.

Afortunadamente, perdió la cobertura el telépata.

Copularon hasta enloquecer. Tras lobotomizarlos, siguieron.

Tres tristes tigres se suicidaron alternativamente.

Sonámbulo, recorre el funambulista la telaraña.

Asoma un periscopio en mi consomé.

La mantis religiosa devora un crucifijo.

Fantasea el inmortal con su autopsia.

Aterrado, disimula el arzobispo su erección.

Avanza la marioneta por el desierto.

Por imprevista resurrección, vendo mi tumba.

Duerme el fantasma abrazado al moribundo.

Muy triste, sueña Pinocho con termitas.

Hermafrodita busca hermafrodita para engendrar hermafroditas.

En vano intentan copular los esqueletos.

Mata despacio al joven el anciano.

Fraternalmente guiña el tuerto al cíclope.

Deplora el cadáver que lo ignoren.

Ignora el difunto que debe callarse.

Caen del cielo estrellas de mar.

Expectación. Planteamiento. Nudo. Desenlace. Aplausos. Olvido.





Fuerza Menor (Isla de Siltolá, 2016)


Fuerza Menor (Micropoética)

A veces la fuerza reside en lo pequeño, en la región más discreta y marginal del mundo sensible, alojada en ínfimas criaturas que apenas reclaman nuestra atención. No en Goliat, sino en David, cuya mano lanzó la piedra mínima que hizo caer al gigante. Tampoco en el acorazado Potemkin, sino en el imperceptible caracol que baja muy despacio por el tronco de un árbol en llamas. Frente al poder insolente de lo hercúleo, vibra la fuerza menor de lo humilde, que este libro exalta con levedad.



Obstinación

–Esta vez no fallaré –se dijo con rabia el francotirador. Acto seguido, volvió a disparar su rifle de largo alcance.
Pero nada.
Definitivamente, había perdido precisión en los dedos, antaño infalibles. Volvió a intentarlo, cambiando de víctima. Fue inútil. No lograba arrebatarle la vida a nadie.
–¿Nos vamos ya? –dijo una voz lúgubre a su espalda.
Por toda respuesta, el francotirador cargó de nuevo el rifle con obstinación de sonámbulo.
–Sólo tengo que concentrarme un poco –se dijo mientras limpiaba el visor del arma. Luego apuntó con cautela. Sentada tras él, la Muerte consultó su reloj y encendió pacientemente un cigarrillo.



En los huesos

Tras probar sin éxito incontables métodos para adelgazar, Wilson, obeso mórbido, decidió adentrarse en una jungla de plantas carnívoras. Éstas lo acogieron con famélico fragor, dejando a Wilson literalmente en los huesos. Ahora es feliz. Trabaja como esqueleto en la Facultad de Medicina. Y muchas jovencitas lo contemplan con admiración (e incluso lo acarician a veces). Algunas noches Wilson sale a pasear. Le encanta la lluvia. Y bailar sutilmente en los charcos mientras todos duermen.



La memoria de cristal

Tras el Apocalipsis, un radar enviado desde Júpiter para confirmar la extinción del hombre, desciende con lentitud hacia las profundidades del Océano Pacífico, donde algo parece latir. Y es que abajo del todo, en mitad de un silencio vagamente iluminado por criaturas abisales, el único espejo que la gran explosión no ha logrado romper emite en orden cronológico, antes de apagarse para siempre, todas las imágenes que componen su memoria de cristal, demorándose en aquéllas donde aparece la mujer que lo tuvo en su alcoba hasta el fin, una joven risueña que ya no existe, aficionada a bailar desnuda ante él ciertas noches de verano, cuando todo era posible todavía en este rincón de la galaxia.



Diario ínfimo(II)

El escritor se sienta y escribe. Pero lo que finalmente escribe es siempre una sombra de lo que pretendía escribir. Por su parte, el lector se sienta y lee. Pero lo que finalmente interpreta o metaboliza es siempre una sombra de lo que el autor escribió. En cuanto a lo que el lector finalmente recuerda tiempo después, es siempre una sombra de lo leído. Una sombra de una sombra de una sombra.



Justicia poética

Diciembre. La nieve cubre las calles con lentitud minuciosa. Es casi de noche. Ya comienzan a encenderse alternativamente las ventanas. Tras una de ellas, el ínclito magistrado Goldberg lee la Constitución junto a la chimenea. A sus pies, calzados con dos ridículas pantuflas, dormita un dóberman. De súbito el can se incorpora y rompe a ladrar con insólita furia hacia la pared, sacando abruptamente al magistrado de su docto embeleso. Pero en la pared no hay nada, salvo inofensivas pinturas neoclásicas. El perro, no obstante, sigue ladrando con creciente intensidad, ahora hacia el techo. Por prevención, el magistrado –que es un hombre cobarde– saca del armario su arcabuz y empieza a cargarlo tembloroso. Pobre diablo. Ignora que nada podrá hacer contra mí, su enemigo intangible, pues soy el narrador de esta historia. Es hora de que pague por su ancestral negligencia como juez. Empezaré apagándole repentinamente el fuego de la chimenea.



Flechazo

Fue un flechazo. Yo estaba distraída, pensando lánguidamente en algo superfluo, cuando su mano comenzó a recorrer mi espalda. Me estremecí. Nadie me había acariciado antes con tanta destreza. Luego me alzó con sus fornidos brazos para olfatearme delicadamente. Reconozco que su osadía me volvió loca.
Poco faltó para que copulásemos en público. Por fortuna, logramos contenernos hasta llegar a su casa. No hubo preámbulos. Nada más entrar, me condujo al lecho y empezó a devorarme. Fueron tres horas que jamás olvidaré. Una comunión insólita que trascendía lo meramente físico. Pero la dicha fue breve.
Tras la cópula febril, me llevó a la biblioteca y, sin apenas despedirse, me puso en uno de los anaqueles, donde llevo meses esperándole, quizá años.
No me resigno: sé que volverá conmigo. Aunque deploro que Lolita y Madame Bovary (esas dos casquivanas con quienes comparto anaquel), me miren siempre con tanta sorna.



Diestro y siniestro

Esta es la historia de dos hermanos siameses, irremediablemente unidos por el costado. Diestro, el hermano bueno, ocupa la parte derecha del cuerpo doble. Siniestro, de perversa índole moral, la parte izquierda. Movido siempre por impulsos malévolos, Siniestro cometió desde niño múltiples fechorías, llegando a convertirse con el tiempo en un delincuente de renombre. Por su parte, Diestro no tuvo otro remedio que hacerse abogado, a fin de atenuar los problemas de su pérfido hermano con la justicia y garantizarle en todo momento una defensa consistente. La destreza como letrado que Diestro desplegaba ante los tribunales pronto le otorgó fama mundial. Por difícil que fuera el caso, todo delito fraterno quedaba finalmente impune. Hasta que un mal día, Siniestro intentó estrangular a Diestro con su único brazo, movido por la envidia. “Síndrome de estrés agudo”, alegó Diestro en el juicio.
De nada sirvió. Actualmente comparten celda.



La marioneta

Tras el accidente estrepitoso y fatal, la marioneta, que yacía inerte en mitad del asfalto, abrió los ojos y empezó a incorporarse con gran lentitud. Ya erguida, aunque en precario equilibrio, avanzó unos metros por la carretera, sorteando cadáveres, hasta alcanzar la mano muerta de su dueño, donde entrelazó cuidadosamente sus hilos de nylon. Acto seguido, cayó desvencijada al suelo, cerrando los ojos para siempre.



Los caramelos

Javier Puche3 En mitad de la mesa, hacinados en un cóncavo recipiente, duermen los caramelos. Su sueño es dulce y sin ronquidos. La mano que elegirá a uno de ellos todavía está lejos, ni siquiera ha entrado en la habitación, ni siquiera ha pulsado el timbre de la casa. Cuando esto suceda, cuando la mano salga al fin del bolsillo, pulse el timbre, entre en la habitación y se aproxime a la mesa, los caramelos se desprenderán de su dulce sueño agitándose levemente, y cada uno de ellos rezará esperanzado a su dios particular (de color rojo, de color verde, de color naranja) para ser el elegido y disolverse para siempre en el cielo de una boca.



El inmortal

Tras una larga búsqueda, capturaron finalmente al inmortal, que fue sometido sin dilación a toda suerte de experimentos clínicos. En la rueda de prensa, los médicos dictaminaron perplejos que nada lo distinguía fisiológicamente del hombre común, salvo su temporalidad incesante. Hoy ocupa una tenebrosa celda del zoológico municipal. Y hordas de visitantes intentan matarlo cada día con inexplicable saña. Pero el inmortal persiste. Dicen que por las noches llora muy despacio en un rincón.



La incertidumbre   
                                                                                                  
Para Javier Tomeo

En medio del Mar Negro, a cientos de kilómetros de cualquier costa, un hidropedal avanza despacio bajo la luna. Sus tripulantes, un hombre y una mujer de mediana edad, pedalean maquinalmente, pese a estar dormidos. La cabeza del hombre descansa vencida hacia atrás. Y su boca se abre hacia el cielo, como si anhelara devorar las estrellas. La cabeza de la mujer cae por el contrario hacia delante y tiene la boca cerrada. Con las ondulaciones del mar, ambas cabezas se tambalean un poco. La de él parece decir que no. La de ella, que sí. Entregados a esta inconsciente discrepancia, surcan la oscuridad. Al amanecer, el lamento de una ballena los despierta abruptamente.

Ella (desperezándose): Nos hemos dormido.
Él: Eso parece.
Ella (mirando alrededor): ¿Y qué hacemos ahora?
Él: No tengo ni idea. Quizá deberíamos seguir pedaleando.

Y eso es justamente lo que hacen: pedalear. Pedalear en silencio. Seguir navegando sin rumbo por las oscuras aguas hasta perderse de vista en el horizonte.



Tenemos que hablar

–Tenemos que hablar.

Eso dijo ella con pesadumbre. Algo aturdido, me senté en el sofá donde solíamos ignorarnos. Pero esta vez no encendimos la tele. Apenas recuerdo lo que finalmente hablamos (mi memoria tiende a suprimir las catástrofes). El caso es que ahora vivo lejos de ella, en las afueras, entregado a una existencia gélida y crepuscular.

Fantasmagórica, para ser exactos.

Al principio, achaqué mis visiones nocturnas a la añoranza (no en vano, aquellas fugaces mujeres del pasillo parecían vestir como ella). Luego, a la vertiginosa desnutrición (únicamente me alimentaba de pan seco y agua corriente). Por último, comprendí con pavor que los fantasmas no procedían de mi tristeza, sino del más allá. Lo supe por el modo en que me abrazaban. Eran almas en pena, dolientes criaturas sin tiempo, espectros quejumbrosos que paulatinamente invadían mi nueva casa en las afueras. Lo peor del asunto (y por eso estoy bajo la cama) es que ahora hay veinte o treinta reunidos en el salón, esperándome en absoluto silencio. Pude verlos hace un rato, justo antes de huir despavorido, cuando el señor del sombrero me cogió del brazo y me dijo con voz de ultratumba:

–Tenemos que hablar.



El Santo Grial

Para Ana María Shua

El héroe atravesó desiertos, laberintos, junglas. Decapitó minotauros y cíclopes. Cayó en telarañas gigantes. Trepó árboles infinitos. Hasta que finalmente, ya anciano, encontró el Santo Grial. Lo custodiaban un monje y un dragón. Si bebes de esta copa, dijo con gravedad el monje, vivirás eternamente. En el rostro decrépito del héroe se dibujó una sonrisa. Al parecer, no había sacrificado en vano su existencia, donde nunca hubo amor ni alegría, sólo búsqueda tenaz. Ahora bien, prosiguió el monje elevando la voz, vivirás eternamente, en círculo, la misma vida que tuviste. Y no otra. Aturdido, el héroe reflexionó unos instantes. Después se desplomó en el suelo como un títere, vencido por la tristeza, mientras las fauces del dragón exhalaban una carcajada de fuego.   



Rezar

Rezar en voz baja. Eso hace el paracaidista desde aquel día. Rezar en voz baja mientras el viento agita con levedad la enorme telaraña donde permanece adherido. Rezar en voz baja sus oraciones. Y no dejarse intimidar por los esqueletos que penden alrededor.



Preámbulos 

-Por favor, sea breve -dijo en sueños la bella durmiente con voz rota. A su lado, el príncipe azul ordenaba meticulosamente (atendiendo a criterios de tamaño, textura y efectividad), la sofisticada colección de artilugios sexuales que iba sacando sin prisa, uno tras otro, del crucial maletín que todas las versiones del cuento omiten.








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