Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

sábado, 7 de enero de 2017

DAVID GONZÁLEZ LAGO [2.215]


David González Lago

David González Lago (Córdoba, 1981) es profesor de Geografía e Historia en un instituto de Enseñanza Secundaria. Es licenciado en Historia del Arte por la UCO y licenciado en Antropología Social y Cultural por la UNED. Actualmente estudia el grado en Lengua y literatura españolas en la UNED.

Interesado por la creación literaria desde la infancia, en los últimos años se ha volcado en la creación poética, obteniendo algunos reconocimientos como XXXVII Premio de Poesía de Bargas (Toledo). 33 reflexiones que Cristo haría en mi lugar, compuesto por 33 poemas de 33 versos escritos a los 33 años, es su primer poemario.


NOCTÍVAGO

Antes de ser brujo he sido cirujano.
De ahí que me sobrevengan las palabras
a punta de bisturí.
De ahí que necesite anestesia y tinta,
tinieblas y luna llena,
Una piel para desgarrar
y unas entrañas para echar un conjuro.
De ahí mis sombríos hechizos escritos,
mis trances nocturnos, mis invocaciones.
De ahí mis muchos desvelos.

Poema ganador del I concurso de poesía "Poetas Nocturnos",
organizado por "Diversidad Literaria".





33 REFLEXIONES QUE CRISTO HARÍA EN MI LUGAR de DAVID GONZÁLEZ LAGO (por Carmen Juan)

Desde la editorial Esdrújula nos llega 33 reflexiones que Cristo haría en mi lugar¸ un poemario escrito por David González Lago. 33 poemas, precedidos por un generoso prólogo de Antonio Praena, que constan de 33 versos cada uno y convierten este número en significativo al cubo, puesto que ésta es también la edad de su autor (y la edad con la que dicen que murió Jesucristo, como todos saben).

El escritor cordobés, que es además antropólogo, licenciado en Historia del arte y profesor de Geografía e historia, se mira en un espejo en el que comprueba que su silueta y la de Jesús no son tan distintas, salvando las distancias temporales y, por descontado, las de relevancia universal. Así, multiplica panes y peces y también copas, convierte en vino el agua y lo bebe repetidamente, y aunque reconoce al traidor que habita en su propia casa, consiente. Obra milagros apegados a la cotidianeidad tales como seguir levantándose cada mañana a pesar de todo, y perdona a los amigos que lo niegan y a sí mismo, que niega a su vez a los amigos.

Con un estilo desenfadado e irreverente, David se convierte en protagonista de algunas de las escenas más conocidas del Hijo de Dios, modificándolas, eso sí, para no caer en anacronismos. Se enfrenta a los mercaderes y cura a los ciegos, pero lo hace a su manera y por motivos modernizados. Es más pragmático que el Salvador de los cristianos porque demasiadas veces ha puesto ya la otra mejilla y escribe parábolas cargadas de ironía y en ocasiones de un componente de crítica social que no puede pasar desapercibido. Admite el poeta que no es muy buen pastor y que con el paso del tiempo, parafraseando a Marea, se aparta del rebaño porque no sabe dónde va.

Es este 33 reflexiones que Cristo haría en mi lugar un libro que, aunque peque en ocasiones de pretencioso (como puede parecer a veces la figura de Cristo, sí) es un ejercicio arriesgado, valiente, como bien observa Praena en sus palabras previas, porque ¿quién se atreve a escribir en torno a Dios en un siglo que ya ni siquiera se molesta en renegar de él? Por esta parte tampoco podemos pasar por alto el mérito de la editorial Esdrújula, que ha querido contar en su variopinto catálogo con un título de estas características.


Con la edad de Cristo

Ahora que por lo visto
tengo la edad de Cristo
he caído en la rutina
de morirme y resucitar.
Cada día dedico un breve instante a mi expiración.
Sin pena, sin dramas,
pues sé que a los tres minutos
—lo siento Cristo, yo soy más rápido—
volveré a la vida real.

Voy mutando con cada resurrección.
Nunca vuelvo a ser el mismo,
me siento más pesado y más libre,
más etéreo y más terrenal.
Rememoro mis vidas pasadas
y me propongo no cometer los mismos errores,
patear la piedra con la que siempre tropecé,
lanzarla lejos con un tirachinas gigante,
como un niño travieso haciendo justicia.

Con cada renacer renuevo mi propuesta,
propuesta siempre incumplida,
siempre amante insatisfecha

A veces juego a tener la edad de Buda,
renazco en otros cuerpos, en otros seres.
Me doy el placer de vivir otras vidas,
miro el mundo con ojos de animal,
respiro sin humanas preocupaciones,
soy consciente de la estupidez humana.
Me reencarno por el mero placer de jugar
—jugar con la creación, jugar con la Madre Eterna,
sentir la verdad de los latidos salvajes—.

Pero siempre vuelvo a mi antropomórfica resurrección.
Por lo visto tengo la edad de Cristo
y no es edad para andar jugando.


Sobre las aguas

No siendo el fuego el purificador
sino el líquido elemento omnipotente,
a veces camino sobre las aguas
y a veces me ahogo en un vaso
con tres gotas imperceptibles en el fondo.

A veces se avecina una tormenta,
me sitúo justo en el centro
y disfruto del diluvio universal.
Termino empapado, calado, arrugado,
me tiendo al Sol y espero tres días
hasta quedar completamente seco.

Parte del agua se evapora y, junto a mis efluvios,
vuelve a formar parte del ciclo del agua.
Una porción de mí estará presente
en futuras tormentas —rayos y truenos incluídos—
que calarán otras ropas, otras pieles, otros pensamientos.

Otra parte caerá en la tierra,
penetrando en ella, ayudando a germinar
plantas, animales, textos de futuras generaciones
de intelectuales y de ignorantes.

Unos llegarán —como yo— a la edad de Cristo,
otros —también como yo— a la de Matusalén.
Ni unos ni otros aprovecharán la dádiva del tiempo
recibido.

Otra parte calará dentro de mí,
otorgándome nociones de seres empapados antes que yo,
haciéndome más rico y más sabio
con cada tormenta, con cada pulmonía.

Lo peor son las veces en que me ahogo sin remedio
en las tres gotas del fondo del vaso:
una gota de temor que me desencaja el rostro,
otra de perplejidad que me inmoviliza
y una más de cobardía que me asfixia y acaba conmigo.

Suerte que, con mi edad, aprendí a resucitar.



Daños colaterales

Y si ves que me sangra la frente,
si ves caer cortantes gotas rojas
formando letras en su descenso,
conformando palabras ininteligibles,
si me ves adoptar un gesto de dolor
será porque tengo una espinosa corona de ideas
taladrándome la sien,
clavándose en mi cráneo, penetrando
y extrayendo a su vez ideas destiladas
que brotan coaguladas e impregnan,
como fogosos amantes sobre sábanas de seda,
la inocencia y la pureza del papel.

Si ves que me sangran las manos,
si me ves florecer repentinos estigmas
amaneciéndome de pronto en las palmas,
no debes tenerme miedo, no te extrañes,
no me tengas fe,
pues para mí es algo rutinario
estar clavado de ambas manos
—no a un madero cruciforme—
a una pluma y un tintero, y traducir,
clavado, el lenguaje secreto de mis entrañas,
sacarlo al exterior, darle vida,
escribir sin las manos, con los ojos,
con las gotas rojas de mi frente,
con cada pelo de mi barba tupida
—cada uno un verso, siempre creciendo,
siempre resurgiendo, siempre en expansión—.

Y si ves que voy camino del Calvario,
desangrándome, vaciándome de oscuras letras,
simplemente observa el reguero lento
—negro sobre blanco—
que iré dejando por el camino.





¿Y quién no?

¿Quién no ha convertido el agua en vino?
¿Quién no ha convertido el vino en autodestrucción?
¿Quién no ha dicho alguna vez,
en días oscuros, en noches ciegas,
«tomad y comed todas de mí»?

¿Quién no se ha entregado a un público insulso,
a un drama, a un espectáculo tragicómico,
aun conociendo el final de la representación:
«mi sangre, que será derramada por vosotras»?

¿Quién no ha caminado sobre las aguas?
Quién no ha caminado sobre el vino?
¿Quién no ha caminado sobre sus heridas,
quién no las ha rellenado
con litros de vinagre y kilos de sal?

¿Quién no ha clamado al cielo:
«Padre, no me perdones
porque sé perfectamente lo que hago»?
¿Quién no ha tirado la primera piedra
contra el muro arenisco de su propia nostalgia?

¿Quién no ha disparado tras la primera
cientos, millones de piedras más
contra sus propias llagas abiertas y mudas?

¿Quién no ha buscado el efecto placebo
en el fondo de una copa ausente,
en las profundidades de unos labios carmesí,
en la trastienda de una mirada de bestia depredadora?
¿Quién no ha escrito un poema crucificado?
¿Quién no se ha entregado a una causa perdida?

¿Quién no ha fundado —sin querer— una religión
mientras buscaba tan solo el bálsamo
de un cuerpo espiral bajo una sábana santa?
¿Quién no ha mordido adrede una manzana clandestina?
¿Quién no ha bajado del cielo a la tierra?







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