Los poetas Fernando Sabido Sánchez, Mariano Rivera Cross, Carlos Guerrero, Domingo Faílde y Dolors Alberola en Jerez de La Frontera (Cádiz), Primavera 2013

lunes, 8 de agosto de 2011

718.- FELIPE MOLINA VERDEJO



Felipe Molina Verdejo (1924-1997)
Jaén (España)
Ha publicado "Las Piedras Angulares" y "Épico Jaén, lírico Jaén"



Soneto

¡Cuando miro tu tronco torvo y fiero,
tu tronco casi humano, padre olivo,
un dios pagano rudo y primitivo
te descubro, un viejo dios ibero.

Y preso de tu fuero y desafuero,
cultrario de tu culto y tu cultivo,
muere en tus ramas-brazos, sin motivo,
el cuerpo aceitunado del bracero.

Y su sangre y tu savia se confunden
en la tierra irredenta en que se hunden,
como manos crispadas, tus raíces.

Y tu torcida y bronca arquitectura
se me aparece cepo y atadura
de estos pueblos varados e infelices.








Olivo-pueblo

Olivo, padre olivo
de la estirpe pagana de los dioses,
varón atormentado
que hundes tus raíces
como manos crispadas
en la tierra que enfeudas y arruinas.
¿Sabes que eres hermano
de los viejos labriegos silenciosos,
como tú, silenciosos?
Jornaleros con ojos de aceituna
y la tez verdinegra.
Los sufridos hermanos de los soles ardientes,
de las albas heladas
en los eneros paridores de tus frutos.
¿Sabes tú que eres pueblo,
que tu unidad se pierde en muchedumbre
de olivar infinito?
Infinito olivar que multiplica
tu imagen y la extiende
como el pueblo fecundo
repite al hombre,
lo funde, lo confunde.
Tú eres pueblo y vives de rodillas
en un Getsemaní de plata sucia,
con un destino negro
de ser un redentor apaleado.
Una vez y otra vez como a los hombres
de este inmenso olivar llamado pueblo,
te arrancan a varazos,
a dentelladas de manos como bocas
tu fruto amargo,
el fruto de tus cópulas secretas
con la luna tendida entre los montes,
cuando pasa el silencio entre tus filas,
y los braceros yacen con sus hembras
en los cortijos negros,
para darle a la tierra otra cosecha
de braceros callados.
Los valles, los alcores
se han llenado de vuestra descendencia,
olivos jornaleros de una gleba infinita,
horda gris y mesnada
de viejos los caciques
que con vosotros cercan y sitian
- ¡con vosotros, pacíficos olivos! -
la cripta ciudadana,
donde vuelan los bronces codiciosos
del dorado sudor de vuestros frutos,
ese sudor que sabe
a llanto y amargura de los siglos.
Vosotros sois testigos
de mucho amanecer esperanzado,
cuando agotan sus alas
en el último vuelo las lechuzas
siempre sedientas de vuestro espeso oro.
¡Olivos jornaleros de una gleba infinita!
Quizá un nuevo viento
sacuda vuestras ramas como brazos,
y os traiga la conciencia
de vuestro poderío de muchedumbre.







A UN PORDIOSERO.

Dame tu pan, hermano: que yo coma
del negro pan que en hambres te sostiene;
ese añejo mendrugo que has dejado
de tu último banquete.
Dame un trozo del fardo que te cubre
la llaga de tu cuerpo maloliente.
Y déjame sentar en el escaño
donde sueñas y duermes.
Que amorate mi cuerpo el mismo frío
que acuchilla tu carne, y que tu fiebre
me atenace y me ponga su macabra
danza sobre los dientes.
Porque quiero mirar desde tus ojos
el callado desfile de la muerte,
sin temer la soberbia de la vida,
que me flagela y muerde.
Porque quiero sentir desde tu entraña
la, inhumana impiedad que te enardece,
cuando miras caer desde sus tronos
ídolos en la nieve.
¡Tú debes ser el juez! Tú, pobre hermano,
-hambre, desprecio y lágrimas- tú puedes
ponderar el pecado del que roba,
mata, blasfema, enciende;
como la bestia que, acosada, ruge,
asumir el pecado del que siente
tantos odios, rumiados en silencio,
y tantas arideces.
Tú puedes ser el juez, porque en tus ojos
la mirada de Cristo se estremece,
anatema del mundo que te escupe
su caridad hiriente.
Dame tu pan y que tu pan me humille
esta loca soberbia que me tiene
sordo en la mesa y ciego entre los limpios
lienzos que me envanecen.
Me conviene morir un poco. Acaso,
solo vaya tomando de mi muerte,
igual que tú, podridos anticipas,
que, al cabo, me liberen.






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